El martes 11 de mayo de 1937, quince días después del bombardeo de la ciudad vasca de Guernica, perpetrado por la Legión Cóndor alemana y la Aviación Legionaria italiana, en el marco de las operaciones concretadas para doblegar a las fuerzas armadas que se debatían en defensa de la legalidad republicana en el norte de España, tuvo lugar una masacre similar, de este lado del océano Atlántico, desconocida hasta hoy por la inmensa mayoría de los latinoamericanos. Más allá de la destacable proximidad cronológica, ambos episodios se emparientan por consistir en sendos ataques aéreos contra poblaciones civiles.
En el caso de la célebre villa vizcaína, caracterizada por Juan Jacobo Rousseau, un siglo y medio antes de su bárbara destrucción, como el pueblo más feliz del mundo, gobernado por una junta de campesinos que, reunidos bajo un roble, decidían justamente sus asuntos, los agresores escogieron un lunes, día de mercado, para arrojar sus bombas incendiarias sobre los inermes paisanos que acudían al rito plurisecular del intercambio de mercaderías. Cumplieron, de tal suerte, el doble objetivo de profanar el bastión de las libertades forales y de entrenar a sus pilotos en un “banco de pruebas” propicio para ulteriores fechorías, como lo reconoció el mariscal Goering en el juicio de Nuremberg. El número de víctimas fatales de esa macabra hazaña oscila, según los historiadores, entre ciento veintiséis y más de un millar.
Los sucesos de Caldeirâo requieren mayor explicación. A comienzos del siglo XX, en el nordeste brasileño, la ausencia del poder político central, formalmente ejercido por una débil autoridad republicana, dejaba amplio margen para que los grandes latifundistas, denominados “coroneles”, sometieran a las masas de campesinos y migrantes a condiciones de trabajo de semiesclavitud. Las alternativas para escapar de ese destino de indignidad eran escasas: el bandidaje, asumido por grupos armados denominados “cangaceiros”, o el misticismo, alentado por profetas populares que trashumaban de comarca en comarca, seguidos por legiones de menesterosos a los que encaminaban a la penitencia y la perpetua romería como vía de salvación.
En ese complejo escenario aparecieron, sucesivamente, dos figuras de enorme relevancia: Cícero Román Bautista (1844-1934), conocido como “Padre Cícero”, un sacerdote de ambiguo proceder frente a los poderosos de la época, luego devenido en figura mítica de la región, y su destacado discípulo, el beato José Lourenço Gomes da Silva (1872-1946). Aunque analfabeto, José Lourenço supo elevarse de su perfil inicial de penitente para asumir la formación de una comunidad de trabajo en una hacienda denominada Baixa Dantas, donde permaneció hasta 1926, venciendo con su azada la aridez del pedregoso suelo sertanejo y cultivando frutas, cereales, algodón y hortalizas, en compañía de un grupo creciente de campesinos, encomendados por su maestro Cícero.
Tal insólita experiencia de labor comunitaria y su buen suceso no tardó en despertar el encono de las autoridades locales, y el beato conoció la prisión por una falsa denuncia de fanatismo religioso, para luego resultar expulsado sin indemnización por el nuevo propietario de esas tierras.
Conmovido ante esa injusticia, su mentor consiguió que el colectivo compuesto por su acólito se instalara en su propia hacienda, llamada por entonces Caldeirâo dos Jesuitas, un terreno de 500 hectáreas en el estado de Ceará, donde llegaron a asentarse familias de todo el nordeste hasta completar dos mil almas, bajo un régimen de tareas mancomunadas, con distribución de beneficios conforme a las necesidades de cada individuo. La producción se diversificó, pasando a fabricarse ropas, utensilios e instrumentos de labranza por parte de tejedores, artesanos, carpinteros y herreros.
Una gran sequía, ocurrida en 1932, impulsó a otros quinientos migrantes a desplazarse hacia Caldeirâo, donde fueron albergados por la comunidad organizada por el beato, en contraste con la política de campos de concentración seguida por el gobierno estadual para contener a los damnificados de la hambruna.
A esas alturas, José Lourenço dejó de representar para la elite dominante el inofensivo religioso analfabeto de otrora, para erguirse como un caudillo peligroso, que organizaba a sus compañeros bajo moldes socialistas y significaba una amenaza potencial para el orden público. Y si la presencia del fraile Cícero representó un óbice para actuar violentamente contra el beato y sus gentes, su muerte configuró la ansiada oportunidad. Toda vez que el nonagenario sacerdote había testado a favor de la orden salesiana, los personeros de dicho grupo religioso comenzaron por exigir tributos para luego, en 1936, reclamar el reintegro de la posesión del terreno escrupulosamente cultivado hasta entonces.
Ante la renuencia de los pobladores, las reuniones entre los eclesiásticos y los representantes de las policías política y militar culminaron con la decisión de actuar con rapidez y contundencia. El 11 de septiembre de ese mismo año, fuerzas policiales y militares invadieron el predio, quemaron más de cuatrocientas viviendas, expulsaron a sus moradores, saquearon las despensas y encarcelaron a los dirigentes, a excepción del beato, que logró escapar. Pero los miembros de la comunidad decidieron permanecer al pie de una sierra cercana y entre las matas de la meseta de Araripe, contrarrestando las constantes hostilidades de los efectivos estaduales.
Al inicio de 1937, tras una refriega entre ambos grupos, con pareja pérdida de vidas, las autoridades locales recibieron el apoyo del gobierno dictatorial de Getulio Vargas, concretado mediante el envío de tres aviones destinados a reconocer la zona y localizar a los campesinos. Mientras doscientos patrulleros rastreaban la meseta, los pilotos de la Fuerza Aérea brasileña tuvieron así, el 11 de mayo de ese año, un bochornoso bautismo de fuego, con el luctuoso saldo de un número de civiles que oscila entre los cuatrocientos oficialmente admitidos y los más de mil que aducen diversos historiadores. Ningún soldado murió en dicha acción.
* Docente de Criminología y juez.
Fuente: http://www.pagina12.com.ar/diario/sociedad/3-193771-2012-05-11.html