Con la caída del sol, en los terrenos quedan pocas familias al cuidado de las carpas y casillas. El frío y la falta de alimentos son preocupaciones esenciales. La ayuda entre los habitantes es una de las armas para combatir el silencio y la oscuridad junto al temor de ser echados. Tensión con la prensa durante la visita.
Durante las noches en los asentamientos del barrio Pirayuí el incesante movimiento de personas, vehículos, el traslado constante de los vecinos de la barriada contigua y el bullicio se detienen dejando lugar a unos pocos cientos de okupas que en la oscuridad resisten para cuidar celosamente sus parcelas delimitadas desde hace un mes. Con el sonido de los grillos como única música de fondo, las pocas familias que se quedan comparten alguna fogata y se disponen a pasar la noche en la oscuridad, intentando conciliar el sueño que muchas veces les fue esquivo por las jornadas de frío, lluvia y el miedo a ser desalojados o retirados, demostrando que sólo los más necesitados se quedaron para proteger sus «propiedades» y cuidarse entre ellos.
Con el ocultamiento del sol, las miles de chozas, carpas y casillas precarias van desapareciendo en el horizonte, quedando sombras y siluetas a la luz del alumbrado público de los barrios aledaños y entre los serpenteantes caminos de la zona rural ubicada casi a las afueras de la ciudad.
Guiados por Aníbal y Diego, dos habitantes de la nueva barriada okupa, El Litoral recorrió (el jueves) la noche del asentamiento comprobando las necesidades y la vida que llevan las familias.
“Hay cosas básicas que mucha gente hace, como ir al baño o sacar agua de la heladera, pero acá nosotros construimos nuestros baños con toldos, pozos o baldes y debemos rebuscarnos para conseguir agua, que muchas veces nos dan generosamente los vecinos de las 50 Viviendas», explica uno de los guías.
La geografía accidentada del lugar presenta numerosos arbustos, canales y pequeños afluentes del arroyo Pirayuí, árboles y malezas que pueden convertirse en obstáculos para quienes no están acostumbrados a caminar en medio de la oscuridad. A través de los caminos se abren paso carpas de todos los tamaños: algunas para albergar a una familia entera y otras donde podría ingresar a duras penas una sola persona, aunque muchas de ellas están deshabitadas o incluso hay restos de varias precarias construcciones que fueron destruidas por el viento o el fuego.
«En algunos casos, las carpas fueron quemadas totalmente y tuvimos que sacar todas las cosas y ayudar a la gente. No sabemos quiénes iniciaron el fuego, si fueron los policías, la gente de acá o alguien a quien enviaron», señaló uno de los okupas.
En los terrenos del asentamiento la solidaridad y la ayuda entre los vecinos es una de las características, como en una nueva barriada. «Tratamos de cuidarnos entre todos y cuando alguno de los dueños de las carpas no viene, se las cuidamos, y después al regresar compartimos la comida y las cosas que tenemos», explicó Diego.
«Mucha gente se va durante las noches a otros lados; otros vinieron a marcar los terrenos y no volvieron más, sin embargo, otras personas no pudieron soportar el frío, la lluvia o la falta de alimentos de algunos días y se fueron», señaló Diego.
Entrada la noche, en las casillas no hay “Bailando por un Sueño”, “Graduados” o “Dulce Amor”, sino el temor a la represión policial, el robo de las pocas pertenencias que los ocupantes poseen o la llegada del mal tiempo. «Durante los días de frío nos envolvimos con las frazadas y los colchones, prendimos una fogatita y tratamos de dormir como se puede. El frío y la lluvia se sienten y hay que aguantar. Muchas carpas fueron arrastradas y nos ayudamos entre los vecinos», explicó Aníbal.
Un fiel testimonio de las penurias sufridas por las bajas temperaturas son las mejillas oscurecidas de la pequeña hija de Aníbal, quien ofrece con una sonrisa un par de tortas fritas a los extraños visitantes.
