En las últimas semanas, envalentonados por el doble crimen de Cañuelas, desde algunos sectores se volvió a plantear como solución para quienes reincidan en un delito, buena parte del ideario de Juan Carlos Blumberg. Propuestas tales como la reducción de la libertad condicional, el aumento de la cantidad de años en las condenas, o la disminución de la edad de imputabilidad penal, recrearon un menú ya conocido con el que se pretende abarcar el problema de la seguridad con una sola herramienta: el código penal. Sin embargo, como contraposición, existen ideas que van en otro sentido y en donde a la cuestión penitenciaria se le incorporan dimensiones vinculadas con los derechos humanos y la inclusión social.
Prisma (Programa Interministerial de Salud Mental Argentino) es el nombre que eligieron desde las carteras de Justicia y de Salud de la Nación, para designar a un proyecto cuya finalidad central es “escucharlos a ellos, a quienes tienen trastornos mentales, que han cometido un delito y hoy están presos”, señala la licenciada Jessica Muniello, coordinadora del programa en el Hospital Penitenciario de Ezeiza. “Concebimos al padecimiento mental como un fenómeno multideterminado que requiere resoluciones convergentes en los niveles psicológicos, biológicos, institucionales, familiares, sociales y jurídicos. Si bien nos focalizamos en estrategias que permitan elaborar el dolor y el sufrimiento, también se opera en los distintos ámbitos que inciden en dicho padecimiento”, agrega.
Según un estudio realizado por la Dirección de Salud Mental y Adicciones de la Nación en 2010 que coordina la licenciada Matilde Massa, uno de cada cinco adultos de la población del país, tiene algún tipo de padecimiento mental o adicción, algo que, según dicen los psiquiatras del Proyecto Prisma, se agudiza de manera exponencial en contextos de privación de la libertad.
La doble condena de estar preso en un complejo de máxima seguridad al mismo tiempo que se está recluso de una enfermedad mental, conforma un tobogán inevitable hacia la reincidencia si no se tiene una red de contención que apunte a la inclusión cuando se está afuera de los muros.
Para esto se creó el Prisma, para tratar a quienes padecen trastornos mentales, pero también para evitar el reingreso al sistema penitenciario. La Dra. Laura Lopresti, titular de la Subsecretaría de Gestión Penitenciaria y responsable del Programa desde el Ministerio de Justicia, apunta que “antes las cifras de reincidencia para personas con padecimientos mentales era del 90%: en lo que va del año sólo se registraron tres casos”.
Desde que empezó a implementarse el programa, en agosto de 2011, pasaron cerca de 160 pacientes y actualmente hay 55. La clave, dicen quienes están al frente del proyecto, fue el acondicionamiento de nuevas instalaciones en el complejo Penitenciario de Ezeiza, sustancialmente mejores respecto a las que había anteriormente en el Hospital Borda y en el Moyano. El día que se inauguró el Complejo Penitenciario de Güemes en Salta, con la presencia de la presidenta Cristina Fernández, se realizó en simultáneo la inauguración del Prisma por videoconferencia. Allí, la mandataria se refirió a una anécdota que le habían contado pocas horas antes, cuando se realizaba el traslado de las personas desde el Borda y el Moyano a Ezeiza. Según contó al momento del arribo de los internos a las nuevas instalaciones se comenzaron a escuchar gritos. Muchos funcionarios se asustaron y corrieron hacia el lugar de donde venían esos alaridos. Ya resignados ante lo que consideraban un fracaso de la mudanza observaron que en realidad, uno de los pacientes estaba desaforado ya que por primera vez en mucho tiempo tenía su colchón propio pero sobre todo estaba exultante porque tenía un cuarto para él solo.
La historia, al igual que muchas otras plasmadas en el documental que las propias personas privadas de la libertad realizaron ayudadas por los docentes del taller de cine, ilustra un punto de inflexión en el que empiezan a contar con herramientas que las empoderan para no volver a reincidir. Aunque el camino es largo.
