Aquí, en tanto, la policía mató a un joven en una situación tan dramática, insostenible como ridícula: los pibes se convocan a bailar mediante el uso de las redes sociales, se reúnen y bailan, causan ruidos molestos y los vecinos, entonces, llaman a la policía. La policía lejos de derivar la llamada a un inspector municipal, al área de Juventud, a la Dinaf o a cualquier dependencia a la que realmente le correspondía actuar, avanza como si se tratase de una guerra de justos contra insolentes, llevando lo que era una molestia vecinal a un homicidio en manos del Estado.
En ambos casos la policía actuó como “ejército” catalizador de los prejuicios sociales. En el caso sanjuanino, además, bajo el apoyo cómplice de los funcionarios civiles que no controlan a la Policía, un cuerpo que jamás fue reformado y que se autogobierna. Allá sostienen esa vieja teoría de que “ellos son los que saben” y podría decirse algo que el ministro mendocino también sostiene: “Somos pro policías”.
Aquí se actuó ex post: con el pibe muerto se reclamó “toda la fuerza de la ley” para aclararlo. Hasta hoy, esa “fuerza” no resucita, sino que, con suerte, sanciona.
Hay diferencias entre la Mendoza de múltiples voces y críticas con la San Juan en donde la institucionalidad política no acredita a simple vista voces disonantes, transformándose en un reino del “aquí no ha pasado nada”. Pero lo cierto es que llamarse “pro policía” desde el gobierno civil de la seguridad tiene una serie de implicancia paradojales:
– Al delegar la toma de decisiones en torno a cómo actuar en el mando policial, también les están tirando encima la responsabilidad por esos hechos;
– Entonces, no se previene ni se programa el “actuar como corresponde”, sino que se sanciona luego de que actuaron mal y, ¿a qué no saben qué cabeza cae en estos casos? Siempre, como funcionó durante los 100 años anteriores a la reforma policial de 1998, es la cabeza de policías y nunca de los responsables civiles que miran para otro lado, como expectadores.
En la sociedad laten miles de prejuicios que no llegan a transformarse en conflicto gracias a pequeños éxitos del Estado, cuando asume su verdadero rol e interviene socialmente. Pero cuando el Estado se corre y sus funcionarios hacen lo propio, cual toreros de la realidad, lo que queda es, finalmente, es la llegada de ambulancias… y morgueras.
Pasó con lo de San Juan: los mendocinos fueron corridos a piedrazos, balazos y gases lacrimógenos hasta la frontera en donde los esperaban, como en una película de la Guerra Fría, una decena de ambulancias y muchos móviles policiales al rescate.
Pasó en Mendoza: no tener en claro qué debe hacerse ante determinados casos, sólo respondiendo a la inquietud del vecindario reactivamente, provoca una tragedia de una dimensión frustrante: es el Estado el que genera la inseguridad, en estos casos.
Cuando los vecinos ven a chicos drogándose, no saben que deben llamar a un médico, a un servicio de Desarrollo Social y llaman a la Policía. Pero es la Policía la que debiera saber que es un caso no para dar palos y encarcelar, sino para atender, curar, asistir y seguir con los padres.
Las lecciones están para ser aprendidas. Si no, estaremos condenados, estos pueblos arrinconados al oeste del país, a vivir como una tragedia diaria nuestros propios y absurdos prejuicios históricos.