La masacre de Hudson, entre otros factores, fue fruto de una doble traición. En otros tiempos, los diarios le habrían sacado jugo a esa línea de relato: un convicto prófugo que le sopla la mujer a otro preso y, luego, la mata –junto al padre, un hermanastro y su hija– sin más motivo que el de usurpar su hogar para mudarse con otra novia, una chica embarazada. Sin embargo, los diarios eligieron un camino diferente, uno más obvio aunque no menos punzante.
Es que el principal sospechoso, Diego Arballo Peroti, habría despanzurrado a sus víctimas en infracción: hacía 22 días que se lo esperaba en la Unidad 9, de La Plata, de donde se ausentó por una salida transitoria. Ya había incumplido otra en septiembre; aún así, el juez platense José Villafañe insistió en otorgarle nuevamente tal beneficio. El magistrado ahora está en el ojo de la tormenta. Su pecado: no haber tenido el don de advertir en él, un ladrón de poca monta condenado por una sumatoria de robos menores, los latidos de una matanza. Otros actores del Estado tampoco supieron interpretar a tiempo los signos anticipatorios del destino.
Al respecto, es posible que, en la tarde del 30 de abril –cinco días después del cuádruple asesinato–, los policías del patrullero que acudió por una “averiguación de paradero” a la casa de chapa situada en la calle 59 del barrio Kennedy Sur, ni siquiera recordaran a ese individuo menudo como un niño, cuyo único ojo –el otro lo perdió de un puntazo en la cárcel– irradiaba un brillo sobrecogedor. Lo cierto es que, a sólo horas de matar, Peroti había estado detenido en la comisaría local por el asalto a un remisero; fue liberado al identificarse con el DNI de un amigo sin antecedentes.
Ahora los vecinos pedían su cabeza. Y los del patrullero esperaban a la Policía Científica para remover el terreno. Ya al filo de la noche, delegaron en las fuerzas vivas del barrio el inicio de las excavaciones. Fue entonces cuando, bajo un contrapiso, emergió el pie desnudo de Pablo Sosa, de 65 años. Luego fue exhumada Lorena Sosa, de 21, la niña Jazmín, de 3, y Javier Lucce, de 22.
Los policías no salían de su asombro.
Ahora sí se acordaban de Peroti, quien ya había puesto los pies en polvorosa. Su irregular condición penal desvelaba a la opinión pública. El diario Clarín resumiría tal estado de indignación –en su portada del 2 de mayo– con el siguiente título: “El principal acusado tendría que haber estado preso”.
En ese mismo instante, cuando aquellos cuatro cuerpos destrozados aún aguardaban a la Policía Científica, a menos de diez kilómetros de allí, en un apacible barrio de Bernal, tenía lugar otro crimen múltiple: el del prestamista Guillermo Mouzo y dos amigos suyos –Sergio Farinola y Gabriel Villar–, en manos de un deudor ofuscado. Éste fue capturado tras una trepidante persecución que se extendió hasta hasta el barrio porteño de Barracas. Se trataba de Juan Guillermo Moreno, un ex sargento de la Policía Federal. Debido al receso mediático por el Día del Trabajador, el hecho recién tomó estado público el 2 de mayo. Su difusión se vio opacada por otro asesinato múltiple, pero de vieja data.
Ese mismo miércoles, en un arrabal de La Plata fue detenido un tal Javier Edgardo Quiroga: es que su ADN coincidía con los rastros genéticos hallados en el PH donde el 27 de noviembre fueron asesinadas Bárbara Santos, su madre, Susana de Bárttole; su hija, Micaela, y su amiga, Marisol Pereyra. En medio de la madrugada –y contrariando el consejo de su abogado–, el tipo exigió declarar; sus dichos –ya se sabe– propiciaron el arresto de Osvaldo KaratecaMartínez, el sospechoso fetiche del fiscal Álvaro Garganta y del juez de garantías Guillermo Atencio. Todo muy extraño.
Pero, en resumidas cuentas, las masacres dométicas son el tematop de esta temporada.
