La desaparición de un joven que participa en una acción colectiva en defensa de los derechos de comunidades indígenas y la idea orgullosa (¿error de expresión?) de un ministro que describe el camino positivo del gobierno por tener cada día un «pibe preso» más, son realidades totalmente vinculadas entre sí.

 

En ambas se advierten prácticas y discursos de índole represiva, excluyente y directamente vinculadas con el recurso estatal a las fuerzas de seguridad: para tratar con jóvenes y para tratar con ciudadanos demandando el respeto de derechos.

 

Nietzsche desde la filosofía, Durkheim desde la sociología, Garland desde la criminología… Los tres (por mencionar solo tres bastante conocidos) han dejado en claro que un Estado que no sabe gobernar, no tiene otro recurso que recurrir a la fuerza. Un «Estado fuerte», entonces, que muestra que sabe imponerse mediante su fuerza física, es la mejor muestra de la debilidad de ese Estado.

 

Michel Foucault decía también que el buen gobernante es el que brinda las condiciones para que su gente pueda vivir bien; el poder soberano, en cambio, no preocupado en su gente, sino en su propio territorio y riquezas (expresión de su poder), solo sabe usar la fuerza arbitraria de la espada para defenderse. El primer gobierno genera condiciones de crecimiento (para los jóvenes, para las comunidades, por ejemplo), el segundo, cobardemente depreda (mediante intereses económicos espúreos propios y asociados) y mata (a aquellos jóvenes, y a quienes defienden a aquellas comunidades, por ejemplo).

 

A falta de políticas públicas que generen esas fértiles condiciones básicas para la mejor vida de la población, de las que hablaba Foucault, explica entonces Baratta que solo la política criminal se pone en juego: sujetos olvidados por las políticas públicas sociales (como la laboral, la educativa, la sanitaria, la alimentaria, la habitacional, etc.), son «recuperados» para el ojo estatal mediante la segunda. No se brindan condiciones para la realización de derechos, es decir, el Estado no cumple con su obligación esencial de brindar condiciones mínimas de buena existencia, y esta carencia queda invisible para muchos; y en cambio, ese mismo Estado criminaliza y encierra las manifestaciones directas de aquellas carencias cuando se convierten en rebelión física mediante conflictos individuales o sociales, visibles para todos.

 

Santiago Maldonado y cada «pibe preso», son de alguna manera imágenes de este gobierno en el cual las decisiones económicas empobrecen aun más a los que ya son pobres, excluyen aun más a los históricamente excluidos, y aplica el poder de la espada sobre quien tenga la mala fortura de padecer alguna de esas formas de indiferencia pública. Galtung diría aquí que son víctimas de una invisible violencia estructural, esencialmente configurada por el Estado y por sus asociados económicos como muchas empresas latifundistas patagónicas que destierran comunidades, por ejemplo, o por los medios masivos y corporativos de comunicación que silencian las pérdidas provocadas por los grandes – a veces muy grandes -, y vociferan las pérdidas provocadas por los chicos – a veces muy chicos.

 

Tal vez los dichos del ministro fueron un desgraciado error de expresión, como quiso explicar luego. Tal vez Santiago Maldonado aparece con vida y sano y no se encuentra detenido ilegalmente en manos de la Gendarmería. Todo esto, por supuesto, es lo que esperamos. Y estaríamos felices de que así se den las cosas. Lo aquí dicho, sin embargo, no cambiaría en nada. Estos dos casos se adecuan a la imagen que las prácticas y los discursos del gobierno argentino proyectan y cristalizan día a día. Ese es el gran daño sobre el que hay que reflexionar.

 

Podría hablarse de un campo de daño social de gran envergadura, diría Rivera Beiras, y esto tiene que interesarnos. El daño social que aumenta día a día tiene consecuencias que trascienden el padecimiento individual. Si pensamos que a los pibes hay que encerrarlos y estar orgullosos de ello, y si quien sale a manifestarse en defensa de derechos, tiene que temer quedar invisible para siempre, estamos en problemas. Y esto se manifiesta, a diario. Raro compromiso con nuestro bienestar tenemos, si para vivir en él, aceptamos que el Estado empuñe su espada para definir su política económico-criminal.