Carlos Almenara (MDZOL)

Asistimos estos días a una ofensiva, como ocurre cada breve lapso, de la “demagogia punitiva”.

Consiste en una práctica de ciertos legisladores de aparecer generosamente por pantallas diciendo qué tan terribles son los delincuentes, qué tan débiles son los jueces, qué tan “atados” están los policías y qué maravilloso es su nuevo proyecto destinado a “castigar como corresponde” a esos delincuentes.
Esas pantallas crearon antes un contexto y un clima. He llegado a contar 45 minutos en un noticiero de una hora dedicados a un crimen resonante. Una población en que ese noticiero tiene alto rating, ¿qué opinará luego de la emisión?
No escribo estas líneas desde ningún afán festivo ni despreocupado por el delito ni por problemas que son reales, dolorosos y urgentes. Menos aún del desconocimiento del dolor de las víctimas. Las víctimas siempre tienen un lugar especial, lo que no quiere decir que en todos los casos tengan razón.
Digo, no obstante, que la discusión sobre seguridad está planteada de un modo errado si no es que mediante estafa. Hay legisladores que quieren congraciarse con difusión fácil a costas del estado de derecho. Precisamente eso se ataca con la “mano dura”, el estado de derecho, las garantías que cobijan a todos.
Nada de esto es nuevo. No ha tenido resultado para disminuir el delito pero sí ha conseguido tener una sociedad más miedosa y con menos libertad.
“Las respuestas estatales autoritarias e ineficientes frente al delito y la fuerte dosis de exclusión y violencia que domina el debate público y orienta muchas de las acciones del Estado en la materia, exigen una discusión abierta y pluralista, capaz de alcanzar acuerdos básicos sobre políticas democráticas de seguridad que atiendan las legítimas demandas de la sociedad” comienza diciendo el Acuerdo para la seguridad democrática firmado por organizaciones sociales, de derechos humanos y políticos de todos los principales partidos.
Al referirse al “engaño de la mano dura” el documento sostiene que “las políticas de mano dura no han reducido el delito, han aumentado la violencia y, en algunos casos, hasta han amenazado la gobernabilidad democrática”.
El documento, disponible en internet, es una lectura recomendable ante tanta verba calenturienta: http://www.cels.org.ar/common/documentos/acuerdo_para_la_seguridad_democratica.pdf
Sin embargo, ante la necesidad de volver a discutir estas problemáticas tres cosas quiero plantear:
No existe una caracterización lombrosiana de “los delincuentes”. No hay delincuentes por un lado y gente “decente” por otro. Esta idea a pesar de ser contundentemente refutada desde hace un siglo, resiste y vuelve. Los delitos constituyen conductas que a priori cualquiera podría cometer, no hay una fisonomía, clase, caracteres físicos o conductuales que prefiguren quién cometerá conducta delictiva. Si me preguntan a mí, diré que los peores criminales no son precisamente del aspecto físico o la clase social que frecuentemente se asocian al delito.
La definición de un procedimiento penal por parte del Estado no tiene nada que ver con el devenir ni con las reacciones de los sujetos. El procedimiento penal no es algo aplicable a otro, es aplicable a mí mismo (para cada uno de nosotros). Cuando vemos gente que sostiene: penas más duras, más largas, menos discusión y a otra cosa, debemos decirle que el derecho no es para otros, es para ella misma; no hay nada a priori que indique que no será ella misma acusada de un delito y las garantías están para preservar la posibilidad de nuestra defensa. Imagínese Ud. que bastara con que un policía diga quién comete delito y quién no, ¿no hay acaso sobradas muestras de casos en que los mismos policías cometían el delito? Más poder a la policía sin control no parece un buen camino. Vale lo mismo para cualquier instancia.
Los procedimientos y penas que definimos como sociedad nos describen como civilización. A lo largo de toda la historia tenemos muestras terribles de cómo reyes, príncipes, virreyes y, en general, autoridades de toda laya, aplicaron penas horrorosas. Hoy mismo la aplicación de penas más crueles, o la misma pena de muerte, es un indicador bastante fiable de sociedades más violentas. La apuesta a la resocialización, a la reeducación como meta de los sistemas punitivos es un triunfo humanista que merece ser defendido, no desde un ingenuo idealismo sino desde un compromiso en cada instancia para crear condiciones estructurales de mayor igualdad social y construcción de una sociedad pacífica.
Aumentar el miedo no ayuda. Una sociedad encapsulada, el espacio público privatizado, un concierto de countrys con seguridad privada (o con policía estatal a su servicio), lleva a todo lo contrario de una sociedad pacífica.
Nada aporta el deseo de vengarse de alguien que cometió un delito por salvaje que sea. Los organismos de derechos humanos, una reserva ética señera en nuestra Argentina, dan ejemplo vivo de cómo la búsqueda de justicia, aún para crímenes horrorosos puede separar la justicia de la venganza, puede procurar juicio y garantías para los peores criminales.
Mucho puede y debe hacerse pero no en clave autoritaria que nada soluciona y mucho agrava los problemas.