El aviso llegó con dos minutos de antelación. Los funcionarios sacaron por separado a Vladislav Kovalev y Dima Konovalov de sus celdas del sótano del SIZO número 1, la única cárcel en albergar un corredor de la muerte en Bielorrusia. Tras informarles de que el presidente no les había indultado, fueron conducidos a una habitación contigua. El verdugo empuñó la pistola y disparó en la nuca de Kovalev y de Konovalov. En ese orden, según informó la televisión pública. Asesinados en el centro de Minsk, la capital, en el patio trasero del Parlamento de Bielorrusia. Era marzo de 2012. Tenían 25 años. Hoy sus seres queridos siguen sin enterrarlos. Los ejecutados a muerte en ese país postsoviético no tienen derecho al descanso eterno: los cadáveres jamás se entregan a las familias. Muy pocas protestan, persuadidas de que no sirve de nada o simplemente atemorizadas.
Las chimeneas de unas fábricas anuncian la llegada a Vítebsk, ciudad cercana a Rusia. El paisaje es blanco y helador, y la arquitectura, monótonamente comunista. Por la calle Repina apenas pasean dos octogenarias. “¿Venís a contar la mierda en la que vivimos?”, lanzan desconfiadas a la fotógrafa, que apunta con su cámara a los bloques de apartamentos, blancos y azules, de cinco alturas y desvencijados por el frío: unos 10 grados bajo cero en marzo. En el cuarto piso nos invita a un té caliente Lyubov Kovaleva, madre de Vladislav Kovalev, una mujer valiente. La familia de Dima Konovalov, que es vecina, guarda silencio.
Los recuerdos, el desgarro y la tristeza de Lyubov apelmazan el ambiente. Hace un año que murió su hijo. “Le asesinaron”, matiza. En una mesilla del salón hay varias fotografías de Vlad. También hay flores, un crespón negro y una vela. En la pared, tres cuadros de la Virgen María en versión iconográfica ortodoxa completan el altar. “El 11 de marzo de 2012 vi a mi hijo con vida por última vez. Le visité en prisión y le noté muy nervioso. Dos días después, el abogado fue a la cárcel, pero los funcionarios ya no le dejaron entrar”. El certificado de defunción llegó la siguiente semana: “Vladislav Kovalev, fallecido el 15 de marzo”. Una casilla estaba en blanco: “Причина смерти” (“causa de la muerte”). Como un crimen perfecto: sin huellas y sin cadáver.
La pesadilla había empezado el 11 de abril de 2011: una bomba detonada en el metro de Minsk mató a 15 personas e hirió a 200 en la estación de Oktyabrskaya, situada en la avenida principal de la capital, la misma del Parlamento de Bielorrusia, del edificio del KGB y de la plaza de la Victoria. Las autoridades clamaron venganza y en 24 horas la policía detuvo a Kovalev y Konovalov. “El KGB les interrogó sin abogado y les dio una paliza. Los chicos admitieron el crimen a las cinco de la mañana”, denuncia Lyubov, que sostiene que su hijo no hizo nada. El presidente del país, Alexandr Lukashenko, apareció en televisión ese día, dinamitó la presunción de inocencia y anunció “el castigo más severo”.
Bielorrusia es el único país de Europa (y de la antigua URSS) que todavía aplica la pena de muerte. Se exponen a ella los hombres de entre 18 y 65 años. Hasta hoy, y según datos no oficiales, 326 personas han sido ejecutadas desde la disolución soviética. Bielorrusia es también el único excluido del Consejo de Europa (aparte del Vaticano) debido a las sistemáticas violaciones de derechos humanos: persecución y desaparición de opositores, represión policial, falta de libertad de expresión… Situado entre la Unión Europea y Rusia (también es fronterizo con Ucrania), está gobernado desde 1994 por Lukashenko, apodado desde Occidente como “el último dictador de Europa”. Como otros sátrapas, llegó al poder legítimamente. Arrasó en sus primeras elecciones con un discurso populista: logró un 80,1% de los votos en la segunda vuelta (un 44,8% en la primera). En un momento económicamente muy duro, Lukashenko tiró de la nostalgia, y la gente apoyó la idea de que “cualquier tiempo pasado fue mejor”.