El trébol de la mala suerte. Los asesinatos múltiples atravesaron la historia policial argentina con una discreta persistencia. Sin duda, este género está irremediablemente asociado a la figura de su precursor nacional, el estanciero Mateo Banks. Éste, el 22 de abril de 1922, mató en la estancia El Trebol a ocho integrantes de su familia, con la intención de heredar rápidamente ese campo. Dos años después fue condenado a perpetua y se lo envió a la lúgubre cárcel de Ushuaia. Saldría en 1941. Durante la noche de su regreso a Buenos Aires,Mateocho –así le decían los otros presos– murió en el baño de una pensión al resbalar con el jabón en la bañera.
Su festín sangriento, lejos de ser producto de un súbito acceso de ira, fue meticulosamente planificado, pero una suma de leves desajustes le derribaron la coartada. Aun así, su personalidad encajaba con la del homicida organizado, proclive a matar con prelijidad y método por algún encono o interés familiar.
Tal vez, más allá de casos muy puntuales –como el del odontólogo Ricardo Barreda–, un referente cabal de esta tendencia sea Luis Alberto Iribarren, más conocido por un simpático mote: El Chacal de San Andrés de Giles. El tipo tuvo su primer contratiempo con la policía en agosto de 1995, cuando fue desenterrado en el jardín de su casa el cadáver de su tía. En su descargo, este muchacho introvertido y apocado adujo haber cometido ese crimen “por piedad”, ya que la señora sufría un cáncer terminal. Con ese fin, Luis Fernando le prodigó un hachazo en la cabeza. Lo cierto es que esta desgracia lo llevó a otra. Los hombres de Homicidios, al profundizar la pesquisa, cayeron en la cuenta de que, nueve años antes, exactamente durante el invierno de 1986, el mismo Irribaren había despenado en un campo de Tyutí a otras cuatro: sus padres y dos hermanos menores. Actualmente cumple una condena a perpetuidad en el penal de Campana.
No todos los crímenes simultáneos de tres o más personas encajan con el modelo de la planificación. Al respecto, un caso testigo. El 7 de marzo de 1998, el taxista Luis Acevedo, al que sus vecinos tenían por un tipo difícil, amaneció en su casa del barrio Pepsi con un talante peor que el habitual. Y obró en consecuencia. Después del desayuno ahorcó a su pareja sobre la cama matrimonial. Luego partió con premura hacia Quilmes para finiquitar otros enconos. Allí mató de seis disparos al actual marido de su primera mujer. Poco después, su ex cónyuge lo vio llegar a su pequeño negocio sin suponer que otros seis disparos la convertirían en la siguiente víctima. Finalmente, Acevedo enfiló en dirección al monoblock donde vivía su madre; ella pidió que no haga ruido para no despertar al padrastro. Al rato, del anciano sólo quedó un cadáver atravesado por 12 proyectiles. Luego de estar prófugo durante casi dos meses, el taxista fue detenido por efectivos de la Bonaerense, al mando del comisario Claudio Smith. Horas más tarde, el taxista apareció suicidado en su celda.
Los crímenes múltiples que en estos días monopolizan la atención de los medios son, más bien, de factura espontánea. Tanto Peroti como el sargento Moreno, habrían actuado con la improvisación propia del impulso. Y sin intención alguna de maquillar el escenario del crimen ni de urdir una coartada que los exculpe. Pero obraron sin llegar a la emoción violenta. El cuádruple crimen de La Plata a su vez tampoco exhibe una sofisticación destacable, más allá de la caprichosa impericia de los investigadores.
En los dos primeros casos, poco influye la condición profesional de sus hacedores. No importa que Peroti sea un sujeto de avería ni que Moreno haya sido policía. Es que los hampones no suelen matar familias enteras.Los agentes del orden, tampoco. En realidad, ambos dieron ese paso extremo no por razones propias de su actividad, sino por motivos privados. Privados e inexplicables: apropiarse de una choza, en el caso de Peroti. Y manifestar su disgusto por una deuda, en el caso de Moreno. Ambos actuaron como ciudadanos comunes, pero impulsivos.
A su vez, el sorprendente giro que tomó la pesquisa por los crímenes de La Plata hace suponer que aún no está dicha la última palabra del caso. Algo, por cierto, muy usual en los escarpados feudos de la Bonaerense.
Fuente: http://sur.infonews.com/notas/hacia-una-teoria-general-del-homicidio-multiple