stolas, revólveres, muchos “trabucos”, como se llama a las armas de fabricación casera. Todas mirando hacia el cielo, en un patio. Alrededor, chicos, mujeres y hombres. El reloj marca casi las 14.30 del viernes. El cajón donde está el cuerpo de Mario Martín Molina, “Negrito” –como todos conocían a este adolescente de 17 años que el jueves a la siesta fue ejecutado de un tiro en la nuca allí mismo, frente a villa El Nailon, entre Hipólito Yrigoyen y Marqués Anexo– acaba de ser cerrado. “Fue impresionante”, recordó después una de las personas que había concurrido al velorio para darle el pésame a su abuela. El estruendo de los tiros al aire cortó el aire caluroso.
Una despedida y una señal de venganza. De eso se trata este ritual cada vez más extendido en algunos barrios de la ciudad de Córdoba. Llorar a los difuntos, decirles hasta luego, a los balazos. Que todo el barrio, donde viven y mueren estos jóvenes, se entere de que hay duelo. Y que se avecinan, también, vientos de guerra.
Conocedores del entramado interno del sector sintetizado como barrio Marqués Anexo, en la zona noroeste de la ciudad de Córdoba, describieron cómo en los últimos tiempos los tiros irrumpieron en los velatorios. Una forma más de exteriorizar una violencia siempre latente y materializada en armas, muchas armas, en poder de cada vez más chicos.
Marqués Anexo es, en realidad, una categoría municipal que no alcanza para explicar el interior de ese sector. Ni siquiera en la nomenclatura oficial figura su real derrotero interno. Allí, donde en el papel aparece un gran descampado, hace tiempo que se instalaron fronteras invisibles. El Pueblito, Ramal Sur, El Palomar, El Country, villa El Nailon y la última parte de barrio Hipólito Yrigoyen, todo a ambos lados de las vías, conforman una realidad que pocas veces trasciende los límites de las calles Cornelio Saavedra y Mariano Fragueiro.
En esas escasas cuadras –algunas pavimentadas, muchas de tierra–, hace tiempo que los balazos sobrevuelan a cada momento. En 2013, tres jóvenes de entre 16 y 20 años murieron alcanzados por un tiro. Varios más quedaron con lesiones para el resto de sus vidas. Los que atacan y mueren son todos adolescentes que compartieron la vida allí mismo. Se criaron juntos, compartieron colegios y juegos, pero ahora aparecen enfrentados.
Motos que llevan la muerte a cualquier hora. Ataques certeros, a traición, fugaces y letales. Casi como la vida misma.
El periodismo de policiales habla mucho de las fragmentaciones sociales. Crónicas de lugares, de barrios, de manzanas, donde la esperanza aparece saqueada a diario.
Cuando lo velaron a Leandro Narváez (16), quien fue asesinado el 21 de abril último, los tiros en su honor causaron conmoción. Nadie recuerda en la zona una despedida similar. El cortejo fúnebre, plagado de chicos en motos, marcó para siempre una nueva manera de llorar a los muertos.
En su casa, la familia levantó una gruta en su memoria. Los recuerdos de este tipo hace rato que son moneda corriente en la zona. Pequeñas ermitas que en los últimos tiempos se han multiplicado ante tanta muerte joven.
En el sepelio de Brian Rivas (20), al que mataron pocos días después, el 26 del mismo mes, también en Marqués Anexo, otra vez se escucharon balazos al aire cuando cerraron el cajón.
El domingo 29 de diciembre, en el momento en que se estaba a punto de trasladar el féretro con los restos de Franco Tapia (18, asesinado un día antes en el mismo barrio), se repitió el ritual. No alcanzaron las palabras del cura Daniel Blanco, quien en el responso bregó para que no se tomara venganza.
Aunque muchos andan armados a toda hora, en estas ceremonias hay otros, bastantes, que las llevan específicamente para el último adiós. Los tiros no suenan en todos los velorios. Sólo en aquellos donde la víctima fue asesinada, según añadió otra de las fuentes consultadas.
A sangre fría
Una señal evidente, por si hiciera falta, de lo rápido y fácil que corren las armas de fuego por los barrios de Córdoba, que otra vez se hizo presente en el velorio del “Negrito” Molina.
El adolescente de 17 años fue asesinado de un tiro en la nuca el jueves pasado a las 15, cuando caminaba desde su casa de Marqués Anexo hacia la de su abuela, ubicada en Hipólito Yrigoyen. Iba por un pasaje cuando lo emboscaron en moto. Los que lo mataron, cuentan en el barrio, estaban escondidos entre los yuyos de las vías, esperando a su víctima.
Se trató de una venganza, una más de una seguidilla que aparece lejos de tener un final. Durante la madrugada de ese día, un grupo atacó a balazos, en villa El Nailon, la casa de una mujer vinculada a los “Tucumanos”, la familia que maneja los destinos internos de los pasillos de ese asentamiento, que tiene vinculaciones con la barra brava del Club Instituto y que siempre aparece detrás del tráfico interno de armas y drogas, según consta en una denuncia que otros vecinos efectuaron en marzo en 2012 en la fiscalía federal Nº 2, a cargo de Gustavo Vidal Lascano.
Adolescentes allegados a este grupo, conocidos en la jerga como “perros” (porque son mandados por los más grandes a matar, amedrentar, romper o robar), figuran en los crímenes de Narváez, Tapia y, ahora, en el de Molina. Incluso, según contaban ayer en Marqués Anexo, el asesino de Tapia, un joven de 17 años que quedó detenido porque aquella noche se disparó por accidente en una nalga y debió ser internado, es familiar directo del que ahora acusan de estar detrás de la muerte del “Negrito”.
“Él (por el joven asesinado) no tenía nada que ver, pero se la cobraron así”, intentó explicar un hombre. “Para colmo, se metieron con la gente equivocada, esto no va a terminar acá”, agregó con una dosis de misterio.
En la investigación judicial, en manos del fiscal Carlos Matheu y ejecutada por la división Homicidios, hasta ahora no hay detenidos, aunque sí varios sospechosos.
Raíces
“Son los mismos que mataron a Leandro. Esto no es por droga, como se dice. Es quilombo entre barras de chicos. Algunos tienen armas y tiran a matar”, resumió un allegado a Molina horas después de su crimen.
Es que, en este sector de la ciudad, hace tiempo que se perdió el rastro sobre el origen de los asesinatos.
Se sabe que los primeros tiros comenzaron por una disputa de poder, porque un grupo intentó correr de manera violenta a los “quioscos” de cocaína, “porros” y pastillas que comenzaron a surgir tras la crisis de 2001. Al mismo tiempo, se desplegó un armamento cada vez más poderoso y letal.
Hoy, son la segunda o tercera generación de aquellas bandas los que se disputan a los tiros una lucha cuyos inicios no reconocen. Ya la violencia se masificó. Los balazos reemplazaron antiguas peleas a las trompadas. Una mirada, una chica, también la droga y, sobre todo, un sentido de pertenencia, son la guía ante tanto tiro suelto.
¿Qué significa? Una despedida y una señal de venganza. De eso se trata este ritual cada vez más extendido en algunos barrios de la ciudad de Córdoba.
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