No hay apenas un conflicto de valores en el que no se invoque, o se ponga en entredicho, la validez universal de los derechos humanos. Acerca del origen de la Declaración Universal de los Derechos Humanos.

Uno de los debates más estériles en el ámbito de la historia y la filosofía de los derechos humanos gira en torno a la cuestión de si éstos se pueden retrotraer a orígenes religiosos o, más bien, a orígenes seculares humanísticos. Está muy difundida la opinión de que son un fruto de la Revolución Francesa. La Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano del 26 de agosto de 1789 habría surgido, se afirma, del espíritu de la Ilustración francesa, un espíritu anticlerical, cuando no incluso abiertamente antirreligioso. Según la visión convencional, pues, los derechos humanos no serían el resultado de una tradición religiosa, sino más bien la manifestación de una reacción contra la alianza de poder entre Estado e Iglesia, o contra el cristianismo en su conjunto.

Este enfoque convencional, o sea, la tesis de que la Declaración de los Derechos Humanos sería fruto de la Ilustración secular, es empíricamente insostenible, como sabemos a más tardar desde la argumentación de Georg Jellinek en su libro La Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, de 1895.

También es falsa la suposición de que la Revolución Francesa haya sido antirreligiosa. Pues si bien es cierto que los lazos entre el trono y el altar habían sido desgarrados, pronto se estableció un nuevo vínculo, esta vez entre la Revolución y el altar.

Naturalmente, no quiero poner en tela de juicio que la Revolución Francesa condujo al primer ataque promovido por el Estado contra el cristianismo en Europa desde los albores de la época imperial de Roma. Pero lo que dio lugar a esta escalada del proceso revolucionario en sentido anticristiano no fue precisamente el rol religioso de la Iglesia, sino el económico y político.

A la citada lectura convencional se opone el intento por parte de pensadores cristianos, y especialmente católicos, de formular un relato maestro alternativo. Esta narrativa apareció predominantemente en el siglo XX, cuando la Iglesia católica abandonó su condena de los derechos humanos y se dispuso a defenderlos. En esta forma de ver las cosas, la concepción cristiana de la persona despejó el camino para los derechos humanos con esa imagen del hombre que nos ofrecen los Evangelios y que fue desarrollada por la filosofía medieval en conexión con un concepto personalista de Dios.

Un proceso de sacralización del individuo

Para mí, ninguna de estas dos posiciones es sostenible. La narrativa humanístico-secular es, por lo pronto, empíricamente falsa y distorsiona la realidad del siglo XVIII. El relato alternativo (católico), en contrapartida, no puede explicar de manera convincente por qué un elemento determinado de la doctrina cristiana que durante siglos fue compatible con los regímenes políticos más heterogéneos habría de poder convertirse en una fuerza dinámica para la institucionalización de los derechos humanos. La maduración a lo largo de los siglos no es una categoría de la sociología.

Y, sin embargo, existe otra opción frente a este conglomerado de narrativas. La palabra clave aquí es sacralidad, santidad. Propongo considerar los derechos humanos y la dignidad universal del hombre como resultado de un proceso de sacralización en el que cada ser humano individual es visto como sagrado de una forma cada vez más motivadora y sensibilizadora y en el que esta comprensión es institucionalizada en el derecho.

Para entender la alternativa propuesta por mí, hay que tomar en cuenta que un proceso como el de la institucionalización de los derechos humanos no es simplemente un fenómeno de la historia del derecho o de la política, y mucho menos de la historia de la filosofía. Representa, más bien, una profunda transformación cultural. Sin dicha transformación, cualquier papel que contenga un código no pasa de ser un mero papel. Una transformación cultural en pleno sentido sólo tiene lugar cuando los hombres perciben los nuevos valores como subjetivamente evidentes y emotivamente intensos. Éstos son los dos signos típicos de vinculaciones valorativas profundamente arraigadas. Cuando algo nos resulta subjetivamente evidente, no sentimos necesidad alguna de justificarlo racionalmente ante nosotros mismos; y toda transgresión contra un valor cualquiera provoca nuestra indignación moral siempre que estamos intensamente ligados a él. Para este estado de cosas, hay naturalmente una palabra tradicional: lo sacrosanto.

La interpretación de Émile Durkheim

Nadie ha contribuido tanto al análisis de semejantes procesos dinámicos de la sacralización como el francés Émile Durkheim. Este clásico de la sociología analizó ya los derechos humanos como el resultado de un proceso de sacralización del individuo. En 1898 aludió a ellos de la forma siguiente: “Esta persona humana, cuya definición es como la piedra de toque según la cual el bien se debe distinguir del mal, es considerada como sagrada, en el sentido, por así decirlo, ritual de la palabra. Tiene algo de esa majestad trascendente que las Iglesias de todos los tiempos otorgan a sus dioses; se la concibe como investida de esa propiedad misteriosa que crea un vacío alrededor de las cosas santas, sustrayéndolas a los contactos vulgares y retirándolas de la circulación común. Y ésa es precisamente la fuente del respeto que se le otorga. Quienquiera que atente contra la vida de un hombre o contra su honor nos inspira un sentimiento de horror, completamente análogo al que experimenta el creyente que ve profanar su ídolo. Tal moral es una religión en la que el hombre es, a la vez, el fiel y el Dios”.