“Cualquier cambio lleva muchas complicaciones”, replica Stanislav Shushkévich, exmandatario de Bielorrusia entre 1991 y 1994, uno de los perdedores de aquellos comicios. Este hombre, que firmó la disolución de la URSS (los llamados Acuerdos de Belazheva) junto al expresidente de Rusia, Borís Yeltsin, y al de Ucrania, Leonid Kravchuk, se lamenta: “Lukashenko destruyó la poca democracia que habíamos construido”. Y es que, una vez en el poder, aquel exdirector de un sovjós (explotación agrícola colectiva en los ochenta) viró hacia el pasado y empezó a amañar elecciones. En 1995 convocó un referéndum y en 1996 otro: recuperó la bandera y escudos bielorrusos soviéticos, y mantuvo la pena de muerte, propuesta esta última votada por el 86% de los ciudadanos.
“No es buena idea que quedemos. No tengo nada que decir”. Stanislav Abrazej, el abogado de Kovalev, lo deja claro por móvil. Teme perder su empleo. El Gobierno prohíbe a los letrados hablar de los casos con la prensa. “Lo contratamos tras un mes. Nadie quería hacerse cargo y él fue valiente. Antes del juicio, solo le dejaron visitar a mi hijo una vez, unos minutos y vigilado por funcionarios. Yo también tuve una única visita, en septiembre”, relata Lyubov.
A la imposibilidad de preparar bien el juicio se unieron más problemas. “La falta de independencia judicial en Bielorrusia es preocupante. La selección de los jueces no se basa en criterios objetivos ni transparentes. Son nombrados por el presidente Lukashenko con el consejo del Ministerio de Justicia y el presidente del Tribunal Supremo”, explica la ONG británica Penal Reform International en un informe sobre la pena de muerte en Bielorrusia publicado en 2012. “Los acusados tienen derecho a apelar al Supremo contra la decisión del juzgado de primera instancia. Sin embargo, algunas sentencias de muerte se han impuesto directamente por el Supremo, actuando este como juzgado de primera instancia y, por tanto, negando el derecho a apelar”. Así fue en el caso de Kovalev y Konovalov.
El juicio se inició el 15 de septiembre. Una apuesta al todo o nada, con el crupier del lado del Estado. El tribunal no admitió ni una protesta de la defensa por todas las de la acusación, según varios testigos. Desde dos jaulas metálicas, Kovalev y Konovalov observaron el proceso inmóviles durante dos meses. Con su vida en juego, las pruebas fueron débiles. Ni restos de explosivos, ni un trocito del macuto donde estaba la bomba. Nada. Solo un vídeo de las cámaras de seguridad del metro, donde se ve a una persona con una bolsa de deportes. Según la acusación, se trataría de Dima Konovalov, aunque su cara no se distingue. En una investigación paralela, el FSB (servicio secreto ruso) dijo que el vídeo había sido editado y manipulado, y que la altura y complexión del acusado no coincidían con las de la persona del vídeo. La opinión rusa se ignoró.
La condena a muerte se basó, además de en el vídeo, en la admisión del crimen por parte de los acusados en las horas posteriores a su detención. Shushkévich, el exmandatario bielorruso, reflexiona: “El caso me recuerda a los tiempos tempranos de la URSS, cuando teníamos de procurador del Estado a Andréi Vyshinsky (autor intelectual de la Gran Purga de Josef Stalin). El principal motivo para acusar y sentenciar era el reconocimiento de culpa. Si se conseguía, no hacían falta más pruebas”. Método que animaba a la práctica de torturas.
