El Código Penal vigente, cuya reforma se ha decidido, data de 1921, pero buena parte de los 302 artículos que lo componían en su origen se vieron sometidos a importantes cambios, derogaciones, nuevas modificaciones y múltiples adiciones a lo largo de sus más de noventa años. Quienes se tomaron el trabajo de contarlas sostienen que son aproximadamente novecientas. Esto autorizaría a decir que poco queda de una ley que ha padecido tantos cambios.
Del Libro primero del Código, que contiene las disposiciones generales aplicables a todos los delitos, ha logrado sobrevivir un reducido pero fundamental conjunto de artículos que permitieron mantener la identidad normativa básica de nuestra ley penal, facilitando, a la vez, la importante evolución interpretativa que fue proponiendo la doctrina e incorporando la jurisprudencia. Este puñado de normas debería permanecer como está.
Entre esas normas que no deberían alterarse se encuentra el artículo 34, que legisla sobre causas que excluyen la penalidad y que facilitó la incorporación del modelo conceptual analítico estratificado de delito y su rica evolución. La doctrina que lo sustentó, proveniente de Alemania, es hoy dominante en la comunidad jurídico-científica argentina. Operó de modo que pudo plasmar interpretaciones de los textos legales que consolidaron los postulados liberales de la Ilustración; superar la noche negra del nazismo; incorporar coherentemente situaciones de justicia admitiendo el error de derecho penal, y en los últimos años, intentar conjurar los riesgos que conlleva la disponibilidad tecnológica y de energía al servicio del ser humano, y el incremento de complejidad propio de la vida moderna.
También deben incluirse en ese «núcleo duro» las regulaciones sobre la tentativa y la participación criminal y, ya en otro orden, sobre la aplicación de la ley penal.
A este puñado de normas se podrían agregar con provecho algunas otras que habría que preservar, pues cualquier modificación seguramente producirá una incertidumbre que poco ayudará al mandato constitucional de afianzar nuestra vapuleada Justicia.
Sin embargo, ese conjunto adolece de algunas carencias de regulación que habría que remediar, pues si bien la doctrina y la jurisprudencia han argumentado consistentemente para superarlas, se advierte su falta. Tal el caso del que actúa por otro, pero que no reúne lo que la ley exige para considerarlo autor. O de los resultados lesivos que se producen omitiendo cumplir un deber, categoría que, de regularse, debería serlo para limitar y no para extender el sentido de las prohibiciones. Más dudoso es si la responsabilidad penal de las personas jurídicas debería integrarse al Código o ser objeto de una ley especial.
Las regulaciones vigentes sobre la pena incluyen sus clases, así como las generalidades sobre la aplicación de cada una de ellas: la libertad condicional, la condena condicional y la «probation»; el decomiso y la reparación de perjuicios; la reincidencia, el concurso de delitos y la extinción de la acción y de la pena. Son las normas que más han sufrido el embate del oportunismo y la improvisación. Sin duda, requieren una reforma integral que con criterio realista resuelva en normas razonables los conflictos que la problemática del castigo desencadena en la sociedad de nuestro tiempo.
La búsqueda de un equilibrio ponderado entre los mandatos de seguridad y orden en un marco que preserve los derechos humanos requiere esfuerzos de reflexión y esclarecimiento superlativos que permitan deponer, en el seno de la sociedad, atávicos deseos de venganza, prejuicios sobre el sentido y posibilidades de la pena y falsas antinomias. Se deberá pensar no sólo en la sanción sino en la posibilidad efectiva de hacerla cumplir, evitando trasladar acríticamente instituciones ajenas si no se está en la seguridad de que han de ser útiles y, por sobre todo, eficaces y controlables.
Lo que queda del Libro segundo, destinado a los delitos en particular, es preciso integrarlo con las numerosas leyes complementarias y disposiciones penales específicas que pululan dispersas por todo nuestro ordenamiento jurídico. Desde luego, también, con las normas penales que resultan de convenios internacionales a los que adhirió nuestro país.
Entre las primeras destacamos especialmente el contrabando, ahora alojado en el Código Aduanero y creando dudas con la ley penal tributaria; a las normas sobre los distintos aspectos de protección de la actividad intelectual creativa; a la confusa legislación sobre residuos peligrosos; a la ley penal cambiaria; a la ley penal tributaria, que oscila entre draconianos incrementos de punición y periódicas remisiones de pena, y a las leyes sobre lavado de dinero, que gozaron del privilegio de verse incluidas con título propio en el Código Penal vigente. Pero también a otras más específicas, como la que regula administrativamente la protección y el aprovechamiento de la fauna silvestre.
Obviamente, esa integración no debe hacerse mecánicamente. No se trata de adicionar sino de aclarar, ponderar y dar racionalidad; de tener claro qué se quiere regular, qué se quiere obtener, qué bienes sociales se quieren proteger y qué posibilidades existen de hacer efectiva esa protección, y luego de saber todo eso, trasladarlo a enunciados lo más simples posible, que resulten comprensibles por el ciudadano común.
Lo dicho hasta aquí es una parte importante de la reforma en marcha. Sin embargo, no es todo. Una reforma, sobre todo la de la ley que emplaza a quien la viola en la infamante categoría de delincuente, debe poder sentirse como legítima por quienes deben cumplirla. Esa legitimidad sustancial sólo se logrará con participación y con el debate ciudadano.
Fuente: http://www.lanacion.com.ar/m1/1476517-la-reforma-del-codigo-penal