Se cometería una exageración si se quisiese afirmar que Durkheim no sólo concibió la idea de los procesos de sacralización sino que además estuvo realmente en capacidad de brindar un análisis satisfactorio de los mismos. Pues tal análisis debería distinguir tres dimensiones distintas entre sí, a saber: las instituciones, los valores y las prácticas. Las instituciones –como por ejemplo el derecho– traducen los valores a reglas vinculantes. Por valores entiendo aquellas articulaciones discursivas de experiencias que subsumen a éstas bajo los conceptos del bien y del mal. Y en las prácticas, por último, palpita una conciencia de lo que es bueno o malo.

Los procesos de sacralización pueden tener su punto de partida en cada uno de los vértices del triángulo mencionado. Así, al comienzo puede estar una institucionalización, y en particular una codificación jurídica. La Constitución de la Alemania Occidental, por ejemplo, precedió a la consolidación de una cultura democrática. Asimismo, los valores pueden figurar al comienzo: un debate intelectual sobre lo que cabe justificar como bueno puede en dado caso tener prioridad cronológica. Y otro tanto vale para las prácticas: el que la tortura de los prisioneros y el maltrato de niños sean consideradas como cosas totalmente normales o, por el contrario, como cosas moralmente censurables depende de los desarrollos alcanzados en las dimensiones axiológica y práctica.

El papel de las religiones

También las religiones desempeñan una función en la dinámica de los procesos de sacralización, pero se trata de una función variable. Si bien es cierto que todas las llamadas religiones mundiales contienen reconocimientos enfáticos de la dignidad de todos los hombres y de la sacralidad de la vida, también es verdad que la historia de la religión ha realizado continuamente intentos de restringir esas demandas universalistas a miembros de comunidades determinadas y de excluir a “extraños, bárbaros, enemigos, infieles, esclavos y obreros” (Ernst Troeltsch). Este peligro es, sin embargo, igualmente inherente a las versiones seculares del universalismo. En los debates sobre los valores, las religiones pueden ser, por lo tanto, no sólo motores de la universalización, sino también impedimentos en su camino. De ahí que estén condenados al fracaso todos los esfuerzos por derivar de las doctrinas centrales de una religión el rol político que éstas habrán de desempeñar en el futuro. En principio hay todo un espectro de reacciones posibles: desde la condenación pura y simple hasta la completa adopción. El Papa Pío VI cometió el trágico error de identificar la persecución brutal de la Iglesia católica a manos de los revolucionarios franceses con la creencia en los derechos humanos. No fue capaz de distinguir entre la nacionalización de la Iglesia, que tenía razón en rechazar, y la institucionalización de la libertad de culto, que hubiera debido favorecer. Más tarde, bajo el influjo de la experiencia del fascismo y el nacionalsocialismo, la actitud de la Iglesia católica hacia los derechos humanos cambió radicalmente, permitiendo así a la postre, al menos en retrospectiva, considerar a la tradición religiosa como prefiguración de un valor y una institución de nuevo cuño.

Si nos aproximamos conceptualmente a la historia de los derechos humanos como un proceso de sacralización de la persona, debemos estar dispuestos a reconocer que la creencia en los derechos humanos y en la dignidad universal del hombre es precisamente una creencia y no una afirmación fáctica. Con ello no quiero decir que sólo podamos escoger valores últimos de manera existencial, sin reflexión racional alguna; quiero decir simplemente que no podemos hacer plausible y defender nuestra adhesión a determinados valores sin narrar historias, ya versen éstas sobre las experiencias que nutrieron nuestras lealtades o sobre las consecuencias que una contravención de nuestros valores pudiera haber tenido en el pasado. Hasta que no escuchemos las historias de los demás, nunca entenderemos por qué éstos se sienten ligados a valores diferentes a los nuestros, o por qué, teniendo ellos valores similares a los nuestros, consideran evidente articularlos de manera diferente.

El concepto de la generalización de valores

Pero lo anterior no basta por sí solo. Además necesitamos comprender cómo valores rivales pueden sufrir transformaciones durante un proceso de comunicación semejante. El sociólogo estadounidense Talcott Parsons concibió una idea genial al respecto. Su teoría del cambio social habla de la “generalización de los valores”, un proceso por medio del cual ciertos patrones de valores serían asimilados en un nivel de generalidad superior. Lo que encuentro tan atractivo en el concepto de la generalización de los valores es que nos abre una ventana hacia procesos en los que diferentes tradiciones de valores son capaces de desarrollar una comprensión de sus características compartidas sin por ello perder el arraigo en aquellas tradiciones y experiencias específicas a las que sus actores se sienten afectivamente ligados. La generalización de valores como resultado posible de una comunicación acerca de los valores no sería, entonces, ni un simple consenso sobre un principio universalista que todos deban aceptar como válido ni un mero acuerdo colectivo para coexistir pacíficamente pese a la disensión de valores.

