En el barrio de Belgrano casi nadie lo llama por el apellido. Para sus vecinos, al menos los más cercanos a su casa de la calle Vidal al 2300, ese señor flacucho, orejón y de mirada entre ausente y sorprendida, es simplemente Ricardo, «un tipo macanudo, un vecino más», como lo define un comerciante que, según cuenta casi a la defensiva, suele charlar «largo y tendido» con quien es uno de los personajes más emblemáticos de la crónica policial argentina.
Ricardo Barreda charla con todo el mundo menos con los periodistas: a ellos los detesta. «Lo único que quiero es paz -le dice a esta cronista, casi ofendido, casi resignado-. No quiero hablar de nada ni que me rompan más las pelotas».
A casi un año de haber obtenido el beneficio de la libertad condicional por parte de la Sala I de la Cámara de Apelaciones de La Plata, Ricardo Barreda encontró en esa barriada porteña de supermercados chinos y balcones como palomares enrejados su lugar en el mundo. Vive junto a Berta André, alias la Pochi, en un edificio de dos plantas de la calle Vidal al 2333. Cuentan quienes lo conocen que de noche rara vez sale de esos 80 metros cuadrados que comparte con la mujer que conoció en la cárcel hace ya más de diez años. Pero cuentan esos mismos que no hay día en que no salga a caminar por el barrio, de mañana y de tarde. Para hacer las compras o sólo para dar unas vueltas a la manzana. Porque allí, en pleno barrio de Belgrano y sin más nada que hacer de su vida, Ricardo Barreda es una especie de celebridad que a más de uno le despierta una rara y morbosa fascinación.
«Acá tiene muchos amigos -cuenta uno de los propietarios del edificio donde viven Ricardo y Berta-. Parece un tipo tranquilo. Yo trato no tengo, pero hay gente del barrio que viene a visitarlo seguido». A muchos de sus nuevos vecinos poco parece importarles su pasado. Para ellos, Barreda lejos está de ser el hombre que hace veinte años masacró a su esposa (Gladys McDonald), su suegra (Elena Arreche) y sus dos hijas (Cecilia y Adriana) en su casa de la calle 48, aquí en La Plata. A punto de cumplir los 76 años, Barreda es para sus vecinos no sólo un tipo inofensivo y macanudo, como lo define la mayoría, sino también una especie de enigma popular que roba miradas y comentarios cada vez que sale de su casa con la bolsa de hacer los mandados.
«Hay gente que lo quiere mucho -cuenta un policía que custodia la calle Vidal y que suele cruzarlo a diario-. Tiene trato con todo el mundo, la gente lo saluda y le habla con cariño, casi con admiración. A él le encanta salir a caminar, casi siempre solo. Cuando sale con Berta es para ir al Pirovano a chequearse la salud. Todo lo demás lo hace solo».
QUE HACE
Desde que obtuvo la libertad condicional, hace ya un año, muchos se preguntan cómo pasa sus días el múltiple homicida. Se dijo que pensaba escribir un libro. También que tenía ganas de volver a ejercer como odontólogo y hasta que había hecho el curso de director técnico para dirigir alguna vez al club de sus amores: Estudiantes de La Plata. Con todo, lo cierto es que Ricardo Barreda lejos está ocupar sus días en algo concreto.
«No trabaja y vive de lo que gana su pareja -cuenta Eduardo Gutiérrez, su abogado-. Es un hombre muy tranquilo que pasa sus días como un jubilado. Hace poco hicieron con Berta una excursión a Ushuaia. Pero por lo general pasa sus días en el barrio de Belgrano. Ahí está cómodo porque la gente lo trata bien. No es un tipo conflictivo, y eso sus vecinos lo valoran bastante».
La vida de Barreda transcurre en esas pocas cuadras del barrio de Belgrano, entre el supermercado chino que está en la esquina y la farmacia que atiende en la cuadra de enfrente, la misma que quedó registrada cuando se lo vio salir de su casa en febrero del año pasado y quebrar así la prisión domiciliaria que mantenía hasta entonces. Una vez al mes viaja en tren a La Plata para visitar amigos. Y ni siquiera la idea de escribir un libro parece haber prosperado con los nuevos aires de libertad. «Hay algunas propuestas», admite su abogado, aunque agrega: «algunas editoriales se mostraron interesadas en publicar su historia, pero hasta ahora no se llegó a ningún acuerdo».
Lo que dice Gutiérrez lo confirma el propio Barreda cuando se lo consulta sobre el tema, a punto de entrar a su casa. «¿Qué libro? -dice molesto y algo sorprendido-. De eso no hay nada, ningún libro de nada».