Llegando al corazón de los terrenos, sólo la luna llena y las estrellas sirven de luces para no tropezar con algún obstáculo del inmenso monte ocupado y permite ver una fogata en una de las tantas carpas que se erigen. Son Oscar y Gustavo, dos familiares que habitan en los predios tomados desde el primer día. «A la noche es difícil descansar porque se duerme con un ojo abierto y otro cerrado. Tenemos miedo de que nos vengan a sacar o a molestar o que nos agarre una lluvia muy fuerte», señalaba Gustavo mientras revolvía un guiso de fideos cocinado en una olla negra de hierro.
En cuanto a la comida, algunos días la provisión de víveres se complica. «Antes venía la gente de Desarrollo Humano a traer leche y la comida para los chicos, pero dejaron de hacerlo y debemos rebuscarnos para conseguir las provisiones», indicó Diego.
«Se dijeron muchas cosas sobre lo que comíamos, pero en algunos casos recurrimos a comer apereá ante la falta de alimento y la prohibición de hacer entrar comida», señaló Eli, una de las okupas que está en el lugar desde el inicio de esta situación.
Recorriendo el lugar pueden escucharse algunos murmullos dentro de las carpas, el movimiento de los bichos entre las malezas y algún que otro ladrido de un perro guardián que protege la propiedad de sus dueños. «Este es Kevin, nuestro perro que caza para comer», señala la pequeña niña haciendo referencia a un can negro mestizo que acompaña en el recorrido a los cronistas abriendo paso por el extenso monte. Además el animal cumple la función de cazador de las apereás que, en días de escasez, sirven para llenar las ollas de algunas de las familias del asentamiento. Continuando el recorrido encontramos la carpa vacía de donde vivió sus últimas horas Fabricio Vallejos, el pequeño de 2 años, hijo de okupas, que falleció semanas atrás en el Hospital Pediátrico “Juan Pablo II” a raíz de las complicaciones de salud que sufrió por su enfermedad.
Los vecinos manifestaron que los padres volvieron pocas veces a raíz de la profunda tristeza en la que se encuentran luego del fallecimiento de su único hijo.
«No tenemos un lugar adonde ir, por eso estamos acá. La intemperie, el frío y el sueño valen la pena gracias a la esperanza de tener algo propio», indicó finalmente un joven que se encontraba con su novia y algunos amigos alrededor de una fogata cerca de en una de las carpas.
Con el ocultamiento del sol, las miles de chozas, carpas y casillas precarias van desapareciendo en el horizonte, quedando sombras y siluetas a la luz del alumbrado público de los barrios aledaños y entre los serpenteantes caminos de la zona rural ubicada casi a las afueras de la ciudad.
Guiados por Aníbal y Diego, dos habitantes de la nueva barriada okupa, El Litoral recorrió (el jueves) la noche del asentamiento comprobando las necesidades y la vida que llevan las familias.
“Hay cosas básicas que mucha gente hace, como ir al baño o sacar agua de la heladera, pero acá nosotros construimos nuestros baños con toldos, pozos o baldes y debemos rebuscarnos para conseguir agua, que muchas veces nos dan generosamente los vecinos de las 50 Viviendas», explica uno de los guías.
La geografía accidentada del lugar presenta numerosos arbustos, canales y pequeños afluentes del arroyo Pirayuí, árboles y malezas que pueden convertirse en obstáculos para quienes no están acostumbrados a caminar en medio de la oscuridad. A través de los caminos se abren paso carpas de todos los tamaños: algunas para albergar a una familia entera y otras donde podría ingresar a duras penas una sola persona, aunque muchas de ellas están deshabitadas o incluso hay restos de varias precarias construcciones que fueron destruidas por el viento o el fuego.
«En algunos casos, las carpas fueron quemadas totalmente y tuvimos que sacar todas las cosas y ayudar a la gente. No sabemos quiénes iniciaron el fuego, si fueron los policías, la gente de acá o alguien a quien enviaron», señaló uno de los okupas.
