Cuatro días antes de morir, a Cristian Ibazeta le clavaron 24 cuchillazos. Era testigo clave de una causa contra 27 policías del penal de Neuquén que en el 2004 detuvieron una manifestación de presos con una tortura general que duró tres días.
Cristian solía enojarse cuando los guardias lo maltrataban a él o agredían a sus compañeros. A veces era un plato de comida lo que le tiraban en la cara. A veces era una golpiza privada en las duchas. A veces era que a sus familiares los fastidiaban en la requisa. Él atravesaba las rejas con su voz de protesta y en más de una ocasión llevó los casos a la instancia judicial. Para aplacarlo, lo mandaban varios días al “buzón” -celda de castigo-, donde padecía hambre y frío, pero de nada servía. Nunca se callaba los abusos. El 25 de mayo, falleció en el hospital Castro Rendón a causa de los cortes bien planeados que alguien hizo en sus órganos vitales.
Le faltaba un mes para salir a la libertad. Estaba pagando una condena por robo en propiedad privada y había recorrido las cárceles de Ezeiza, Rawson y Chaco. Lo acompañaba la organización Zainuco, que promueve los derechos humanos en los penales, porque en el 2004 Cristian había participado en una protesta de presos contra los abusos de los guardias de la Unidad de Detención 11 de Neuquén. Él, en particular, había sido el iniciador de la manifestación. El hecho que terminó de hartarlo fue que a su mamá, con esclerosis múltiple, la obligaron a desnudarse en una requisa de domingo.
Entre el 24 y el 27 de abril de ese año, los guardias tomaron la revancha contra los presos y los torturaron día y noche. Los testimonios de lo que ocurrió les hicieron pagar cárcel a seis de los 27 policías involucrados. Los demás fueron llamados a juicio oral pero no fueron condenados. Muchos volvieron a los penales de Neuquén. Carlos Brondo, entonces jefe de seguridad, es hoy el director de servicio penitenciario de esa ciudad. Los guardias Ricardo Luis Zarate y Walter Gustavo Crespo continúan en la U11 como personal de requisas.
Después de las denuncias por lo ocurrido, Cristian temió por su vida. Alguna vez les dijo a quienes lo visitaban que tal vez moriría en su propia celda, en un charco de sangre, como lo había visto tantas veces en sus años de presidio. Pero no era fácil que los de presos de “limpieza” llegaran hasta él. Ibazeta, de 30 años y con un hijo de 12, medía casi dos metros, era corpulento y tenía amigos dispuestos a defenderlo.
El lunes 21 de mayo lo cazaron dormido en la litera. Unas horas antes se había tomado unos mates con Angie Acosta y Gladys Rodríguez, miembros de Zainuco, que fueron a visitarlo. A ellas les había contado, pálido de rabia, que en la requisa de esa mañana un guardia le había destrozado las zapatillas. Era su último reclamo. No alcanzó a llegar a los oídos de la jueza Florencia Martínez, de la Cámara II, como él se los había pedido.
Ibazeta fue hallado malherido en su celda individual. La puerta estaba cerrada. Las autoridades de la U11 dijeron que había sido una pelea de presos. Murió el 25 en la mañana en una cama de hospital.