En la medida en que avanza la campaña por la presidencia nacional y las gobernaciones provinciales, las propuestas de los candidatos aumentan y los programas de los partidos políticos en torno a temas relevantes se van fijando. Contrario a lo que se comenta en diversos medios de comunicación, que afirman que en la Argentina de hoy no se discute sobre nada, hay ciertos asuntos que se despliegan gradualmente en los pronunciamientos e iniciativas de varios contendientes a la presidencia y las gobernaciones; uno de estos es el de las drogas.

Sin embargo, el problema del tratamiento de este tema por parte de algunos aspirantes nacionales y provinciales es la poca calidad de los proyectos. Hecho que está en estrecha relación con el desconocimiento del tema por parte de varios líderes políticos y con el carácter parroquial y conservador que tiene el país cuando se trata de alternativas a la prohibición de las drogas.

Algunas referencias podrían enriquecer el debate. Los informes anuales de la Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito muestran año tras año las incongruencias de la prohibición. Dos datos, entre muchos, del informe de 2015 reflejan lo irrazonable de persistir en la “guerra contra las drogas”. Por un lado, del total de personas que usan sustancias psicoactivas ilícitas, solo 27 millones son lo que se denomina “consumidores problemáticos”. Esto es; el 0,36 por ciento de la población mundial. Por otro lado, en Afganistán, donde aún persisten soldados y bases de la OTAN, la producción de heroína pasó de 5500 toneladas en 2013 a 6400 toneladas en 2014.

En Estados Unidos, en Europa y en América latina se están explorando modos de regulación legal. Es un hecho que el mercado de las drogas está actualmente regulado, pero por organizaciones criminales. Por ejemplo, se están aplicando estrategias de reducción de daños con políticas sociales orientadas a reducir el impacto negativo del uso de drogas. También se está descriminalizando: sin alterar la legislación vigente, no se está persiguiendo tan drásticamente a jóvenes y pobres –los principales objetivos de la política pública antidrogas en la Argentina– y la normatividad punitiva se está implementando con menor rigor.

Asimismo, la despenalización, que consiste en modificar la legislación para permitir la posesión de dosis personales de determinadas sustancias psicoactivas, se viene estableciendo en diversos países. Hay además nuevos ejemplos de legalización, como en el Uruguay, que apuntan a liberalizar la producción de marihuana bajo control del Estado o con un esquema competitivo de comercialización, en Colorado, EE.UU.

A pesar de que estos ejemplos dejan atrás la cruzada antinarcóticos, en Argentina predominan las voces que la defienden. Antes de esta coyuntura electoral referentes reconocidos de las principales fuerzas políticas propusieron involucrar a los militares en labores antidrogas y aprobar una ley de derribo de narco-aviones. En ambas cuestiones, las experiencias latinoamericanas han probado ser disfuncionales a los fines de desmantelar el negocio de las drogas. La reciente y espectacular fuga de Joaquín “El Chapo” Guzmán es apenas la última muestra de que la participación de las fuerzas armadas en la lucha antinarcóticos no logró evitar ni el narcotráfico ni la corrupción asociada al crimen organizado en México. A pesar de que Venezuela ha emprendido el derribo de narco-aviones a partir de 2013, esto no impidió que ese país se convirtiese en una ruta importante para el tráfico de cocaína hacia Europa y Estados Unidos.

Como parte de la campaña para las PASO y la primera vuelta, varios candidatos están haciendo anuncios tan grandilocuentes como equívocos. Por ejemplo, desde hace unos días Sergio Massa propone penas más severas en el marco de una política criminal más punitiva, a pesar de que no hay evidencias que sostengan que el aumento de años de cárcel signifique un disuasivo para frenar el narcotráfico y la violencia asociada al negocio. Su iniciativa parece sólo apuntar a ser identificado como un paladín de la mano dura contra los narcos.