En los terrenos del asentamiento la solidaridad y la ayuda entre los vecinos es una de las características, como en una nueva barriada. «Tratamos de cuidarnos entre todos y cuando alguno de los dueños de las carpas no viene, se las cuidamos, y después al regresar compartimos la comida y las cosas que tenemos», explicó Diego.
«Mucha gente se va durante las noches a otros lados; otros vinieron a marcar los terrenos y no volvieron más, sin embargo, otras personas no pudieron soportar el frío, la lluvia o la falta de alimentos de algunos días y se fueron», señaló Diego.
Entrada la noche, en las casillas no hay “Bailando por un Sueño”, “Graduados” o “Dulce Amor”, sino el temor a la represión policial, el robo de las pocas pertenencias que los ocupantes poseen o la llegada del mal tiempo. «Durante los días de frío nos envolvimos con las frazadas y los colchones, prendimos una fogatita y tratamos de dormir como se puede. El frío y la lluvia se sienten y hay que aguantar. Muchas carpas fueron arrastradas y nos ayudamos entre los vecinos», explicó Aníbal.
Un fiel testimonio de las penurias sufridas por las bajas temperaturas son las mejillas oscurecidas de la pequeña hija de Aníbal, quien ofrece con una sonrisa un par de tortas fritas a los extraños visitantes.
Llegando al corazón de los terrenos, sólo la luna llena y las estrellas sirven de luces para no tropezar con algún obstáculo del inmenso monte ocupado y permite ver una fogata en una de las tantas carpas que se erigen. Son Oscar y Gustavo, dos familiares que habitan en los predios tomados desde el primer día. «A la noche es difícil descansar porque se duerme con un ojo abierto y otro cerrado. Tenemos miedo de que nos vengan a sacar o a molestar o que nos agarre una lluvia muy fuerte», señalaba Gustavo mientras revolvía un guiso de fideos cocinado en una olla negra de hierro.
En cuanto a la comida, algunos días la provisión de víveres se complica. «Antes venía la gente de Desarrollo Humano a traer leche y la comida para los chicos, pero dejaron de hacerlo y debemos rebuscarnos para conseguir las provisiones», indicó Diego.
«Se dijeron muchas cosas sobre lo que comíamos, pero en algunos casos recurrimos a comer apereá ante la falta de alimento y la prohibición de hacer entrar comida», señaló Eli, una de las okupas que está en el lugar desde el inicio de esta situación.
Recorriendo el lugar pueden escucharse algunos murmullos dentro de las carpas, el movimiento de los bichos entre las malezas y algún que otro ladrido de un perro guardián que protege la propiedad de sus dueños. «Este es Kevin, nuestro perro que caza para comer», señala la pequeña niña haciendo referencia a un can negro mestizo que acompaña en el recorrido a los cronistas abriendo paso por el extenso monte. Además el animal cumple la función de cazador de las apereás que, en días de escasez, sirven para llenar las ollas de algunas de las familias del asentamiento. Continuando el recorrido encontramos la carpa vacía de donde vivió sus últimas horas Fabricio Vallejos, el pequeño de 2 años, hijo de okupas, que falleció semanas atrás en el Hospital Pediátrico “Juan Pablo II” a raíz de las complicaciones de salud que sufrió por su enfermedad.
Los vecinos manifestaron que los padres volvieron pocas veces a raíz de la profunda tristeza en la que se encuentran luego del fallecimiento de su único hijo.
«No tenemos un lugar adonde ir, por eso estamos acá. La intemperie, el frío y el sueño valen la pena gracias a la esperanza de tener algo propio», indicó finalmente un joven que se encontraba con su novia y algunos amigos alrededor de una fogata cerca de en una de las carpas.
EDICION IMPRESA Y WEB
FACUNDO CAMPOS
SEBASTIAN BRAVO
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