Quien conoce bien a la justicia es Viasna (“primavera” en bielorruso), una de las principales organizaciones de derechos humanos y que lucha contra la pena de muerte. Su líder, Ales Bialatski –nominado al Nobel de la Paz 2012–, está en prisión desde agosto de 2011 acusado de evasión de impuestos. Una excusa del poder para apartar a un enemigo incómodo, dicen sus compañeros. La policía también clausuró la sede, y Viasna tuvo que mudarse a un piso de 80 metros cuadrados en los que ya compartían fines e ideas otras dos organizaciones dirigidas por un matrimonio: Inna Kuley, responsable de la ONG Solidarnost, y Alexandr Milinkevich, el líder europeísta del partido Movimiento para la Libertad y excandidato a presidente. “Todos tenemos miedo. Somos humanos”, asegura Valentín Stefanovich, al frente de Viasna mientras Bialatski está encerrado. Sobre el juicio a Kovalev y Konovalov señala: “Hay algo que el sumario no resuelve. Si ellos cometieron el atentado, ¿por qué lo hicieron?”.
“El juicio fue un espectáculo mal dirigido”, opina Pavel Levinov, detenido como sospechoso de los atentados “solo por ser de Vítebsk, la misma ciudad que ellos”. Pasó 10 días en un calabozo: “Temí por mi vida. Es típico que se acuse a alguien falsificándolo todo, aislando a la persona para preparar un escenario”. La presión psicológica, dice, fue muy fuerte: “La celda tenía 10 metros cuadrados. La compartíamos siete personas. Solo había un poco de luz natural. Dormíamos sobre un altillo, sin colchón ni sábanas, en turnos. En una esquina, a la vista, había un lavabo y un agujero para orinar y defecar. Los olores eran terribles. La comida consistía en gachas, una especie de croquetas de carne, con más rebozado que carne, y té. Los guardas y el jefe de la cárcel me dijeron que me quedaba poco tiempo de vida”. Pero, tras semana y media, abrieron la celda y salió. Sin explicaciones: “No sé lo que pasó”.
La pena de muerte es una “tradición soviética”, oiremos. Pero en realidad es anterior. Los zares ya la aplicaban. Lenin perdió en la horca en 1887 a su hermano mayor, Alexandr, por intentar asesinar a Alejandro III, penúltimo zar de Rusia. Eso sí, 30 años más tarde, el pequeño de los Uliánov se tomó la revancha cuando bajo su liderazgo triunfó la Revolución de Octubre y Nicolás II y su familia fueron fusilados, acabando con casi cuatro siglos de monarquía rusa. Hoy Lenin sigue vigente en la mentalidad de la clase dirigente. Una estatua suya preside la entrada al Parlamento bielorruso, adonde entramos tras una burocrática espera.
“Trabajé durante más de 20 años en el sistema judicial antes de ser diputado. Leí la sentencia de Konovalov y Kovalev con mucho interés. Quería encontrar algo que me hiciera dudar de su culpabilidad, pero sinceramente no hallé nada”, defiende Nikolái Samoseiko, exjuez, responsable de la comisión parlamentaria sobre asuntos de pena de muerte y diputado dispuesto a hablar. En persona, en su despacho, bajo la vigilancia de un retrato de Lukashenko, parece desconfiado: su mirada, sus contestaciones cortantes, sus prisas cuando le fotografiamos… “El juicio y las investigaciones fueron correctos, ratificados por estructuras internacionales, incluida la Interpol”, zanja.
En rueda de prensa en Minsk un mes después de los ataques, el secretario general de Interpol, el estadounidense Ronald K. Noble, calificó de “terroristas” a los detenidos y alabó la “profesionalidad” del KGB a pesar de su mala fama. En nuestro viaje escuchamos ejemplos de torturas cada día. Impresiona el testimonio de Andréi Bondarenko, exconvicto y líder de Platforma, una modesta organización que lucha por los derechos de los presos. Cuenta una atrocidad tras otra: desde agentes que le meten un bote de espray por el ano a un detenido para que confiese hasta otros que desnudan a un sospechoso en mitad del bosque nevado, le obligan a tirarse al suelo y le orinan encima; desde celdas de 25 metros cuadrados para 50 personas hasta campos de trabajo.
La Unión Europea y Estados Unidos hace tiempo que vetaron a Lukashenko, también señalado por Naciones Unidas. Al presidente no parece preocuparle. Sus viajes de Estado le llevan a estrechar la mano de dirigentes como el iraní Mahmud Ahmadineyad o el cubano Raúl Castro. También era amigo del fallecido mandatario venezolano Hugo Chávez. En su velatorio, Lukashenko estaba en primera fila junto con su hijo pequeño, Nikolái, de siete años, nacido de una relación extramatrimonial con una enfermera, a la cual se lo ha arrebatado. La presencia del niño en actos públicos es habitual, y a veces lleva al cinto una pistola bañada en oro. De la mano del padre, visitó la estación de Oktyabrskaya tras el atentado.
