Después de declarar, Alejandra Santucho se cruzó con uno de los jueces en la parte de atrás de la sala. Mientras daba su testimonio había sacado de su cartera una foto de su hermana. Quería que los jueces miraran la cara de Mónica, que le pusieran una imagen al nombre de esa víctima del terrorismo de Estado. Al final, antes de irse, intentó decir algo sobre lo importantes que eran los juicios, pero aclaró que la Justicia demoró 35 años en llegar, que en su lugar, allí ante el tribunal, debía haber estado su abuela, pero que ahora ya estaba muerta, como se mueren también muchos genocidas antes de ser acusados. Alejandra entonces dejó la sala, y fuera de escena, en un pasillo del teatro donde se hace el juicio por los crímenes cometidos en el Circuito Camps, el juez la detuvo: “Le pido perdón –le dijo– en nombre de la Justicia”.
“En el momento no le entendí, pero después entendí que me lo decía por los 35 años que habían tardado”, dice ella. “Yo no me acuerdo de todo y vos ves que en los juicios faltan los viejos que fueron los que se movieron en ese momento y ahora se murieron. Y hoy los que cuentan todo somos los descendientes, pero en nombre de algo que es una cosa irrecuperable. Por supuesto, eso no quita que el juicio es reparador, a mí me cerró parte de mi historia.”
Santucho declaró en La Plata por el secuestro de su hermana Mónica, a los 14 años. Alejandra presenció el operativo en diciembre de 1976, cuando sólo tenía 10 años. Vio, además, el bombardeo a la casa de sus padres. Rubén Santucho y Catalina Ginder militaron en la Jotapé a comienzos de los ’70, y para el ’76 estaban en Montoneros, escapados de Bahía Blanca e instalados en La Plata. Quienes siguen la historia de la devastación de Montoneros en la capital provincial en esos primeros meses de la represión atan la caída de los Santucho en la línea que comenzó poco antes del bombardeo a la imprenta de la casa de la calle 30, en noviembre de 1976, donde cayeron el hijo, la nuera y la nieta de Chicha Mariani. En una misma línea histórica, también asociada al mismo grado de violencia.
“Todo lo que relato del secuestro de Mónica es porque yo estaba ahí”, dice Alejandra. “Siempre digo lo mismo porque es difícil que pueda cambiarlo: es tal cual como me lo acuerdo todavía.”
Como una guerra
“Para diciembre (del ‘76), todos los días escuchábamos de compañeros de Bahía Blanca que habían caído, que faltaban, que los habían agarrado. Pese a mi edad, yo estaba muy metida en el medio: sabía quiénes venían y el último mes, lo recuerdo muy caótico, de cortarse los contactos; que dijeran ‘cayó fulano’, que no encuentran a aquel. Veía a mi vieja llorar por compañeros entrañables. Incluso creo recordar que nos traían hasta para comer porque ¿dónde iba a conseguir trabajo mi viejo? Ese último tiempo en la casa no había grandes movimientos, todo estaba muy poco operativo, como una hecatombe, aislados: me acuerdo que era algo así como estar sentados esperando que ellos vinieran.”
El 3 de diciembre a la hora de la siesta hacía calor. “Yo nunca quería dormir la siesta y me iba a jugar. En casa, mi papá seguro que estaba durmiendo y yo estaba con una amiga, sentada en la vereda de tierra de la casa de enfrente. De golpe, pero muy de golpe, tipo película, escucho que empiezan a gritar: ¡efectivos, efectivos! Y ruidos, helicóptero, y nos gritan: ‘¡métanse adentro!’. Y veo a la madre de mi vecina que nos agarra del brazo y nos mete adentro.”
“No sé si en ese momento, pero mi mamá dice: ‘¡No tiren! ¡No tiren que hay chicos!’ Yo sé que mi mamá grita, que no tiren, que hay chicos, no sé si fue ahí o después. Y después, veo que dan una orden y salen mis hermanos. Mónica con Juan Manuel de la mano, y llevan en brazos al bebé de la pareja que vivía con nosotros, que en ese momento no estaba. Salen los tres de la casa. A Mónica le sacan a los dos chicos y a ella la secuestran. Mi papá y mi mamá quedan adentro. Cierran todo y ahí comienza la balacera impresionante”.
Sólo años después supo que todo duró una media hora, porque en ese momento le pareció algo eterno, eso que vuelve a decir que era impresionante o que parecía una guerra.
“Cuando termina todo, salgo a la vereda, veo el despliegue de camiones, que sacaban cosas de adentro de mi casa, subían cosas envueltas con unas cobijas. Y yo distingo las cobijas que eran de mi casa y más tarde hago la relación: esos podían ser los cuerpos de mis padres”.
–¿Te acercaste?
–Imposible –dice–. Ellos a mí no me habían registrado. Después, los vecinos nos dejan a Juan y a mí en una casa de la esquina. Creo que a los vecinos no les debía gustar nada la idea, me miraban con una cara de lástima tremenda, pero temblaban y tenían un miedo bárbaro. Al bebé lo viene a buscar de repente el abuelo, que era un comisario. No bien paró el tiroteo, salgo de la casa de mi amiga, veo el auto y veo que le dan el bebé a su abuelo y se lo lleva.
