Esta frase presenta una contradicción plausible, manifiesta. Una contradicción performativa, inadmisible en la fundamentación de una sentencia. Por otro lado, apela subrepticiamente al derecho penal de autor cuando presenta al delito como una «recaída» en la enfermedad (de la persona).
Esto es una contradicción porque el fracaso de la pena no se le puede arrogar (nunca) a la persona que la padece (más en las condiciones denigrantes del sistema penitenciario argentino, es claro que la pena no es un «bien», es un «mal» para la persona que la padece, la pena se impone, por eso se «sufre», no se puede sentir «aprecio» por el sufrimiento: este era el argumento de la tortura en la Edad Media, habría que agradecer porque «te torturo por tu bien»; entonces el reo debía estar «agradecido» porque se lo castigaba). El derecho liberal cambió esto. El derecho penal moderno asentó la legalidad sobre una premisa: el castigo es un mal. Es un daño. Es violencia institucional. No es un bien. Por eso debe ser evitado. Por eso el derecho penal debe ser una solución de última ratio, y no la primera y única alternativa que parece haber en el Derecho. Aunque muchas veces todo parece reducirse allí: tal es el nivel de simplismo en el debate penal argentino. La escasa formación va de la mano del prejuicio. De la demagogia.
Endilgarle a la persona las fallas del sistema penitenciario es muy cínico, pero también es contradictorio, es obviar un hecho básico: la pena –y en consecuencia sus resultados en la persona– es una responsabilidad primordial del Estado que la impone y no de las personas que la padecen.
La persona no puede no «despreciar la pena»: pero si «reincide» no es porque desprecia «la pena», como simplifica la Corte, sino precisamente, porque la pena, que no se cuestiona, no sirvió. Porque la pena fracasó. El Estado fracasó en su objetivo básico.
Curiosamente, en lugar de cuestionar esto, se refuerza la coacción sobre el individuo. Es una forma de soslayar conflictos sociales complejos. Esto es precisamente lo que hay que discutir: lo que evita discutir la Corte. No hay un «mayor grado de culpabilidad» de la conducta posterior, lo que hay es un fracaso de la pena (y del sistema de reinserción de la persona condenada), que es muy distinto. Hay un fracaso de los sistemas de castigo que no operan evidentemente como sistemas de reinserción, sino de exclusión, de estigmatización, de abandono. Una pena, por definición, no resocializa. Entonces, ¿para qué sirve castigar? Es una pregunta incómoda, pero es una pregunta que debe hacerse y que el derecho penal hoy se hace. Una pregunta que no se puede seguir soslayando.
En último lugar, hay una contradicción interna en la frase de la Corte. «Mayor grado de culpabilidad de la conducta posterior a raíz del desprecio que manifiesta por la pena quien, pese a haberla sufrido antes, recae en el delito.» La Corte abre un camino equivocado. No hay mayor o menor grado de culpabilidad en las conductas, esta es una expresión equivocada, en todo caso eso puede dirimirse en términos sociales (Merton) pero no penales. Las condicionantes socioeconómicos (el fuego que la Corte no toca) son más importantes que la culpa abstracta. Todas las personas sienten –no pueden no sentir– «desprecio» por algo que las hace o las ha hecho sufrir. (Además, «recaer» hace suponer que las personas recaen en una suerte de «enfermedad»: el delito.
Este lenguaje no es casual ni es inocente. Expresa de modo directo las categorizaciones del derecho penal de autor –se juzga a una persona por lo que es, porque «recae…» en el delito, y no por lo que hizo o hace–, «recae» porque es ya un delincuente enfermo que «reacae» en su «enfermedad»). Es normal y deseable que las personas sientan desprecio por aquello que es un mal, y que las hace sufrir. Nadie quiere ser castigado. Nadie quiere sufrir. ¿Cómo esperar que una persona «disfrute» de una pena en lugar de sentir aversión por ella, en un sistema penitenciario cuestionado en forma unánime por todos los organismos de Derechos Humanos? ¿Se puede disfrutar, sentir «respeto» por la violencia, las facas, el hambre, la tortura, el frío?, ¿se puede apreciar dormir en el piso, ser golpeado, aislado? La Corte debería explicar mejor en qué consistiría este «aprecio». Falta un debate. ¿La Corte presupone que las personas se deben sentir «honradas» con el castigo? ¿Dignificadas en cárceles (degradantes), como decía Hegel?