Durante la investigación preliminar, Kovalev había inculpado a Konovalov, que no abrió la boca en el juicio. “Le maltrataron, le tenían atontado. Creemos que era la táctica, silenciarle y obligar a Kovalev a declarar contra su compañero. Pero en el juicio lo negó, aunque sabía que le podían condenar a muerte”, explica Ludmila Gryaznova, directora de la Alianza de los Derechos Humanos y que siguió el juicio como público.
Un 30% de la población, según sondeos no oficiales, cree que el atentado fue una conspiración del poder y ejecutado por el KGB, en un momento de baja popularidad del presidente tras un nuevo escándalo electoral. “Fue un complot para distraer la atención. Además, la economía iba muy mal y en mayo se acabó devaluando la moneda un 56%”, señala Gryaznova.
Además de los atentados del metro, en el juicio se atribuyeron a Kovalev y Konovalov otras dos explosiones menores en Vítebsk y en Minsk en 2005 y 2008. “En uno de esos ataques hubo una bomba que no explotó. Se investigó y se encontraron huellas de un miembro de Almaz (los servicios antiterroristas bielorrusos). En el juicio, el abogado pidió que se interrogara a esa persona. Pero le contestaron: ‘No puede, está de vacaciones”, apunta Yulia Khlashchankova, de la organización Belarusian Helsinki Committee, la única ONG de derechos humanos legalmente registrada. “A las demás les han ido quitando los permisos”, señala. Por ejemplo, Viasna, ilegal desde 2003 y cuyos miembros se arriesgan a una pena de hasta tres años.
“En Bielorrusia tenemos un problema muy grave con la oposición. En cualquier país tiene que haber una oposición constructiva, que colabore con el Estado para que tome las decisiones correctas. Pero aquí solo quiere molestar al poder y actúa bajo el principio de que cuanto peor, mejor. El juicio a Kovalev y Konovalov es un ejemplo de esto, muchas personas hablaron de un proceso injusto y acusaron a las autoridades sin motivo. ¡Había pruebas de sobra para acusar a 10 personas!”, defiende Samoseiko en su despacho. Él y el resto de diputados (110 en la Cámara de Representantes y 64 en el Consejo de la República) son leales al presidente. Desde mediados de los noventa, las elecciones no son reconocidas por la UE y EE UU. El 19 de diciembre de 2010 (cuatro meses antes del atentado), en las últimas presidenciales, siete de los nueve candidatos opositores fueron detenidos en la noche electoraljunto a 800 personas que protestaban frente al Parlamento.
Mikalai Statkevitch era uno de esos candidatos, en prisión desde ese día, sentenciado a seis años por desorden público. Su fotografía está en el despacho de Inna Kuley, responsable de Solidarnost, y esposa de Alexandr Milinkevich, candidato en 2006, detenido durante unos días en unas protestas muy similares a las de 2010. “En Bielorrusia en realidad no hay elecciones. A mi partido no le dejaron casi participar en la comisión electoral. De 70.000 interventores, yo solo tenía una persona. En cuanto a los observadores internacionales de la OSCE, no podían acercarse a menos de 10 metros del recuento”, explica Milinkevich.
Si hay un episodio oscuro relacionado con la oposición al poder, este acaeció en 1999, cuando desaparecieron el exministro del Interior Yuri Zajarenko; el ex vicepresidente del Parlamento y exjefe de la Comisión Electoral Central Victor Gonchar; el periodista y cámara personal del presidente, Dmitri Zavadski, y el hombre de negocios Anatoli Krasovski. Nunca se supo nada de ellos ni aparecieron sus cadáveres. Es vox pópuli que fueron asesinados. “Los mató un escuadrón de la muerte creado por Lukashenko”, afirma Stefanovich, de Viasna.