Claro que no todos los vecinos observan con ojos benévolos la libertad del cuádruple homicida en las calles de su barrio. Algunos -que piden reservar su identidad- comentan que la presencia de Barreda les genera malestar. «Yo tengo la mala suerte de cada vez que voy al súper me lo encuentro -dice María, una vecina que vive a una cuadra de la casa de Barreda-. Y te juro que me voy porque se me pone la piel de gallina. Tiene una mirada que asusta. Todavía no entiendo cómo hay gente que lo saluda como si fuera un ídolo».
Entre quienes se sienten incómodos por la presencia de Barreda en el barrio -que son los menos, hay que decirlo- se comentan historias de todo tipo: desde que vive con Pochi por pura conveniencia hasta que ella lo tiene en su casa como si fuera un sirviente.
Habladurías. Chismes.
Y hasta se escucha un rumor que ya es una historia célebre y comentada por varios en esa barriada de capital federal. «A la vuelta de la casa de Pochi -cuenta María-, en Blanco Encalada entre Moldes y Vidal, vivía una señora mayor que estaba muy enferma. Yo la conocía del barrio de toda la vida. La señora vivía sola y un día apareció una enfermera paraguaya para cuidarla. Pero fue para peor: se oían gritos y la anciana le dijo a más de un vecino que esa mujer se quería quedar con su departamento. Eran tantos los gritos que una tarde fuimos un grupo de vecinos a hablar con la enfermera para ver qué era lo que estaba pasando. Fue en agosto del año pasado. Y la sorpresa fue terrible: del departamento de la anciana salió Ricardo Barreda. Le preguntamos qué hacía pero no nos dijo nada. Se fue, sin decir una palabra. Al poco tiempo la anciana murió, y cuando le preguntamos a la enfermera qué hacía Barreda en esa casa, ella nos dijo que era su amigo, que la visitaba simplemente para hacerle compañía y que Barreda era una gran persona a la que nosotros no entendíamos. Creo que Pochi nunca se enteró de esa extraña amistad con la enfermera, pero en el barrio la historia ya es famosa».
ELLA Y EL
En el barrio la conocen como «la Pochi» pero él la llama cariñosamente «la Gorda». A sus 75 años, Berta André es la mujer que decidió no sólo abrirle a Barreda las puertas de su casa, sino también mantenerlo con su propia plata. No es mucho pero les alcanza: una jubilación de unos 2500 pesos y un dinero que ella obtuvo de la venta de una casona que era de sus padres. Jubilada como maestra y portadora de un carácter rústico y algo campechano, Pochi conoció a Barreda hace unos catorce años en los sombríos pasillos de la Unidad 9 de La Plata, donde él estuvo hasta 2005. Ella había ido para acompañar a una amiga que tenía a su hijo encerrado. Fue ese mismo sujeto quien los presentó. Al principio hubo cartas, alguna que otra visita en la que Pochi llevaba tortas cocinadas con sus propias manos y, tras un intercambio epistolar que aún hoy ambos guardan como una prueba irrefutable de su amor, la relación se afianzó hasta terminar en constantes visitas íntimas -o «higiénicas», como se les dice en el Servicio Penitenciario- que quedaron asentadas en los registros del penal.
Según cuentan quienes la conocen de años, Pochi nunca vio en Barreda a uno de los criminales más famosos de la crónica roja argentina, sino más bien a un tipo indefenso que lo único que necesitaba era un poco de amor. «Cuando se lo trajo para su casa -relata una vecina que suele compartir rondas de mate con Berta-, ella dijo que Barreda era el hombre más importante que había conocido en su vida. Siempre fue una vecina muy querida, por eso todo el mundo respetó su decisión. Y juntos se los ve bien, son una pareja muy feliz».
Hay quienes hablan de amor. Y hay también quienes hablan de una simple atracción patológica. Lo que sea, está claro que todo cuanto rodea a Barreda divide aguas y enfrenta ideas, opiniones y miradas morales. Los comentarios de sus nuevos vecinos son un ejemplo. Incluso el frente de su casa actual es una prueba tangible de ese cruce de criterios: allí, los graffitis que aluden a la presencia del cuádruple homicida en el barrio se chocan unos con otros y parecen luchar por su lugar en la pared. Casi todos ya fueron tapados con pintura negra. Sólo uno, resumido en una palabra, queda intacto y a la vista de todos como síntesis del sentir minoritario de los vecinos de Belgrano: «Cobarde».