Golpearon la puerta con violencia. Nadie respondió. Dentro de la casa, los Merzifounian sabían que su inevitable destino los acechaba, pero ninguno quería verle la cara. Era una tarde de abril de 1915, en Kayseri, en el centro de Turquía, cuando cuatro hombres armados ingresaron en la sala y los obligaron a empacar sus pertenencias para marcharse de la ciudad.
Ese mismo mes, el 24 de abril de 1915, el gobierno de los Jóvenes Turcos había decidido oficializar lo que ya se venía haciendo sin declaraciones: limpiar de armenios el territorio turco. Una decisión política implementada con tal brutalidad que las masacres, las deportaciones forzadas y las marchas de familias enteras por el desierto en condiciones extremas dejaron un saldo de un millón y medio de muertos, en lo que se conoce como el primer holocausto del siglo XX.
Los Merzifounian, comerciantes armenios, ya habían sentido el azote de esa tragedia colectiva: unos meses antes, se habían llevado a todos los hombres adultos de la familia a hacer trabajo esclavo para el gobierno de los Jóvenes Turcos. Nunca más volverían a verlos. Entre ellos, se encontraba el padre de Guiragós Merzifounian.
Por eso, seguramente, aquella tarde de abril de 1915, frente al pelotón que los apuntaba, el niño de tan sólo cinco años miró a los hombres armados y se aferró a su abuela pensando que era el final. No podía imaginar entonces que llegaría a cumplir 102 años en un lugar del que aún nunca había oído hablar, la Argentina. Y que él sería uno de los pocos sobrevivientes del genocidio de su pueblo que aún pueden contar lo ocurrido.
Se lo ve ansioso, con ganas de narrar su historia, tanto que empieza a hablar sin mediar ninguna pregunta. Cada recuerdo lo exalta y relata los hechos con tantos detalles que pareciera que todo hubiera ocurrido ayer. Se acomoda en el sillón del living de su casa en Villa Urquiza, rodeado de fotos de su familia, mientras su esposa, Meliné, de 89 años, también de familia armenia, le trae café y le pide que no se exalte demasiado.
Otra familia, en otra casa, hace tantísimos años, también intentó cuidarlo. Sus tías y abuelos juntaron todo lo que pudieron y lo colocaron sobre los caballos, para emprender el exilio forzado, una de esas marchas extenuantes por el desierto que fueron trampa mortal para miles de hombres, mujeres y niños. «Pusimos las frazadas dentro de las alfombras e hicimos cuatro paquetes y los cargamos sobre los animales. Yo iba en un bolsón sobre el caballo porque no podía caminar tanto», recuerda.
Durante horas, nadie les decía adónde los llevaban, hasta que cerca de la medianoche, les ordenaron que se detuvieran. Estaban en medio del desierto, extenuados, hambrientos y con frío. Les dijeron que esperaran allí. Pero no volvieron más. Cuando se dio cuenta de la trampa, desesperada, la abuela decidió salir en busca de ayuda. «¿Hay algún humano para ayudarnos?», preguntó la abuela, ya exhausta, tras una hora de caminata. «De la oscuridad profunda, surgieron cinco armenios», dice Guiragós en Villa Urquiza, pero el desierto de pronto parece estar tan cerca otra vez que los ojos se le llenan de lágrimas, como le pasa todavía cada vez que recuerda los peores momentos. Los hombres que respondieron al llamado eran armenios obligados a trabajar como esclavos en la construcción de las nuevas vías del ferrocarril hacia Alepo, Siria. Bajo su protección pasaron la noche, pero sus vidas aún estaban en peligro ya que sus recientes protectores no podían resguardarlos por mucho tiempo. «Si nos agarran, nos ahorcan a todos -dijeron-. Los ponemos en el tren, cruzan la frontera y se salvan, porque allí no hay turcos.»
Pero tras el viaje en tren, ya en Siria, se dieron cuenta de que también allí se encontraban en peligro. Los rumores de nuevos asesinatos de armenios eran cada vez más fuertes. La misma población, la gente en las calles, era hostil. Y ellos entendieron que ningún escondite sería suficiente. Debían irse de Siria, pero hasta encontrar la salida, tendrían que pasar desapercibidos.
El sufrimiento, mientras tanto, terminó por socavar las fuerzas de la familia. Primero falleció la madre , que tenía veinticuatro años, luego dos de sus tías y, finalmente, su abuelo. Del grupo original, sólo quedaban su abuela, una tía, Guiragós y uno de sus primos.
Para entonces, ya con siete años, Guiragós debió salir a colaborar con su familia en medio de los bombardeos de la Primera Guerra Mundial. De los vagones quemados en una estación de tren bombardeada por los ingleses, él y su primo sacaban las cerraduras y bisagras que después se las arreglaban para vender en los almacenes por centavos. Todavía recuerda ese aroma tan especial, el de la comida que la abuela preparaba cada vez que le llevaban las monedas.
