El Congreso Nacional se encuentra en mora desde el retorno de la democracia en 1983, en sancionar una ley penal juvenil. La Ley 22.278 que regula el “Régimen penal de menores” data de 1980 y actualmente conserva su vigor formal. Como puede advertirse, no se trata de una ley propiamente dicha, sino de una orden de facto de la última dictatura militar y, como tal, representativa no solo de la ideología reaccionaria y autoritaria imperante en el régimen impuesto, sino de las ideas y concepciones en la materia, propias de aquella época. Se trata de una norma reñida con el sistema constitucional, con las normas supranacionales y con los derechos humanos.
Muy sintéticamente, este régimen penal especial responde a la concepción de un control del delito dirigido a la infancia marginada, confundiendo situaciones absolutamente dispares como un abandono padecido, con la situación de cometer un delito, es decir, todo es visto como parte de un mismo fenómeno, y frente a ello, frente a situaciones que considera semejantes, dispone soluciones y tratamientos similares, consagrando con centralidad la propuesta del encierro o internación y fundada en la arbitrariedad. La letra de la Ley 22.278 posibilita las facultades de disposición de los “menores” con formación de expedientes tutelares, estas facultades implícitamente han sido derogadas por la Ley 26.061 y por la Convención sobre los Derechos del Niño.
A partir de la Convención sobre los Derechos del Niño de 1989 (sin perjuicio de otras normas previas que Naciones Unidas venía emitiendo), se produce un cambio de paradigma, un nuevo emplazamiento o enfoque desde donde mirar a la niñez: el “menor” que pasa a ser “niño, niña o adolescente”, deja de ser “objeto de protección” para transformarse en “sujeto de derecho”, se abandona la concepción tutelar o paternalista y se adopta un sistema de protección de derechos vulnerados (en consonancia con estos postulados se dicta la Ley 26.061 de protección integral de derechos de niños, niñas y adolescentes.
Debe reconocerse que, desde hace años, existe la preocupación en el ámbito del Congreso Nacional por dar respuesta a la sociedad sobre esta deuda de actualización normativa, respetuosa del sistema constitucional.
Algunos proyectos de ley, felizmente caducos, encontrándose ya ratificada por nuestro país la convención citada e incorporada al artículo 75 de la Constitución Nacional, se limitaban solo a modificar la ley vigente para bajar la edad de imputabilidad penal, llevándola de los 16 a los 14 o 12 años de edad, pero manteniendo y agravando el sistema de facto en vigor con normas locales contrarias a las internacionales que son de cumplimiento obligatorio para nuestro país (la Convención sobre los Derechos del Niño tiene jerarquía constitucional superior a las leyes nacionales).
Los demás proyectos -más allá de la edad de imputabilidad penal que cada uno fijaba y algunas otras características diferenciadoras- en general coincidían en diseñar una nueva estructura legal, derogando las leyes de facto y reformando integralmente el régimen penal juvenil actual, consagrando un sistema de derechos y garantías de adolescentes infractores a la ley penal respetuoso de la Constitución Nacional y los tratados internacionales.
Las discusiones en torno al tratamiento de estos proyectos de ley se sucedieron año tras año hasta hace poco tiempo; el tema parece haber salido por completo de la agenda legislativa del Congreso.
Como razones de esta demora en la sanción legislativa podrán darse muchas, seguramente algunas razonables y atendibles, pero básicamente el debate legislativo nacional se encuentra paralizado por la discusión en torno a fijar la edad a partir de la cual existe responsabilidad penal por los hechos ilícitos cometidos. Existe consenso suficiente que antes de los 18, a partir de los 16 años de edad, puede atribuirse responsabilidad penal; no ocurre lo mismo con respecto a fijarlo en 14.
Ahora bien, ante esta trabada discusión, habiendo transcurrido un lapso de tiempo más que suficiente sin que se arribe a un acuerdo, es hora de avanzar legislativamente sobre un nuevo sistema de responsabilidad penal a partir de los 16 años de edad y derogar el régimen actual, un sistema por el cual, al menos, se garantice a los adolescentes, entre otros, los mismos derechos y garantías consagrados el sistema penal de los adultos, por ejemplo, la indispensable asistencia de un defensor. Y por supuesto, debe producir la separación total y absoluta de la intervención asistencial y la penal, dejando la primera exclusivamente bajo los postulados de la ley de protección integral de derechos vigente (en el ámbito nacional, la Ley 26.061), ajeno por completo a la ley penal. Además este nuevo sistema debería contener las indicaciones supralegales, es decir, las derivadas de fuentes normativas superiores que estamos obligados a respetar; por citar un ejemplo, el principio más importante quizás, la privación de libertad del adolescente debe ser concebida como el último recurso disponible para el juez, es decir, supone haberse agotado definitivamente la posibilidad de recurrir a otra medida menos gravosa, recurrir en forma excepcional y solo en caso de extrema gravedad; asimismo, una vez decidida la aplicación de sanción privativa de libertad, debe ser impuesta por el plazo más breve posible para alcanzar su finalidad y ser cumplida en centros especiales de alojamiento que reúnan rigurosas características materiales y de funcionamiento, con apego a un plan individual de ejecución de la sanción diseñado para el caso. Otro principio es la especialidad de la materia, es determinante para el correcto funcionamiento del sistema de responsabilidad penal juvenil la especialización de los actores implicados en su aplicación, debe contarse con fiscales especializados, jueces especializados, defensores especializados, asistentes profesionales especializados.
Pero la nueva ley penal juvenil no solo debe ser producto del cumplimiento diligente de las obligaciones que asumimos como nación ante el mundo de adecuarnos a los estándares internacionales en esta materia -aunque esto ya sería mucho- sino de tomar conciencia humanista de legislar pensando en la sociedad libre que queremos, respetuosa de los derechos y garantías, contraria a la arbitrariedad y la injusticia, pensando que en definitiva lo que hoy hagamos con nuestros niños determina la sociedad del mañana próximo, muy cercano.
Mientras tanto, mientras no haya una nueva ley penal juvenil, más allá del esfuerzo interpretativo y de aggiornamiento que realicen algunos jueces especializados y probos, compenetrados y comprometidos con la problemática penal juvenil, el ámbito de funcionamiento es nebuloso, el vetusto régimen normativo que conserva su vigencia formal es complaciente con un sistema represivo cuyo funcionamiento se ha caracterizado por las detenciones arbitrarias, por motivos asistenciales y no penales, por el alojamiento en comisarías, por el hacinamiento en institutos de encierro en condiciones inhumanas de permanencia, en definitiva, el legislador nacional mantiene en vigor el régimen que fue posibilitador de situaciones denunciadas y acogidas internacionalmente como graves violaciones a los derechos humanos cometidas en contra de nuestros niños.

 

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