Camerún es como llamaban en la calle a Miguel Angel Villanueva. Pero tal vez él ni lo sabía. Tenía 29 años y trabajaba como cuidacoches en inmediaciones de la estación Fluvial, frente al Monumento a la Bandera. “Ni muerto me llevan preso”, le gritó al policía de la seccional 1ª que lo detuvo el martes 12 de junio. Tenía los ojos como dagas. Un rato después murió en un calabozo de esa comisaría y, según el forense, “no presentaba signos de violencia. Sufrió un infarto provocado por sobredosis de medicamento o droga”. A esa altura, la cocaína había devastado el cuerpo de Miguel. Tenía pocos antecedentes penales, solo los que da la desesperación de robar para consumir.
Tras el suceso, el juez de Instrucción Juan Carlos Vienna y la fiscal Adriana Camporini acudieron a la comisaría. El magistrado, según una alta fuente de la Jefatura, dispuso que no se investigue a ninguno de los uniformados que estaban en esa seccional. Pero la familia de Camerún comenzó a investigar y, por “cosas que dice la gente que sabe”, descartan que Villanueva haya recibido golpes que desembocaron en su muerte. Pero soportan la duda de no saber si fue abandonado a su suerte en el calabozo y la frustarción de no haber evitado la muerte de un adicto que peleó con él mismo hasta el final, cuando perdió.
Camino de ida.Miguel vivía con su madre en Buenos Aires al 6500. Era un chico de trabajo que al cumplir los 20 años comenzó a mostrar signos de adicción. “Al principio no parecía, pero después vimos que fumaba marihuana y hace unos tres años empezó con ese polvito blanco, que le salía de la nariz”, cuenta su madre, María, con palabras cortadas.
Su hermana va más allá :”En diciembre fui a Tribunales y un juez firmó una orden de internación. Lo intentamos en el Agudo Avila, pero no se pudo”. En el neuropsiquiátrico, los profesionales entrevistaron al muchacho que “hacía una semana que no se drogaba” y les dijeron que no era un caso para tratar allí, que era sujeto de un tratamiento ambulatorio. Días después Miguel empezó a pasar más tiempo en la zona de la Estación Fluvial y a consumir más.
“Lo llevamos al psicólogo y a todos lados, pero al ser mayor no lo podíamos obligar”, cuenta su madre, que está en tratamiento terapéutico. “Primero no iba tanto al bajo. Se quedaba por ahí una noche, pero volvía y estaba tres días en casa. Pero poco a poco se quedó más allá. Decía que estaba muy loco y no quería hacer lío en nuestra casa”, recuerda su hermana.
Según cuenta su familia, el chico sufría de “alucinaciones y pensaba que lo querían matar, que lo seguían, veía bichos” cuando estaba totalmente envenenado por la droga. Su cuerpo, con los días en la calle, iba cambiando. Sus actitudes también.
“El trabajaba como albañil para tener plata, pero la gastaba en drogas. Después ya se puso ahí en la Fluvial a acomodar autos y la gastaba igual. Cuando tardaba en venir lo buscaba su novia y estábamos tranquilos porque se sabía donde andaba. Pero no podíamos sacarlo de las pastillas y la cocaína”.
Preguntas. La familia Villanueva ya agotó las angustias y comenzó otro calvario: saber como murió. “A mi mamá un policía le trajo un papel que decía que mi hermano estaba en el Instituto Médico Legal y ella pensó que estaba internado, no que era la morgue. Así que fue y se encontró con el cadáver. Lo terminamos enterrando tres días después por que la Municipalidad entrega un sólo féretro por día y no sabemos si murió abandonado, sin que lo ayudaran”, dicen y esto los desvela.
Ese martes de junio Villanueva fue llevado a la seccional acusado de un intento de robo. Eran las tres y media de la tarde. Algunos testigos sostuvieron que recibió fuertes golpes antes de ser subido al vehículo policial, que se resistió a los mordiscones, que estaba alucinando. Un rato después ingresó a la seccional, el parte así lo asegura. Cinco minutos más tarde, cuando estaba solo frente a la guardia de la seccional, “un efectivo distinguió que tenía convulsiones, que se tiró al piso y que hizo algunos movimientos bruscos hasta que, en forma abrupta, se quedó inmóvil”, dijo una fuente allegada al caso.
Desde allí llamaron una ambulancia que tardó 40 minutos en llegar. Para entonces sólo se necesitaba una mortera. La familia ahora quiere sus pertenencias: las zapatillas, una cadenita de oro que le regaló su madre y su ropa, lo único que pueden guardar de este muchacho que cuando estaba inconciente y drogado lo único que hacía era repetir como una melopea desesperada: “Miguel Villanueva, Arteaga 6500”, su nombre y su domicilio, lo único que le quedaba.