“Aquellos que no conocen su historia están condenados a repetirla”, una frase – del filósofo hispanoamericano George Santayana -que a muchos costara convencer de que no fue pensada con los ojos puestos en la Argentina. Justamente aquí, donde muchos dramas se repiten con una regularidad digna de algunos fenómenos naturales, y donde además poco o nada es lo que parece. Quiero referirme para comenzar, a dos temas, que en realidad constituyen dos caras de una misma moneda: la cuestión del orden y de nuestra particular relación con el derecho. Visto de lejos, la Argentina ofrece en forma creciente el panorama de un país ingobernable. Visto de cerca, la situación pareciera ser, incluso, peor.
A la endémica inestabilidad se ha sumado desde hace un tiempo, una ola de violencia, agudizada en estos días, la que parece crecer en forma geométrica.
No es necesario ser muy agudo para establecer un fuerte vínculo entre orden y derecho. Lo que sucede simplemente es que el derecho entendido como conjunto de reglas establecidas a priori para facilitar la vida de relación, no logra constituirse entre nosotros en un mediador eficaz de conflictos que emergen de las interacciones sociales. Su lugar lo ocupa un decisionismo casuístico y discrecional que instituye arbitrariedad. Curiosamente es la discrecionalidad la que suele gozar de amplios consensos. Incluso, quienes la sufren, lo hacen muchas veces en silencio, esperando el turno para poder ejercerla. Este último me parece un verdadero condensador de nuestros males pasados y presentes.
Pensado en términos regionales, no se me ocurre que ninguno de los problemas que nos afligen constituyan una exclusividad nacional. Sí me parece que algunos problemas comunes a toda la región se encuentran particularmente exacerbados en la Argentina. El tema del orden y del derecho es uno, y de los más relevantes.
Pareciera que entre el “se acata pero no cumple” de los primeros adelantados españoles y el “para los amigos todo, para los enemigos la ley”, existiera una asombrosa solución de continuidad. Ella esta dada por la incapacidad de producir un orden simplemente entendido en su punto más bajo de definición. Y no me refiero ni siquiera a la imposibilidad de constituir un orden democrático, sino un orden “tout court”. Un buen ejemplo de ello lo da la propia dictadura genocida, que si de un lado, en mayo de 1976 introdujo la pena de muerte en el código penal, del otro jamás la utilizó legalmente recurriendo a la crueldad adicional de los miles de desaparecidos.
Más delirante aún es el ejemplo de la CAL (Comisión Asesora Legislativa), un engendro de la dictadura que pocos recuerdan y que consistió en crear un parlamento de 9 miembros (3 por cada sector de las fuerzas armadas) para asegurar algún “consenso” entre quienes detentaban el poder. El mismo día de su creación, dicha comisión fue vaciada de contenido, dejando el poder de decisión en otros ámbitos difíciles o imposibles de identificar.
Es en este contexto donde me parece debe discutirse la cuestión penal juvenil en la Argentina. Una cuestión, donde, en mi opinión, algunos intelectuales y políticos “progresistas” ponen en evidencia todas las trágicas miserias a las que he aludido al comienzo de esta nota.
Comencemos por decir que desde el punto de vista cuantitativo nos encontramos en el peor de los mundos. Desde hace 8 años no sabemos ni siquiera el número de los privados de libertad en la Argentina. Pero lo que sabemos y lo que artesanalmente podemos reconstruir en términos de información resulta peor aún. Sí sabemos objetivamente que la Argentina es el país más atrasado y brutal de América Latina en las áreas más álgidas de los derechos de la infancia. Pocos han reparado con detenimiento en el hecho de que la Argentina ostenta en la región el triste récord de condenas de la Corte Interamericana de Derechos Humanos en materia de infancia: cuatro condenas entre los años 2003 y 2013.
Lo insólito es que ellas no solo cubren todo el arco de temas civiles y penales vinculados con la infancia, sino que, además, dos de ellas (Bulacio 2003 – Mendoza 2013), reiteran exactamente el mismo contenido en la condena al Estado argentino: la obligación de derogar el decreto de la dictadura 22.278 que establece el Régimen Penal de la Minoridad. Resulta particularmente curioso que estableciendo este vergonzoso decreto, la imputabilidad plena a partir de los 16 años y el uso de la privación de libertad como forma de “protección” por debajo de dicha edad, el mismo sea vehementemente defendido, cada vez que con consenso y seriedad se avanza en la construcción de un régimen penal juvenil como el que, por otra parte, poseen todos los países de America Latina.
¿Cómo se explica la defensa cerrada, por parte de sectores que reclaman para sí el titulo de progresistas, de un régimen jurídico no solo de origen y producción dictatorial, sino que, además, en términos de contenidos constituye una violación flagrante a los mas elementales principios del derecho internacional de los derechos humanos? Sectores que encuentran en el juez Raul Zaffaroni, su abanderado y máximo exponente.
La respuesta no es simple, precisamente porque reenvía al problema del derecho y el orden al que al principio hemos aludido. Entender estas cuestiones remite a un problema más complejo aún que en buena medida explica nuestra tortuosa relación con el derecho: el problema de la responsabilidad. No con poco dolor me parece que podemos y debemos ensayar alguna explicación. Caso contrario, ésta también es una esfinge que amenaza literalmente a devorarnos como sociedad. A nuestra históricamente compleja relación con el derecho se suma la delirante desmesura de la violencia desatada por la última dictadura. En ese contexto, la represión ilegal fue tal que pareciera que todavía no acertamos a elaborar, sin culpa, un discurso y una práctica sobre la represión legal de los comportamientos que atentan contra el orden democrático. Por ello, pasamos permanentemente de la anarquía a la represión brutal sin respiro y sin solución de continuidad. De este modo, no pareciera haber demasiados problemas en interpelar a nuestros adolescentes infractores como locos, enfermos o enemigos. El problema sí parece radicar en interpelarlos como sujetos responsables.
Mientras en el primer caso, se los destruye sin consecuencias para quien aplica el castigo, en el segundo caso, el que interpela también se hace integralmente responsable de su acción. En la era y la hora de los derechos humanos seguimos repitiendo hasta el hartazgo una historia de brutalidades que explica y alimenta la violencia inaudita que estamos padeciendo.