Una vez más se emociona, hace una pausa. A su alrededor, su mujer, Meliné, con quien se casó en 1942, y sus hijos, Gregorio y Diana, la familia que formó en Argentina y que ayudó a curar tantas de aquellas viejas heridas.
Con el avance de los británicos, los refugiados armenios recuperaron la paz y la esperanza, ya que les prometieron que volverían a sus pueblos en el sur de Turquía y que los ayudarían con alimentos. «Muchos tomaron los trenes con la bandera armenia. Tocaban canciones alegres. Era la fiesta más grande después de la matanza. Yo caminaba con ellos. Llegaron y sacaron a los turcos de las casas. Cilicia estaba libre», evoca.
Merzifounian viajó a Constantinopla junto con su familia, donde permanecieron cuatro años. Allí, vivió en el orfanato de unos compatriotas y pudo comenzar a estudiar. Mientras tanto, su abuela partió en busca de otro de sus hijos que estaba en un pueblo cercano y nunca más volvió a verla.
La persecucción, otra vez
En medio de tanto sufrimiento, jamás imaginó que presenciaría uno de los hechos más felices de su vida: la independencia de Armenia, el 28 de mayo de 1918. «¡Qué alegría! Hubo una gran fiesta y tocaban música. Los armenios nos reunimos en la plaza grande», recuerda, aunque sabe hoy lo que en aquel momento ignoraba: que el regocijo duraría poco ya que, en 1922, las tropas turcas ingresaron en Constantinopla (actual Estambul) al mando de Mustafá Kemal Atatürk y comenzó una nueva persecución, igualmente salvaje. Para el niño Guiragós no quedaron dudas: también prendieron fuego su orfanato.
Logró escapar con su primo y juntos llegaron a la isla de Corfú, en Grecia, donde aprendió el oficio que lo acompañaría por el resto de sus días: fabricante de calzados. Y fue allí también en donde la suerte -si puede llamársela así- empezó a estar de su lado. Pocos meses después de llegar a Grecia, un familiar que había huido a Francia logró encontrarlos y les escribió para que volvieran a estar juntos. En Francia entonces, y otra vez en familia, pudo rehacer su vida, trabajó en una estación de tren y en una zapatería, y ya tenía dieciocho años cuando lo sorprendió la carta de otro primo que vivía en la Argentina y le prometía enviarle el pasaje.
Desembarcó en Buenos Aires el 8 de julio de 1928 y, como no había nadie esperándolo en el puerto, se subió a un mateo que lo llevó hasta la casa de su primo, en Floresta, y se sentó a esperarlo. «El primer día me convidó vino y pan dulce y al día siguiente, el 9 de julio, nos fuimos juntos al desfile militar», dice con una sonrisa.
Fue en Buenos Aires donde Guiragós se convirtió en Guillermo, como lo conoce la mayoría de los clientes de la zapatería que aún atiende su hijo en Villa Urquiza.
Meliné, Gregorio y Diana siguen atentos el relato que han escuchado ya tantas veces. Se acercan. Controlan que no se exalte. Le traen café y galletas para que haga una pausa, algo imposible porque no hay nada que logre detenerlo, especialmente cuando habla de Atatürk. Como si estuviera viéndolo en persona, eleva la voz, se mueve verdaderamente inquieto. Lo mismo le pasa cuando menciona el frustrado viaje del presidente turco Recep Tayyip Erdogan a Buenos Aires en 2010, o cuando se mencionó la posibilidad de que le hicieran un monumento al líder turco en Recoleta. «Era lo peor que podían haber hecho», afirma. El año pasado, el fallo del juez Norberto Oyarbide que acusó al Estado turco por el genocidio armenio, fue celebrado con ruidosa alegría en su hogar.
Merzifounian nunca olvidó sus raíces ni lo que había vivido en su infancia ni el doloroso recuerdo de sus padres y su abuela perdidos en la tragedia. El sentimiento de injusticia que todavía está vivo en su corazón, y que sus hijos y nietos comparten, mantiene viva también la memoria de su pueblo.
Por eso, durante décadas tuvo una cuenta pendiente: viajar a conocer Armenia, algo que recién pudo saldar en 1972. Allí, sintió que había logrado cerrar el círculo de su pasado y conocer el país con el que nunca había dejado de soñar.
«Estaba en la capital, en la puerta de una biblioteca, y un señor me preguntó: ?¿De dónde viene? De la Argentina. ?¿Desde dónde llegó?’ De Francia. ?¿Desde dónde llegó allí?’ De Grecia. ?¿Desde dónde?’ De Constantinopla. ?¿En Constantinopla, a dónde estabas?’ En tal orfanato -concluye–. Me abrazó y nos pusimos a llorar. Era mi compañero de pieza.»
Fuente: http://www.lanacion.com.ar/1466679-guiragos-merzifounian-la-ultima-voz-del-holocausto-armenio