La fecundidad del concepto de la generalización de valores puede ser mostrada a la luz de un hecho histórico: la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948. Ese año, representantes de muy diversas tradiciones de valores se congregaron y, aprovechando la feliz coyuntura del momento, formularon un manifiesto que, en lugar de ofrecer una justificación racionalista, se presentaba a sí mismo como articulación colectiva de todas las tradiciones de valores involucradas. El comité estaba encabezado por Eleonora Roosevelt, viuda del entonces recién fallecido presidente de Estados Unidos Franklin D. Roosevelt. Durante muchos años se consideró al jurista René Cassin como autor principal de la Declaración, y éste incluso llegó a recibir el Premio Nobel por su logro. Hijo de una madre judío-ortodoxa y un padre francés republicano y laico, Cassin había participado en la Resistencia contra los nazis y colaborado estrechamente con el general De Gaulle durante la guerra. Aunque él mismo era un racionalista laico, parece que simpatizó con la rama no reaccionaria del catolicismo francés.

Sin embargo, investigaciones más recientes coinciden en señalar que, pese al gran papel que desempeñaron los conocimientos jurídicos de Cassin, otras personalidades fueron mucho más influyentes en la formulación detallada del texto. Los dos “autores” más importantes de la Declaración parecen haber sido en realidad Charles Malik y Peng-chun Chang. Malik era un árabe cristiano, un filósofo de confesión ortodoxa griega oriundo del Líbano que estaba profundamente influido por el discurso neocatólico del personalismo y por una interpretación de los derechos “ligada a la idea de la dignidad humana”. El otro autor principal fue Peng-chun Chang, un filósofo, dramaturgo y diplomático chino con trasfondo cultural confucianista. Siendo embajador en Turquía, había dado conferencias en las que comparaba el confucianismo con el islam y la historia china con la árabe. Su crítica permanente a los intentos de erigir como único fundamento legítimo de los derechos humanos o bien una concepción ilustrada de “razón” o bien una tradición religiosa específica fue central para el intercambio de ideas en el comité.

No es mi intención, ciertamente, pintar un cuadro idealizado de las discusiones que tuvieron lugar en el seno de la comisión; pero merece señalarse que ni siquiera las rivalidades entre naciones y los resentimientos causados por el colonialismo lograron impedir el éxito del proceso de generalización de los valores. Incluso aquellos puntos que hoy pudieran parecernos más difíciles –a saber, la actitud de los representantes musulmanes hacia las conversiones desde el islam y con respecto al estatus de la mujer– demostraron no ser obstáculos insuperables. Con la excepción de Arabia Saudita, todos los Estados participantes que tenían elevados índices de población musulmana suscribieron la Declaración. Es, pues, un mito sostener que la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948 no es más que un constructo ideológico occidental que luego le habría sido impuesto al resto del mundo.

Afortunadamente, el tiempo transcurrido desde la Declaración ha demostrado que los valores y la proclamación de valores generalizados pueden ejercer, de hecho, una influencia considerable sobre las discusiones intelectuales, las prácticas vividas e incluso las instituciones políticas y jurídicas. Para que los derechos humanos tengan una base sólida perdurable, deben estar cimentados en cada una de las tres dimensiones antes citadas: recibir el respaldo de nuestras instituciones oficiales y la difusión de las ONGs, ser defendidos argumentativamente en los debates intelectuales sobre valores, y estar encarnados en las prácticas de la vida cotidiana.

El presente texto es una versión abreviada de un discurso pronunciado por el sociólogo Hans Joas al recibir el Premio de Ciencia de la ciudad de Bielefeld, Alemania. Este galardón es otorgado cada dos años por la Fundación de la Caja de Ahorros de Bielefeld en memoria del sociólogo Niklas Luhmann. Las tesis aquí delineadas por Joas se exponen con mayor precisión en su libro Die Sakralität der Person. Eine neue Genealogie der Menschenrechte [La sacralidad de la persona. Una nueva genealogía de los derechos humanos], que apareció en octubre de 2011 bajo el sello editorial Suhrkamp.

 

“Desaparecidos”, de Gervasio Sánchez

A todos ellos no les ha quedado nada más que una fotografía y la penosa incertidumbre… El fotógrafo español Gervasio Sánchez (Premio Nacional de Fotografía 2009) retrata desde hace 25 añosa familiares de desaparecidos. Su amplia serie de retratos, de personas de diez países, muestra que la desaparición forzosa de personas es una práctica incluso en regímenes “democráticos”. Las fotografías de Sánchez son testimonio de esa pérfida represión, en la que no sólo la propia víctima sufre la tortura sino también sus allegados viven a menudo un suplicio.
Hans Joas (1948, Múnich),
catedrático de Sociología, es desde el año 2000 miembro del Committee on Social Thought de la Universidad de Chicago. De 2002 a 2011 fue director del Max-Weber-Kolleg para estudios culturales y sociales de la Universidad de Erfurt, y desde 2011 es Permanent Fellow en el Freiburg Institute for Advanced Studies (FRIAS), School of History, de la Universidad de Friburgo.

Traducción del alemán: Fabio Morales
Copyright: Hans Joas

Fuente: http://www.goethe.de/wis/bib/prj/hmb/the/156/es8622855.htm