A Carlos Dívar no se le conoce una sentencia memorable; nunca ha publicado una tesis relevante. Después de 20 años como juez en la Audiencia Nacional, nadie podría señalar una operación antiterrorista o antidroga a la que asociar su nombre. Nunca, que se sepa, se comprometió en la lucha contra la corrupción, a pesar de ser el decano de los Jueces Centrales de Instrucción. ¿Cómo pudo llegar a convertirse en el máximo representante de los jueces españoles?
No fue por error, accidente o casualidad, sino como consecuencia de la deliberación y acuerdo de los dos grandes partidos, PP y PSOE: luego de probarle siete años como presidente de la Audiencia Nacional, eligieron como presidente del Tribunal Supremo y del Consejo General del Poder Judicial al juez más discreto que pudieron encontrar. Ya en ese entonces eran proverbiales sus alocuciones barrocas y más bien abstractas, tan llenas de plurales mayestáticos y arrebatos místicos como carentes de crítica o compromiso de clase alguna. No hubo sorpresa, pues. ¿Por qué —cabe preguntarse entonces— pondrían nuestros gobernantes a velar por la independencia de los jueces al más conformista de todos ellos? La respuesta parece obvia: porque no quieren un poder judicial independiente.
Una democracia no lo es solo por el sufragio, sino principalmente por la legalidad: porque la misma ley es aplicada a todos por igual. Y lo es también por su sistema de contrapesos: cuando alguno de los poderes se excede en sus atribuciones, hay otro que le limita. En un Estado de derecho, el poder judicial es el órgano de control por excelencia.
España es una democracia imperfecta, como estamos teniendo ocasión de comprobar en estos días. Los españoles heredamos el poder judicial que tenemos, como el resto del aparato del Estado, a beneficio de inventario luego de una dictadura de 40 años. Como las demás instituciones franquistas, reformamos ésta lo mejor que pudimos durante la transición, y la pusimos a servir en el nuevo Estado social y democrático de derecho.
En la mayor parte de los casos sometidos a nuestros tribunales, el servicio público de la justicia funciona hoy razonablemente bien, resuelve sin mucha demora los conflictos entre el común de los ciudadanos, y restaura mejor o peor el orden jurídico. Eso, naturalmente, no es noticia.
Por el contrario, lamentablemente, en los pocos casos importantes en que están comprometidos los intereses de las grandes corporaciones o los individuos más poderosos, nuestro poder judicial viene demostrando un déficit de independencia y una debilidad muy preocupantes.
La independencia judicial es mal entendida por algunos jueces como la prerrogativa de hacer lo que les da la gana sin rendir cuentas a nadie. Carlos Dívar es un buen ejemplo: cree no tener que justificar sus gastos de viaje solo porque el Consejo que preside adoptó hace algunos años un acuerdo reglamentario en tal sentido, argumento que, para sorpresa de pocos, parece compartir la fiscalía, pero resulta difícilmente sostenible: como no podía ser de otra manera, prevalece la Constitución, que nos garantiza la responsabilidad y la interdicción de la arbitrariedad de todos los poderes públicos, jueces incluidos.
La independencia, en realidad, no es un privilegio de los jueces sino una garantía de los ciudadanos: es el derecho fundamental del justiciable a que su caso sea resuelto por jueces que, sin aceptar presiones o intromisiones, se sometan únicamente al imperio de la ley.
La desigualdad está en las calles, en la sociedad; es la vida misma. Somos desiguales por razones políticas, económicas, de género, de raza, de nacionalidad. La grandeza de la democracia consiste, precisamente, en que nos hemos atrevido a organizarnos de manera tal que, frente a la ley, todos debamos ser tratados como si fuéramos iguales. Para que el milagro de la igualdad ante la ley se haga realidad, hemos encargado a los jueces la tarea más difícil del Estado de derecho: no permitir que la desigualdad traspase el umbral de los juzgados. De puertas adentro, todos iguales. Y para que cuiden de la igualdad, les hemos dado la independencia: con ella tienen que hacer prevalecer nuestros derechos frente a todos.
En estos años hemos visto cómo banqueros y constructores convertían las viviendas y las hipotecas de las familias españolas en productos comerciales y luego en productos financieros con los que han especulado en las bolsas hasta hacerlos reventar. Hemos visto también cómo algunos gobernantes gastaban sin tasa, financiaban ilícitamente a sus partidos, se enriquecían a nuestra costa, destruían el medio ambiente, y convertían en humo el futuro de nuestros hijos. Mientras eso ocurría, no pocos autos y sentencias del Tribunal Supremo y del Constitucional exoneraban con interpretaciones legales novedosas, en casos con nombres propios muy notorios, a los presuntos responsables de algunos de los fraudes más graves de nuestra historia reciente.
De todas las asignaturas pendientes de nuestra transición democrática, quizá la más trascendental sea la de la independencia judicial. En vez de promover siempre a los más capaces para que llegasen como vocales al Consejo General del Poder Judicial y velasen desde allí por la independencia de los jueces, nuestros gobiernos y partidos han elegido demasiadas veces a juristas de prestigio discutible, que se han limitado después a servir los intereses de quienes les habían promovido. Las consecuencias están a la vista.
Carlos Dívar tiene que irse, por supuesto, por esos gastos de viaje que no quiere ni puede justificar. Deben irse también todos los vocales que como él disfrutaron de gastos y semanas caribeñas, los que han amparado ese proceder incalificable. Que les acompañen igualmente los que hicieron posible la elección de Dívar como presidente del Consejo solo para después utilizarle y gobernar la institución desde detrás. Tienen que irse precisamente por las razones legales, políticas y morales que Dívar dice que no concurren: porque han demostrado su incapacidad para defender los valores constitucionales fundamentales cuya protección tenían confiada.
La igualdad ante la ley y la independencia judicial son posiblemente las grandes quimeras de la democracia, pero son nuestras; y en estos tiempos de zozobra necesitamos más que nunca certidumbres morales.
Carlos Castresana Fernández es fiscal del Tribunal Supremo en excedencia.
fuente: http://elpais.com/elpais/2012/06/18/opinion/1340033120_562349.html