(APe).- El olor acre emana de los muros. Anchos. Agrietados por raíces y helechos rebeldones. El frío es más frío ahí adentro. Un penetrante hedor cloacal es el hermano ácido de las tardecitas. El eco de las voces y los golpes de puertas retumban hasta enajenar. Es la cloaca del sistema, definió Roberto Cipriano García desde el Comité contra la tortura. La memoria colectiva sondea veloz las hendiduras de los días y conduce cruelmente a aquella semana santa del 96 entre gritos y sangre, entre tortura y perversidad. Alejandro Bordón seguirá respirando ese olor penetrante que le quedó clavado para siempre en los pulmones. Los túneles de su cuerpo quedaron entrampados en la muerte y aún hoy, a pocas horas de regreso a su Monte Chingolo, intenta sacudirse sin victorias esa mochila que Sierra Chica le incrustó en el alma concienzudamente durante 20 meses.
Viajaba largo en aquellos días para llegar hasta su trabajo de limpieza en el Aeroparque. Corrió en esa mañana de octubre de 2010 para trepar de un salto al colectivo. Respiró hondo y gritó cuando David Alberto Quijano, de la DDI de Campana, lo golpeó a culatazos y patadas, le arrancó los dientes, lo dejó desmayado al tiempo que le anunció a los pasajeros del colectivo que era policía y que Bordón había asesinado al colectivero Juan Alberto Núñez de varios balazos.
El grito social de más seguridad, la huelga de la UTA, las pruebas plantadas, la reacción veloz de Casal: vamos a implantar botones antipánico en los colectivos. Muerte. Injusticia. Soledad para Susana Fleitas que por primera vez en 24 años no tenía a su hombre. Que juntó las moneditas en el barrio para llegarse hasta Olavarría a visitarlo. Que sostuvo la mirada de desconfianza. Que escuchó una y mil veces que Alejandro era un asesino. Que sentía que los brazos se bajaban y no debía. “Cuando estuvo en la cárcel de Sierra Chica tuve que salir a juntar moneditas por el barrio para ir a verlo. A veces me daban también algo de arroz, vendí todo lo que pude. Aquí hubo una intencionalidad política y los responsables son la comisaría 6ª, el fiscal del caso y el jefe de la departamental Britos. A partir de ahora, comenzará otro peregrinar, otra lucha, porque no vamos a dejar que esto quede impune”, contó a Página12.
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Cuando llegó a la vida en el barrio La Candela, en los márgenes olavarrienses, Daniel se encontró con un ramillete de hermanos. Deambulaban por el barro de las calles oscuras. Se iban poniendo en pie entre los abandonos y las desidias. A veces Daniel se zarpaba y “hacía bardo” para sobrevivir. Los ojos color miel se le abren enormes en ese rostro aceitunado y empezó a tomarle el gusto a sonreir. Hubo un tiempo en que no podía. Esos 20 meses en el pabellón 4 de Sierra Chica le cortaron su respiración tantas veces. Lo acurrucaron entre miedos propios y dolores antiguos. Ahí, “donde estaba lleno de gente a la que no le importaba nada, que ya estaba más allá de todo, que no tenía problema con matarte o jugarse la vida”, contó. En ese submundo en el que “el más fuerte vive. Y si no peleás te esclavizan, te destruyen”.
A Daniel le habían plantado la ejecución de su amigo Diego. El pibe tenía 14 y era el ahijado de su mamá. Lo encontraron en un zanjón con un tiro en la nuca. Boca abajo. Con el torso desnudo. Con el pelo revuelto. Con el barro que le abrazaba tanta muerte abrupta. Los ocho policías no tardaron. “Vinieron a mi casa, cuatro se quedaron en el comedor y cuatro fueron a la pieza. En un descuido apareció el arma, que por supuesto no estaba en mi casa. Uno de ellos empezó a gritar ‘testigo, testigo’, con el arma como si la hubiera encontrado en un cajón”. A las 7 de la tarde de un 30 de diciembre lo arrojaron a la arena de la crueldad. El sistema sepultó su nombre.
Su mujer llegaba puntualmente cada semana a visitarlo. Ocho kilómetros en bicicleta con la panza que crecía con su niño adentro y Valentina de cinco meses que berreaba y no entendía tanto muro. Tanto frío. No podía comprender que hicieran y deshicieran su pañal mojado para buscar armas ocultas, para rastrear droga que no había.
Un día de veinte meses más tarde llegó la orden para su liberación. “Fue a las cuatro de la tarde pero recién me largaron a las nueve y media”. El mismo tribunal que firmó que libertad ordenó investigar a un policía. Sociedades institucionales no dejan ir más allá. Jueces, fiscales, policías armaron en Daniel un rompecabezas macabro. Lo hundieron en esa misma inequidad atroz en que llegó a la vida. Y el policía sigue transpirando como Daniel las mismas calles de la misma ciudad en la que Diego hace años que dejó de correr.
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Coautor del delito de robo agravado por el empleo de armas de fuego en concurso real con homicidio reiterado en tres ocasiones, lesiones graves reiteradas en dos oportunidades, lesiones leves reiteradas en dos oportunidades, abuso de arma de fuego y portación ilegal de arma de guerra. La acusación corta el respiro cuando se lee. Treinta años de prisión le asestó el Tribunal Oral en lo Criminal 14 a Fernando Carrera. A siete años y medio de su detención, la Corte Suprema ordenó revisar el fallo.
Cuando aquel enero de 2005 Fernando se detuvo en el semáforo, a metros del Puente Alsina, todavía tenía la savia de los días como compañera. Luego todo se quebró. El grito. Las armas. La persecución. El disparo en la mandíbula. La carrera inconciente. 500 metros enloquecidos en ese Peugeot 205. 18 disparos policiales y 8 que impactaron en el cuerpo de Fernando. La iglesia de Pompeya como testigo de tanta muerte. Un niño de 6 años. Su mamá, de 36; otra mujer, de 41.
Pruebas dibujadas, testimonios que falsearon la historia, un complot obsceno. Siete años y medio. Marcos Paz. Cárcel. Castigos. Crueldad. Ojos que no ven. Vida que se derramó como sangre entre los pabellones de tanta oscuridad. Aquella noche de enero de 2005, mientras Fernando esperaba que la luz del semáforo se transformara, pensaba en sus tres hijos de un año, siete y nueve. Fue como un flash de terror en los túneles del tiempo y ahora podrá empezar a jugar con tres muchachos de 9, 15 y 17.
Alejandro, Daniel, Fernando. Símbolos, puntas de iceberg tortuosos que desnudan al sistema. Fotografías de esos engranajes aceitados que institucionalizaron el poder de las fieras salvajes, que preservan con sus pactos indelebles la supervivencia de la crueldad como destino y tránsito de la humanidad. Alejandro, Daniel, Fernando. Piezas necesarias para exculpar a instituciones que tienen la férrea obligatoriedad de dibujar historias para salvar lo insalvable. Que toman y sacan. Que pactan y sellan. Que determinan destinos. Que cargan pabellones de perversidad sobre hombros vulnerables. Son precios imprescindibles para sostener el equilibrio.