Por su parte, Daniel Scioli propuso, en abril de este año, “desfederalizar la lucha contra las drogas”, posiblemente sin advertir que en dos rigurosos estudios de la Procuraduría de Narcocriminalidad de 2014 se demuestra que la Ley de Desfederalización de 2005 en materia de estupefacientes ha sido un gran fracaso y que la Provincia de Buenos Aires tiene un record lamentable en términos de causas de alta gravedad. Hay que agregar que, en la página web de Scioli, el asunto de las drogas no se menciona.

Elisa Carrió ha acusado de narcotraficantes a varios políticos del oficialismo, denunciado el enquistamiento institucional de una matriz mafiosa y ha alertado sobre la posibilidad de que se consolide un Estado narco. Sin embargo, en su programa “La reinvención de la Argentina republicana” no sobresalen medidas novedosas en materia de drogas. Mauricio Macri se manifestó a favor de “echar” al narcotráfico del país pues, a su entender, el dilema que enfrenta la Argentina es “o la droga o nuestros jóvenes”, pero en la página oficial del PRO no se incluye ningún programa concreto sobre el tema.

La izquierda se muestra dividida. El Partido Comunista Revolucionario reprueba una eventual despenalización de la marihuana pues reforzaría la explotación y el embrutecimiento de los sectores obreros, mientras el Partido de los Trabajadores Socialistas la apoya e incluso respalda la legalización.

Recientemente, Ernesto Sanz anunció un “Plan Nacional de Combate al Narcotráfico”, en el marco de su programa sobre seguridad. En general, sus iniciativas versan más sobre la oferta que sobre la demanda; algo que el país debiera modificar notablemente pues ni siquiera se tienen aquí los niveles (60-65 por ciento destinados a la oferta y 35-40 por ciento a la demanda) de Estados Unidos y varios países de la región en materia de lucha contra las drogas. Como ha mostrado un estudio de la Sedronar, la Argentina destina el 1,2 por ciento del PIB a las tareas antidrogas: el 95 por ciento a reducir la oferta y apenas el 5 por ciento al tratamiento y la prevención. Sanz sugiere también medidas contra el crimen organizado y, entre ellas, menciona una que vale la pena evaluar hacia el futuro: “La federalización escalonada de las fuerzas de seguridad. De este modo, el control inmediato de la seguridad y la delincuencia organizada debería estructurarse desde el Estado federal hacia abajo, en vez de desde abajo (municipios) hacia arriba (provincia y Estado federal)”.

Margarita Stolbizer ha planteado la creación de una Agencia Federal dedicada a delitos complejos como el crimen organizado. En este sentido, probablemente el modelo que merezca estudiarse es el del National Crime Agency de Gran Bretaña. Si se trata de desarticular el fenómeno del narcotráfico resulta esencial apuntar a la criminalidad organizada y ello exige muy buena inteligencia, coordinación efectiva en el Estado y colaboración internacional.

A nivel provincial, el tema de las drogas estuvo presente en la contienda por la gobernación de Santa Fe. Y ahora es evidente en la competencia por la gobernación de Buenos Aires. Sin embargo, el debate provincial no es promisorio pues más allá de chicanas provenientes del Frente Renovador, de peleas en el seno del Frente para la Victoria y del silencio en el PRO, no ha surgido ninguna propuesta sobre el tema medular: la necesidad de una reforma a fondo de la policía bonaerense.

Así, el asunto de las drogas ha sido, y seguramente seguirá siendo, objeto de polémica electoral. Sin embargo, el hecho de que no exista un diagnóstico integral, ni en su dimensión provincial y nacional o regional y mundial, hace que, en general, se propongan iniciativas y medidas retóricas y erradas. Eso prenuncia la ausencia de voluntad política para impulsar políticas razonables e innovadoras. Entre los principales presidenciables sigue predominando la idea de cómo incorporar al país a la anacrónica y fútil “guerra contra las drogas”.

* Director del Departamento de Ciencia Política y Estudios Internacionales de la Universidad Di Tella.

http://www.pagina12.com.ar/diario/elpais/1-278527-2015-08-03.html