Punto de partida. El trayecto de quienes están bajo la órbita del Proyecto Prisma consta de tres momentos – dispositivos, según lo denominan los médicos. El primer eslabón es la evaluación. Cuando una persona con padecimientos mentales ingresa en el ala Norte del Hospital Penitenciario Central es recibido por un equipo integrado por un psiquiatra, un psicólogo y un trabajador social.
La mayoría de las personas privadas de la libertad evaluadas padecen psicosis, esquizofrenia, y eventualmente trastornos de la personalidad. En esta instancia se analiza el lugar de residencia originario de las para determinar si es adecuada su permanencia en el ámbito del área metropolitana. Poco después, el equipo interdisciplinario emite un informe sanitario único y recomienda o no su internación bajo el Programa Prisma.
En acción. El segundo paso es el dispositivo de tratamiento. Rápidamente se intenta que la persona participe de alguna actividad terapéutica como talleres de escritura, de plástica, de música, de literatura, de juegos, y de lectura de diarios. “Trabajamos todo lo que tiene que ver con los afectos, las emociones. Son pacientes que no han tenido la oportunidad de trabajar su historia personal y eso es clave para que puedan salir a la calle un poco más armados respecto a su autoestima”, advierte Muniello. Las actividades deportivas que se realizan buscan paliar algunos de los efectos de los tratamientos de farmacovigilancia como obesidad u otros problemas nutricionales.
Este segundo paso funciona en el Complejo Penitenciario de Ezeiza. Allí hay lugar para 60 pacientes, distribuidos en dormitorios individuales y ocho habitaciones grupales. “Están muy bien y se sienten cómodos. Incluso, nos damos cuenta fácil de que algunos hasta simulan un poco para quedarse allí”, cuenta uno de los profesionales consultados.
Casa de Medio Camino. Pero el punto más novedoso del Proyecto y que choca con el ideario Blumberg (que sostiene que quien estuvo en un penal seguramente caerá nuevamente preso por sus cualidades personales y no por los contextos sociales a los que regresa), es la tercera etapa del programa: el dispositivo de inclusión.
En Brasil 457, a media cuadra del Parque Lezama, funciona la casa Prisma. Un hostel de tres pisos alquilado por el Programa Interministerial donde quienes ya purgaron su condena reciben capacitaciones y se les hace un seguimiento de su revinculación familiar. “Nosotros no hablamos de reinserción, ya que no es que se los vuelve a insertar. Lo que hacemos es buscar que se los incluya, por eso nos referimos a inclusión. No es una cuestión menor, cada palabra tiene una connotación distinta”, afirma Jorge Biafore, asistente social e integrante del equipo multidisciplinario que trabaja allí junto a las psicólogas Lidia Calvillo, Iara Bianchi y Sandra Merlo y el médico psiquiatra y coordinador del dispositivo de evaluación, Germán Alberio. Acerca de los términos que utilizan, Alberio señala que “se trata de usuarios y no de pacientes, una palabra que se utilizaba en la vieja lógica de cómo se entendía la psiquiatría, donde una persona es pasiva y cuya voluntad no entra en juego al momento de aceptar un tratamiento. Para nosotros es un usuario, esto es, alguien que usa un servicio de salud, ya que hay una elección”.
Más allá de las palabras, este grupo de técnicos, son quienes empiezan a trabajar con la persona los primeros lazos con la comunidad, desde una perspectiva laboral, social y familiar. Sin embargo, muchas veces son las familias las que tienen reparos en recibir a los usuarios. “En la mayor parte de los casos de personas que estuvieron en un psiquiátrico, a los seis meses que ella ya no está en su hogar, la familia desmantela su cama y sus pertenencias. Realmente es muy dura la vuelta a casa y encontrar ese panorama. En esos momentos tenemos que estar nosotros”, apunta Biafore. Momentos y situaciones que desde la casa Prisma buscan trabajar en un diálogo permanente y ayudando a su autoestima dándoles capacitaciones para oficios. En el tercer piso está el taller. Allí elaboran productos tales como sahumerios, lámparas, portarretratos, entre otros, que los domingos venden en la Plaza Dorrego de San Telmo. “Es muy sano que empiecen a discutir por plata y cómo se la reparten. Ellos lo saben y les da alegría”, subraya Biafore. Una alegría que los aleja un poco de la posibilidad de reincidir.