Decía aquí la semana pasada que estos países de América Latina, tradicionalmente serviles ante los Estados Unidos, están empezando a protestar contra la imposición de su política prohibicionista relativa a las drogas, que los corrompe, los destruye y financia todas sus violencias internas. Durante 40 años los sucesivos gobernantes de estos países no se quejaron. Sus países y sus pueblos pagaban las consecuencias, por ello, los gobernantes gozaban del respaldo norteamericano para conservar el poder. En armas, o en ayuda económica, o al menos en el importante aspecto de no promover derrocamientos, golpes o accidentes de avión. Solo en tiempos recientes algunos presidentes ya en retiro -Gaviria, de Colombia; Cardoso, de Brasil; Zedillo, de México- se atrevieron a poner tímidamente en cuestión la sensatez de una política antidrogas que multiplica el número de consumidores y fortalece a los traficantes: una política evidentemente contraproducente. Ni siquiera el venezolano Hugo Chávez, tan crítico del Imperio, había osado decirlo. Pues aunque hace ya varios años expulsó de Venezuela a la DEA, acusándola -posiblemente con razón- de ser una organización narcotraficante, nunca ha propuesto una política distinta de la prohibicionista. Y solo ahora, y curiosamente por iniciativa del presidente del país más arrodillado ante los Estados Unidos, es decir, el de Colombia, gobernantes en ejercicio plantean de frente la necesidad de cambiar de política.

Tras la iniciativa de Juan Manuel Santos, que soltó como al desgaire en una entrevista con la prensa inglesa, otros presidentes se atrevieron a seguir su ejemplo -el de Guatemala, el de Honduras-. Y ahora quieren llevar la discusión a la Cumbre de las Américas que debe celebrarse en Cartagena el mes que viene. Las ovejas del rebaño latinoamericano se atreven por fin a levantarles la voz a sus pastores del norte. Guardadas proporciones, no se veía nada así desde la ya remota revolución cubana.

En el primer momento los pastores respondieron con desdén. Un funcionario de cuarta categoría, subsecretario asistente de información del Departamento de Estado, manifestó que su gobierno no pensaba cambiar nunca su política de prohibición. Pero luego intervino el vicepresidente Joe Biden, quien en visita central a América Central aceptó que «comprende la frustración en la región por las dimensiones que el problema de las drogas ha tomado». Pocos días después la mismísima secretaria de Estado, Hillary Clinton, anunció que en la Cumbre de Cartagena «respondería a las inquietudes» de sus aliados. Y uno de sus subordinados, coordinador del Departamento de Estado para esa reunión, dejó escapar algo inaudito: que aunque su gobierno se opone a la despenalización, no se opone a que otros la hagan. En dos palabras: que no habrá represalias.

El problema, sin embargo, sigue estando en los Estados Unidos. Es su ingente mercado de consumidores, y no el pequeño -aunque ya preocupante- micromercado de los países productores o de tránsito, el que mantiene el inmenso negocio y alimenta a sus mafias. Y es muy poco probable que, aunque haya aceptado hablar del tema, el gobierno de Obama vaya a anunciar un cambio de política en un año electoral como es este. De modo que la iniciativa debe seguir viniendo de los gobernantes latinoamericanos, quienes deben exigir en Cartagena las explicaciones prometidas por Clinton. Explicaciones. Y no solo, como en estos 40 años, plata de bolsillo.

Fuente: http://www.semana.com/opinion/rebelion-granja-ii/174307-3.aspx