El 1 de abril entró en vigencia el nuevo Código de Convivencia de la Provincia de Córdoba, que viene a reemplazar al nefasto Código de Faltas cordobés.
Al momento de sanción de la ley 10.326 resultaban auspiciosas algunas de las reformas que se incorporaban al sistema contravencional. En materia procedimental, no es el Comisario quien acusa y juzga, sino que estas atribuciones le son encomendadas a los Ayudantes Fiscales en Capital y a los Jueces de Paz, en el interior provincial. La defensa letrada es obligatoria y gratuita a cargo de defensores públicos dependientes del Poder Judicial. Por otra parte, el máximo de detención preventiva se fijó en ocho horas y en los procedimientos se debe dejar constancia de la causa de esa detención.
Si bien el nuevo Código mantiene figuras contravencionales que violan el principio constitucional de legalidad al sancionar con pena privativa de la libertad conductas vagamente descriptas (por mencionar algunos ejemplos: “conducta sospechosa”, “tocamientos indecorosos” “ebriedad escandalosa”, herramientas legales que en la práctica diaria se traducen en detenciones selectivas y abusivas sobre determinadas culturas y expresiones populares), presenta modificaciones que, al menos formalmente, intentan ser respetuosas de los derechos y principios más básicos que la Constitución y la legislación penal consagran.
Un cambio legislativo de esta índole debe estar necesariamente acompañado de una reforma institucional capaz de garantizarlo. De nada sirve modificar el procedimiento, consagrar una defensa obligatoria, restringir la prisión preventiva, si no hay una adecuación de la estructura judicial y policial que brinde respuestas a las nuevas exigencias.
La formación del personal policial, los Ayudantes Fiscales y los Jueces de Paz ha sido escasa, por no decir nula. Sólo pequeñas jornadas a pocos días de la entrada en vigencia del nuevo código intentaron cubrir la demanda de los Ayudantes Fiscales y Jueces de Paz, sin que la prevención, como actor fundamental, haya recibido las instrucciones necesarias.
A la pobre formación se le suma la falta de proyección en materia de recursos materiales y humanos de los nuevos directores del procedimiento. La Unidades Judiciales se encuentran desbordadas de trabajo y difícilmente puedan asumir sus nuevas facultades y obligaciones en óptimas condiciones, más aún sin identificación clara de nuevos recursos para cumplir con estos fines.
Ni hablar de la situación de los jueces de Paz, que en algunos lugares ni siquiera poseen asiento o recursos materiales mínimos para afrontar la magnitud de la nueva responsabilidad. Cabe recordar que el año pasado las detenciones por delitos fueron superiores a las 16.000, mientras que por contravenciones ascendieron a 80.000.
Otro aspecto importante es la defensa letrada obligatoria que inconcebiblemente no estaba contemplada en el anterior Código de Faltas y que ahora se incorpora como institución indispensable. Su implementación también es incierta, ya que no habría partida presupuestaria destinada a cubrir tal función. Se estima que el Colegio de Abogados de Córdoba podría suplir la ausencia de defensores públicos mediante la designación de abogados de la matrícula, situación que aún es incierta y que, esperemos, con el correr de los días, pueda ser clarificada.
Estamos convencidos que el nuevo Código Contravencional dista mucho de ser el cuerpo legal que necesitamos para asegurar una pacífica convivencia ciudadana. Sin embargo, muchas de sus modificaciones representan un acercamiento hacia esa legislación respetuosa de los derechos. Pero, sin una correcta planificación institucional, sin la aplicación de nuevas y distintas partidas presupuestarias y sin la formación de los operadores judiciales, difícilmente podamos cumplir con las metas consagradas en la nueva ley.
Es hora que todos los actores involucrados en la aplicación del código internalicen la finalidad que tiene esta herramienta legislativa como modo de contribuir a la convivencia pacífica de una sociedad respetuosa de los Derechos Humanos básicos, y no como una herramienta punitiva del Estado, significando más bien un instrumento de pacificación y equilibrio social, y no de criminalización.