Curiosamente, quien sabe del tema es el coronel Oleg Alkaev, exjefe de la prisión SIZO número 1 de Minsk entre 1996 y 2001. Hoy vive en el exilio, en Berlín, adonde huyó porque sabía demasiado. Alkaev publicó en 2006 un libro en ruso titulado Pelotón de fusilamiento, donde detalla las ejecuciones, pero también arroja luz sobre el misterio de Zajarenko, Gonchar, Zavadski y Krasovski. Cuando contactamos con él por primera vez, a finales de 2011, estaba de acuerdo en reunirse con nosotros. Sin embargo, a inicios de 2013, cuando este reportaje estaba en marcha, se echó atrás. Quería dinero a cambio, algo a lo que EL PAÍS no accedió.
En su libro, Alkaev explica cómo el 16 de septiembre de 1999, el día de las desapariciones, le llama el coronel Kadushkin, jefe del Comité de Ejecución del Ministerio del Interior: “Me dijo que el ministro, Yuri Sivakov, necesitaba que le prestara la pistola especial con silenciador de la prisión”, esto es, la misma con la que se llevan a cabo las ejecuciones. “Su ayudante recogió el arma PB-9 con dos cargadores”, recuerda Alkaev, a quien le pareció rara la petición, ya que Sivakov podía obtener un arma nueva fácilmente: “Por alguna razón prefirió una con no muy buena reputación”. Dos días más tarde devolvieron la pistola. “La utilizaron por dos razones. Porque era difícil de encontrar y porque era un mensaje. Se aplicaba la pena de muerte, pero no como la decisión de un juez, sino como la del presidente de la República”, denuncia Stefanovich, de Viasna.
“Al principio no me sentía cómodo. Pero después vi que era un trabajo como cualquiera. Yo comunicaba al preso que iba a ser ejecutado. Le hacía creer que no lo mataríamos inmediatamente, que primero sería llevado a otro lugar. La persona salía pensando que le quedaba un poco de tiempo, pero en realidad iba a ser ejecutada en dos minutos. Creo que era más sencillo morir así, pensando que había esperanza”,detalló Alkaev, que participó en 134 ejecuciones, en una entrevista concedida en 2009 a Amnistía Internacional. “Normalmente los familiares que venían eran las madres. Cuando se les decía que su hijo ‘se había marchado de acuerdo con su sentencia’, querían recuperar el cadáver. Yo no podía responder”, añadió sin desvelar el destino de los cuerpos.
“Una imagen típica de la pena de muerte en Bielorrusia es cuando las madres intentan encontrar los restos de sus hijos”, explica Stefanovich. Es el caso de Svetlana Zhuk. Su hijo Andréi fue ejecutado en 2010, acusado de robar un furgón blindado y de asesinar a las dos personas que lo conducían. Acudimos a conocerla a su casa, en Soligorsk, a 180 kilómetros de Minsk. Conocida como la ciudad de los mineros, fue construida a partir de 1958 alrededor de la mina de potasio allí descubierta y que ha convertido a Bielorrusia en el tercer productor mundial de este metal. Svetlana nos recibe, a propósito, en horario laboral de su marido. Dice que está roto. Ella saca fuerzas para luchar en solitario y proclama la inocencia de su hijo.
Al contrario que el caso de Kovalev y Konovalov, el de Zhuk no levantó la misma polvareda ni tuvo la misma resonancia internacional. Svetlana recuerda como si fuera ayer el día que entendió que su hijo había muerto: “Fuimos a la cárcel a visitarle. Nos dijeron: ‘Lo hemos llevado a otro sitio’. Supliqué que me informaran. Finalmente un funcionario dijo que esperásemos a la certificación”. El papel oficial, del tamaño de medio folio, reposa inerte ante nosotros. Comprobamos la casilla “Причина смерти” (causa de la muerte) y vemos que está vacía.
“Fuimos al cementerio del norte en Minsk para tratar de averiguar algo. Pero allí nos aseguraron que no entierran casos así”, relata la mujer, que ha llegado a acudir a videntes para buscar el cuerpo de su hijo. Dos días después de conversar con ella, acudimos al camposanto con la idea de ver aquel lugar al que fue desesperada. En un día terrible climatológicamente, cuando entramos estamos solos. El ruido del viento y nuestras pisadas sobre la nieve, que cubre por la rodilla según avanzamos entre las tumbas, nos sobrecogen.
