La democratización del Poder Judicial es un debate necesario y postergado que se instaló recientemente con fuerza en la agenda nacional y se expandió a las provincias.
Se trata de una serie de reformas legislativas impulsadas por el Gobierno, orientadas a modificar algunos aspectos del Poder Judicial para acotar la brecha que existe entre éste y la sociedad.
Como toda idea con potencialidad transformadora, su presentación en sociedad encontró un hondo rechazo, principalmente de los sectores conservadores. Quienes pueden ver reducidos sus espacios de poder por un cambio, radical o moderado, suelen exponer sus críticas con tono apocalíptico.
Toda semilla de cambio cultural contiene en su seno ideas o propuestas que deben ser pulidas o desechadas, no todas verán la luz, pero esta selección solo puede llevarse a cabo por medio del debate. Debemos aceptar un dato innegable, el Poder Judicial, por su conformación, es el menos democrático de los poderes estatales. Para contrarrestar esta condición intrínseca del sistema es necesaria, cuando menos, una revisión profunda de sus prácticas cotidianas. Podremos coincidir o no con las propuestas, pero este punto de partida nos obliga a cuestionar el cuadro de situación vigente.
Aclaramos previamente que al referirnos al Poder Judicial y sus prácticas, no hablamos solo de jueces y demás funcionarios, hablamos de empleados judiciales, abogados litigantes y miembros de los otros poderes, ya que, en definitiva, estamos frente a un problema del sistema en su conjunto, un problema cultural.
Son múltiples los enfoques posibles para transitar el camino de la transformación. Debemos debatir y repensar los mecanismos de acceso al Poder Judicial, la designación de empleados y funcionarios, mediante esquemas de selección basados en la capacidad para evitar la expansión de la llamada familia judicial (vemos los mismos apellidos repetirse una y otra vez en las planillas de personal); un sistema eficaz y transparente para concursar cargos de jueces, defensores y fiscales; la conformación sociocultural de este poder, la adecuada representación de las minorías; la capacitación constante de los funcionarios, la extensión temporal de los cargos, su renovación; la participación popular en la administración de justicia mediante la instauración del juicio por jurados; profundizar políticas de publicidad de los actos del Poder Judicial; la rendición de cuentas por mal desempeño.
Las reformas legislativas son una herramienta fundamental para avanzar en este proceso de transformación. Pero no son condición necesaria ni suficiente para el cambio. Se pueden alcanzar grandes mejoras si trabajamos simplemente sobre las prácticas cotidianas. Pueden reformarse los sistemas tantas veces como sea posible, pero sin un cambio cultural en los operadores, las nuevas normas servirán muy poco.
No podemos negar que el Poder Judicial tiene una envidiable tasa de eficacia cuando se trata de postergar conflictos sociales. Sucede que cuando las personas se enredan en algún tipo de problema (con otra persona, con el Estado, un delito, una deuda, una pelea o un divorcio) inmediatamente hace su aparición el aparato estatal y la burocracia judicial. Ese enredo inicial se convierte, gracias a esta intervención, en una madeja insondable.
Esta alquimia burócrata mediante la cual se convierte un conflicto (desde los pequeños hasta los más desgarradores) en un montón de papeles inabarcables, es una de las características del sistema.
Los añejos engranajes que se ponen en movimiento ante una disputa, digieren el problema y lo convierten en un expediente.  Para una persona que es ajena al sistema, tener que transitar el angosto y concurrido pasillo del procedimiento judicial es toda una aventura, costosa y agotadora.
El Poder Judicial es, por definición y por tradición, una institución ritualista. Los conflictos se dilatan en el tiempo y se transforman en papeles, mediante diversas fórmulas que tienen una tradición de muchísimos años y que son debidamente enseñadas en las facultades y en los libros de derecho, y replicadas o impuestas en las sentencias. Absolutamente todo el universo judicial funciona reproduciendo una y otra vez ritos y fórmulas que solo tienen por justificación la fuerza de la costumbre y que cobran vida por medio de un lenguaje barroco, casi incomprensible. Esta exaltación del rito inmoviliza y deshumaniza al Poder Judicial. Las personas involucradas dejan de ser sujetos de carne y hueso con vivencias, pasado y circunstancias que las condicionan para ser la actora y la demandada, o la víctima y el imputado. El conflicto deja de ser un drama existencial para ser, tan solo, un conjunto extenso de fojas llamado <<autos>>.
La organización interna del sistema y el trato genuflexo hacia los jueces (existe una cadena de reverencias donde el juez de primera instancia es tratado por sus empleados y los ciudadanos este modo y a su vez éste trata de igual modo a los que se encuentran en instancias de revisión), no solo presenta un cuadro algo vetusto sino que tiene consecuencias indeseables como la perpetuación de respuestas judiciales poco prácticas o poco justas, bajo el argumento de que es la posición del superior jerárquico. Al ciudadano solo le resta esperar algún cambio (improbable) en la interpretación de ese superior, quien a su vez no va a cambiar porque su superior no lo hace, y así rara vez se quiebra esta lógica de inequidades que se reproduce una y otra vez. No todo es negativo, claro que estamos mucho mejor que veinte años atrás. Por supuesto que existen valiosas excepciones, funcionarios comprometidos notablemente con la tarea que deben desempeñar, con la sensibilidad necesaria para sentarse frente a un problema que le cala hasta los huesos a los afectados, empleados y abogados que se rebelan contra la costumbre adocenada. Pero no podemos conformarnos, debemos avanzar sobre las pequeñas cuestiones que se traducen en grandes cambios. El estilo barroco, el respeto reverencial, la etiqueta innecesaria, el papeleo asfixiante, la liturgia discursiva, son prácticas que deben dejarse de lado para dar lugar a la empatía, humanidad, agilidad, eficacia y la celeridad.
Las grandes reformas legislativas para la democratización del Poder Judicial llegarán más tarde o más temprano, pero sin una transformación cultural, cualquier modificación normativa tendrá nula o escasa incidencia en la realidad judicial. Con o sin nuevas leyes podemos comenzar a trabajar para erradicar prácticas vetustas que se traducen en grandes obstáculos para el acceso a la justicia del ciudadano. La resignación y la reiteración acrítica de fórmulas vacías, de ritualismos anquilosados y las prácticas burocráticas desdibujan la función social de sistema judicial. Esperamos que el debate se instale en el seno de este poder estatal y que la voluntad de cambio se produzca allí, donde es más necesaria la chispa transformadora.

 

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