A la noche, ese mismo viernes, golpearon la puerta de la casa en la que estaban. Eran del Ejército. “Yo escuchaba que la mujer les decía: ‘Uy’, y miraba a Juan y decía que era muy chiquito. Y en una de esas la escucho preguntar bien fuerte: ‘¿Y la hermanita, señor?’ ‘Quédese tranquila –le dijo el hombre–: la hermanita está bien, la llevamos para interrogar’. Yo paré la oreja y todavía escucho esa frase que tengo grabada”.
El sábado mandaron a una supuesta asistente social. Les dijo a los vecinos que quería hablar a solas con Alejandra. Salieron al patio, puso dos sillas y comenzó un interrogatorio. Alejandra está convencida de que esa mujer la miró con cara de odio.
“Como mi familia estaba perseguida, yo decía que me llamaba de otra manera, que éramos de Olavarría y eran mentiras en la mente de una niña de diez años que no podía captar que seguramente, en ese momento –dice–, pobrecita mi hermana ya habría dicho quiénes éramos y de dónde veníamos, creo que por eso esa mujer me miraba así, porque debía saberlo.”
Antes de irse, la mujer le dijo que se quedaran tranquilos porque el lunes iban a ir a buscarlos para llevarlos con su madre. A Alejandra, que ya había entendido que esas cosas envueltas en frazadas que sacaron de su casa podían ser los cuerpos de sus padres, aquello le hizo “ruido”. No le creyó.
En carro de basura
Ni ella ni su hermano podían salir de la casa. Los vecinos habían recibido una orden del Ejército. Pero ese sábado, poco después, apareció uno de los heladeros del barrio en el alambrado. Era un muchacho de 18 o 19 años, compañero de sus padres y Alejandra no sabía si de verdad era heladero o andaba disfrazado.
“Me acuerdo que esa tarde él se acercó y me preguntó si había vigilancia en la casa. Le dije que no y le dije que el lunes nos iban a venir a buscar. Así que el domingo a la noche volvió con dos muchachos”, cuenta. “Golpearon la puerta, dijeron que eran del Ejército y ¡pobrecitos los vecinos que se pegaron un susto tremendo! Yo los reconocí, así que me levanté al toque, me ayudaron a vestirme y nos fuimos camuflados en un carro de basura. Fuimos a parar a una villa, me acuerdo que cruzamos el arroyo Los Gatos. Y ahí estuve no sé si días o uno o dos meses, sólo sé que los compañeros me trataron maravillosamente.”
Alejandra no sabe aún cuál es la villa, ni volvió, tampoco volvió al antiguo barrio. “Todavía no son cosas fáciles de hacer. El bombardeo dejó la casa con el ladrillo a la vista, sin una gota de revoque, le volaron el frente directamente.”
Después de esos días o meses, ella y su hermano se fueron a la casa de unos tíos a Ezeiza y luego a Bahía Blanca, con su abuela, que siempre creyó que Mónica seguía con vida. Primero esperaban que cumpliera 18 años, convencidos de que podía estar en un instituto de menores, y entonces quedaría en libertad. Después esperaron el comienzo de la democracia. Cuando no llegó, siguieron esperando.
“Mi abuela se murió esperando, estaba segura de que un día iban a tocar el timbre de casa y me decía: ‘Vas a ver que van a venir los tres’. Es muy común en las abuelas esto de la negación, que no pueden creer que estén muertos y es parte de la perversidad de no tener los cuerpos: ellas no lo podían digerir así nomás.”
Se cree que a Mónica se la llevaron como una especie de trofeo, después de haber estallado la casa. Se sabe que pasó por los centros clandestinos de detención de Arana y la Comisaría V. Los sobrevivientes contaron que tuvo un episodio de apendicitis y que cuando las detenidas llamaron a un médico la atendió un peluquero. Cuando Alejandra terminó su declaración, una sobreviviente se acercó a ella para darle el nombre del peluquero, le dijo además que aún está vivo y sigue en libertad.
Del centro clandestino se supone que a Mónica se la llevaron el 23 de enero de 1977, porque fueron a la celda y le dijeron: “Agarrá las cosas que te vas a ver a tu abuela”. El Equipo Argentino de Antropología Forense identificó sus restos en 2009. “Quiero destacar que el cuerpo está fusilado”, dijo Alejandra. “Los huesitos están quebrados, cuando el EAAF me lo dio, nosotros pedimos verlo: estaba entero, no faltaba nada, pero me llamó la atención que tenía los dos brazos y las costillas como encimados. Me dijeron que fueron aparentemente disparos a corta distancia: una ráfaga de disparos a muy corta distancia. Entonces entendí que después de ese relato de que se iba, a la piba parecen fusilarla, entonces ya está, me dije cuando lo supe, el círculo cierra, no tenés mucho más.”
En cambio, los padres, Rubén y Catalina, siguen desaparecidos. Juan tiene tres hijos. Alejandra, una hija y milita en HIJOS de Bahía Blanca. El heladero, al final era heladero de profesión, y le decían el “El Colo”: Alejandra se lo encontró por primera vez el lunes pasado, después del juicio. El le contó que aquel día del ataque a la casa, a la hora de la siesta, iba a llevar a Mónica a vender helados. Que Mónica dijo que sí, pero no fue porque tenía la bicicleta pinchada. En la puerta de la sala también escuchó a alguien que se le presentó y le dijo: “Yo soy aquel bebé”: el niño que su hermana Mónica sacó en brazos de la casa. Y conoció, aunque lo había visto a los diez años, a otro de los compañeros de sus padres que la rescató de aquella casa. Había también otro compañero, pero está desaparecido.
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