“Que no devuelvan los cuerpos es medieval y bárbaro. Es amoral, la esencia de las dictaduras”. El excandidato a presidente Alexandr Milinkevitch es tajante. En un asunto que toca a las creencias religiosas –sin cadáver no hay posibilidad de enterrar a la persona acorde a su religión– tratamos de recabar la opinión de las dos confesiones principales: la mayoritaria ortodoxa (alrededor del 80% de la población practica esta fe) y la católica. Estos últimos se niegan a quedar personalmente. Se ciñen al escrito oficial sobre el asunto, del arzobispo Tadeush Kandrusevich, que critica la pena de muerte por atentar contra la dignidad humana.
La Iglesia ortodoxa, que en Bielorrusia depende del patriarca Cirilo (en Moscú), tiene un documento similar, en el que se afirma que verían “con buenos ojos” la abolición de la pena capital. El texto dice: “La Iglesia actúa con los órganos policiales y judiciales para erradicar la criminalidad”. Hablamos con el padre Alexandr Shramko, ortodoxo, para que nos lo aclare. Él, dice, está “de acuerdo con la opinión católica”. Sin embargo, nos explica la ortodoxa: “Se preferiría eliminar la pena de muerte, pero no es obligatorio. La Iglesia subraya que tiene en cuenta todas las opiniones, las de la sociedad y las del Estado, y que en los libros sagrados no se dice que se tenga que prohibir la pena de muerte”.
El diputado Samoseiko tuerce el gesto: “Yo tampoco encuentro la lógica a que no se devuelvan los cuerpos. Pero es complejo y hay que resolver el tema en general. Imagina que a partir de mañana se cambia la norma. ¿Cambiaría algo?”. Cuando le decimos que quizá sí, exclama: “A mí no me tienes que convencer de nada. Si me preguntas si estoy personalmente a favor o en contra de la pena de muerte, te digo que en contra. Pero el objetivo del grupo parlamentario que presido no es manifestarse en ningún sentido”.
“La República de Bielorrusia casi ha llegado a la moratoria”, defiende Samoseiko. Aunque el uso del castigo capital sigue vigente, se aplica poco: 47 ejecutados en 1998, 2 en 2012. El descenso se debe al cambio del código penal en 1999. Hasta entonces, la máxima pena, aparte de la muerte, era de 15 años de cárcel. La modificación introdujo la cadena perpetua y la posibilidad de condenar a 25 años de prisión. “La opinión pública no está preparada para la moratoria. El atentado aumentó la gente favorable a la pena de muerte, y la opinión del presidente de la República es clara. De momento no está dispuesto a cambiar nada”, termina. Desde las ONG se cree que para Lukashenko el asunto es una baza que podría jugar de cara a mejorar su imagen en el exterior.
Ajena a los cálculos políticos, Lyubov Kovaleva agradece la solidaridad de quienes, pública o anónimamente, le han apoyado: “Cuando dijeron que los habían ejecutado, alguien puso en la plaza principal de Vítebsk un retrato de mi hijo con un cartel: ‘Le mató Lukashenko’. Duró un tiempo, hasta que alguien lo colgó en Internet y entonces lo quitaron”. En la estación de metro de Oktyabrskaya aparecieron flores, velas y un mensaje, “15+2”, en alusión a las víctimas de los atentados más Konovalov y Kovalev. La madre de este, convertida en un símbolo de la lucha contra la pena de muerte, abre dos cajas de cartón. En una aparecen las cartas que le mandaba su hijo desde prisión. En la otra, Lyubov conserva decenas de misivas de apoyo de personas que no conoce. Palabras de consuelo desde Bielorrusia y del extranjero: Suecia, Francia, Lituania, Polonia…Lo que jamás recibió, dice, son las flores que le enviaban. A la entrada de su calle, el KGB se encargó de impedirlo.
http://elpais.com/elpais/2013/05/24/eps/1369395050_068336.html