Claudia Cesaroni (APE)
La película “Elefante blanco”, de Pablo Trapero, traduce en imágenes aquello que ocasionalmente leemos: qué pasa y cómo se vive en las villas de la Capital Federal, o de algún municipio del conurbano bonaerense.
Podrían hacerse algunos señalamientos críticos, claro, pero las historias son reflejo de la realidad: pibes arruinados por el paco; grupos armados al servicio de negocios ilegales florecientes; brutalidad policial; lluvias que transforman todo en un lodazal inmundo; construcciones endebles y feas; niños y niñas que circulan descalzos entre la basura; gente que intenta vivir, trabajar, ir a la iglesia, organizar una fiesta, construir una vivienda digna, en medio de una violencia cotidiana, subyacente o desatada. Y, cada tanto, un muerto, un caído por las peleas entre bandas, o por las balas policiales, circula cadáver en una carretilla o aparece en medio de un pasillo o un edificio abandonado. Por momentos, el director parece exagerar. Pero basta leer la nota publicada en el sitio “Cosecha roja”: “Villa 31: entre el narcotráfico y la política” (http://cosecharoja.fnpi.org/villa-31-entre-el-narcotrafico-y-la-politica/), para dejar de asombrase. Los muertos se suceden, sin que repercuta demasiado fuera de la villa.
En una de las escenas más impactantes, en medio de una brutal incursión policial, el cura villero que encarna Ricardo Darín cierra las puertas de su casa, a la que ingresa con varios pibes perseguidos. El oficial a cargo del operativo le exige que lo deje entrar. El cura se niega: “venga con orden de allanamiento”. El otro, furioso, le advierte: “ya nos vamos a ver, padre”. Más tarde se ven, pero ésa es otra escena.
El personal policial que ingresa a una villa lo hace como en su momento lo hicieron los grupos de tareas de la dictadura. Lucen uniformes especiales, que los protegen y ocultan. Irrumpen generalmente a la madrugada, pateando puertas y rompiendo lo que encuentran en su camino. Aterrorizan. En ocasiones, se equivocan de casa o de puerta, y se llevan a la persona equivocada. A veces, incluso, matan, como lo acaba de denunciar la Defensoría del Pueblo de la Ciudad: http://www.defensoria.org.ar/areastematicas/ddhh10.php. Por supuesto, no exhiben orden judicial, ni de allanamiento ni de detención. Muchos jueces toleran y sostienen estas prácticas, librando órdenes de allanamiento “generales”. Los que vivimos en un edificio de departamentos de cualquier barrio de clase media de la Ciudad de Buenos Aires, o de alguna localidad del conurbano, no toleraríamos que a las 5 de la mañana una horda de bestias disfrazados de robocop y con armas largas, entrara a nuestra casa, sin orden judicial, buscando a alguien que no se sabe quién es, destruyendo todo a su paso, golpeando a mansalva, y llevándose objetos de valor. Eso es lo que sucede en un allanamiento en las villas o en los barrios marcados, como el Carlos Gardel de Morón o el Ejército de los Andes de Ciudadela. Los niños del barrio Carlos Gardel se hacen pis encima cuando eso sucede, y así crecen: esperando el próximo allanamiento.
Acaba de inaugurarse la “Policía de prevención barrial”, en la Villa 31. La presentación oficial (http://www.youtube.com/watch?v=wjqhLSyX3B0), alude a una policía entrenada “Especialmente para estos barrios, donde debe haber una fuerte solidaridad entre la policía y los vecinos”. Las imágenes muestran a dos funcionarios caminando junto a un jefe policial por el espacio central de la villa, y de fondo, a la Banda de la Policía Federal, tocando melodías populares.
Los funcionarios hablan de “barrios vulnerables”, de “brindar seguridad en el espacio público, en estos barrios donde el espacio público se utiliza mucho más”. Explican que “se generaron capacidades, en términos de cómo se debe prevenir el delito, cómo conjurarlo”, y al mismo tiempo, “brindar respuesta a los distintos requerimientos que surgen en estos lugares”. Al hablar de esta nueva policìa, se utiliza el término “pacificación”, por la semejanza con las unidades de la policía militar que con ese argumento -pacificarlas, como sea- ocupa territorialmente las favelas de Río de Janeiro.
Por motivos que desconocemos, la Policía de Prevención Barrial depende de la “Subsecretaría de Gestión del Bienestar del Personal de las Fuerzas Policiales y de Seguridad” del Ministerio de Seguridad de la Nación. Entre uno de los logros exhibidos por esta subsecretaría a fines de 2011, se cuenta el “Desarrollo de la doctrina, capacitación y logística para el nuevo Cuerpo Policial de Prevención Barrial de la Policía Federal Argentina, con capacidad de intervenir en las zonas de alta vulnerabilidad socio-económica.” (http://www.minseg.gob.ar/subsecretaria-de-gestión-del-bienestar-del-personal-de-las-fuerzas-policiales-y-de-seguridad)
El problema, una vez más, es el modo en que se piensa que el Estado tiene que actuar en “zonas de alta vulnerabilidad socio-económica”. En primer lugar, no hay “zonas vulnerables”, sino personas y comunidades enteras que tienen sus derechos vulnerados. No es un hecho de la naturaleza, ser “vulnerable”. Es bien concreto: falta de vivienda, falta de escuelas, falta de caminos y de transporte, falta de atención médica, falta de trabajo, falta de actividades culturales, diversión, juegos y vacaciones. Más o menos, lo que todas las personas pretenden tener para sí y para los suyos.
Entonces, cuando se dice que “hay que hacer presente al Estado en…” (barrios vulnerables, favelas, villas, asentamientos: llenése con lo que corresponda), lo que se podría hacer es cumplir con las obligaciones que tiene el Estado, restituyendo derechos vulnerados: Construir casas luminosas y firmes. Hacer plazas arboladas, con juegos para los chicos, como las que hay en otros barrios de la ciudad. Desarmar los negocios ilegales que envenenan a los pibes, con complicidad y control policial, como lo haríamos si funcionaran en nuestra propia cuadra. Limpiar, sacar la basura, hacer que ingresen colectivos, ambulancias, taxis y remises, igual que en las calles del resto de la ciudad. Designar médicos/as, asistentes sociales, psicólogos/as, abogados/as, maestros/as; instalar juzgados, fiscalías y defensorías zonales que resuelvan los miles de problemas que implica la vida en sociedad. La policía no debería ser el mascarón de proa de la presencia del Estado, sino una parte mínima de su accionar. Como insiste en proclamar el gran pedagogo italiano Francesco Tonucci: la ciudad es segura cuando lo es para sus niños y niñas, no cuando se transforma en una fortaleza sitiada.
Y que la música la hagan los músicos -mucho mejor si surgen de maravillosas escuelas de arte del barrio- y que los conflictos vecinales los resuelvan los vecinos. No parece tan difícil. Así funciona -con sus más y sus menos- el Estado en los barrios donde viven los funcionarios y funcionarias que piensan cómo hacer presente al Estado en esos otros lugares que el resto de la sociedad solo mira ocasionalmente.
Claudia Cesaroni es abogada y criminóloga.