La pena hace sufrir a las personas, en lugar precisamente de haberlas reintegrado. Eso es endilgarles a las personas las culpas y responsabilidades de un fracaso que es mayor y las excede. El fracaso de la sociedad, del Estado. Del sistema penitenciario. El fracaso del Derecho. Todo esto es lo que queda escondido detrás de la «reincidencia»: un derecho penal que no «mejora». Un castigo que no sirve, porque por otro lado, si el condenado ya mostró «desprecio» por la pena (que sufrió) no hay ninguna razón para pensar que «más pena» no produzca sino eso: más y más «desprecio» (y no menos) en los que la sufren: esto es, cada vez más y más violencia. No menos. La Corte se contradice. No busca ir al núcleo del problema en el debate del derecho penal. Y esto es lógico. Porque es un debate muy complejo. Pero a su vez le miente a la sociedad. Le dice que podemos seguir condenando sin atender alguna vez la contradicción que todo castigo supone en un sistema penal dominado por la selectividad, la pobreza y la reincidencia, derivada del fracaso de la cárcel que oprime y de una sociedad que no incluye, sino que abandona.
La Corte Suprema, como dijimos, respaldó y consideró constitucional el sistema de reincidencia que se aplica a quienes tras cumplir una condena de prisión efectiva cometen un nuevo delito, por el cual se suele negar la libertad condicional. Pero eso es un error que debe ser invertido. Primero, porque se juzga a una persona por lo que es y no por lo que hace, como hemos escrito en otras columnas. Inconstitucional es someter a alguien, en nombre del Estado, a condiciones de encierro ignominiosas que son, (nosotros agregaríamos doblemente, pero esa es otra discusión) físicamente degradantes, inhumanas, que vulneran y no resocializan a las personas. Las empeoran.
Las cárceles no cumplen el cometido o mandato que les asigna nuestra Constitución. Pero esto no parece ser un obstáculo para la fallida interpretación constitucional de la Corte. Eso porque quienes pueblan las cárceles hace 200 años, como dice Gargarella –con toda razón– son siempre los mismos: los pobres. Los vulnerados. Los sin voz. Los sin derecho. Su único derecho es ese: la cárcel. Su único horizonte son los barrotes. Pero la condena viene de antes. Eso representa «cierta regresión en las políticas garantistas y en la discusión sobre las penas»,
dijo una periodista. Es verdad. Más aún: evita que la discusión sobre el derecho penal argentino tenga el nivel que debería tener. Es una prueba de cómo el simplismo mediático (la inmadurez política) puede ser también el simplismo de una Corte. Cómo la justicia es, en todos sus niveles, permeable. Frágil. Le cuesta argumentar. Trascender. Abrir los ojos.
Mientras el delito sea presentado como una enfermedad (para el cuerpo social, que debe ser «defendido» de esta «enfermedad», de los «enfermos»), el derecho estará hablando un lenguaje peligroso e incorrecto. El lenguaje de la «guerra» al delito no es el lenguaje que debe hablar la justicia. Es el lenguaje que la justicia debe evitar. La cárcel funciona como venganza. Como opresión.
Como olvido. Como violencia. Y el derecho no debe legitimar la violencia en ninguna de sus formas. El derecho está para evitar eso. No para justificarlo. Al legitimar la violencia, cualquiera sea, el Derecho –todo derecho– se contradice. Se desdibuja. Se desvanece. Deja de ser. Por eso decimos que defender el garantismo es la única manera de defender la Constitución.
Preservar las garantías es la única manera de defender la democracia.
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