“No olvidar su vida”, reza un cartel al pie de la imagen del oficial de la policía santacruceña Jorge Sayago, muerto en lo que se llama “cumplimiento del deber” durante la madrugada del 6 de febrero de 2006, cuando obedecía la orden de reprimir una manifestación de obreros en Las Heras, quienes protestaban por la precarización laboral que beneficia a las poderosas compañías petroleras y por el impuesto al salario.
Y, en efecto, es necesario no olvidar su vida. Porque Sayago no era un señorito nacido en cuna de oro ni tenía intereses accionarios en las empresas que defendió con su vida; era simplemente un hombre, acaso demasiado parecido a los obreros que reprimía.
Sayago era pobre. En una nota periodística, su viuda se quejaba amargamente de ello: dijo que su esposo “se la pasaba haciendo adicionales porque no llegaba con la plata a fin de mes (…) Hacía cuatro días que no venía a casa, porque lo tenían viajando de un lado a otro”. Aquella noche fatal, estando Sayago de servicio en la localidad de Los Antiguos, tuvo que mandarle pedir por un compañero que le enviara ropa, porque tenían que ir directamente hacia Las Heras, debido a que la Ruta 43 “seguía cortada” por trabajadores petroleros “y tenían que ir a hacer algunas detenciones”.
Para él, obediente oficial de policía, la cosa se limitaba a meter entre rejas a unos cuantos desconocidos –sin importar si esa orden era justa o no– y después irse a su casa a cenar con su familia. Pero el conflicto social desatado por las petroleras era demasiado álgido; la situación se desmadró y así encontró una muerte horrible, herido por una bala calibre 22, y apaleado indefenso en el piso por una turbamulta enfurecida.
“Todos esos adicionales, ¿para qué?”, se preguntaba, acongojada, su viuda. Y ese es, precisamente, un interrogante que merece ser objeto de algunas reflexiones: como qué sentido puede tener que un hombre pobre exponga su vida, enfrentando a otros hombres tan pobres como él, a cambio de un sueldo que no satisface sus necesidades básicas y al servicio de una flagrante injusticia social.[1]
Una historia repetida: La Semana Trágica, El Proceso de Bragado y los Mártires de Chicago.
La muerte de Sayago tiene, al menos, un par de antecedentes argentinos: en una carga policial efectuada contra obreros huelguistas el 4 de enero de 1919 caía mortalmente herido el cabo de policía Vicente Chaves, quien cumplía órdenes de defender los intereses particulares de la poderosa metalúrgica Vasena, a cambio de un miserable sueldo de 110 pesos.
En su sepelio hubo nada menos que ocho oradores, entre ellos el Jefe de la institución; jamás, en tantos años de servicio, había sido Chaves objeto de tantas atenciones. Nunca se supo el origen del disparo fatal; pero la corporación tomó revancha tres días después, ametrallando el barrio de Nueva Pompeya, hecho que dio origen a la huelga general más sangrienta y prolongada de la historia argentina: la Semana Trágica de enero de 1919.[2]
Pero la historia de los hechos de Las Heras se asemeja más al proceso conocido como el de “Los Presos de Bragado”: tres anarquistas fueron condenados a cadena perpetua por un atentado con explosivos a la casa de un político conservador, matando a la hija y la cuñada del dirigente, e hiriendo a otra mujer.
El Poder Judicial se puso en movimiento y, en base a una denuncia anónima y a testimonios basados en torturas, sentenció a tres hombres inocentes a pasar el resto de sus vidas en la cárcel.
Hubo grandes manifestaciones, en Argentina y otros lugares del mundo, en favor de los condenados; se llegó a saber que el atentado fue efectuado por un demente, en un acto de despecho pasional, y no por asuntos de política. En 1942 se les otorgó el indulto, y finalmente en 1993 la ley nacional N° 24233 limpió sus nombres de culpa y cargo.[3]
Otro caso similar se dio con la conocida historia de los “Mártires de Chicago”, en los Estados Unidos, en el año 1886. En el marco de una huelga general en favor de la jornada de ocho horas de trabajo, la policía intentó disolver un mitin obrero celebrado en el espacio Haymarket. En ese momento, un explosivo arrojado por manos anónimas hizo blanco en el pelotón policial, matando a ocho agentes e hiriendo a otro medio centenar.
Los oradores del mitin fueron encarcelados, enjuiciados y condenados a la horca, a pesar de que el proceso judicial no aportara una sola prueba concreta de que los acusados hubieran arrojado la bomba.
Fue un crimen social, una sentencia que no buscaba establecer justicia alguna, sino sentar el antecedente de que los obreros debían soportar la explotación, sin rebelarse ni protestar. La rehabilitación judicial de los mártires llegó póstumamente, en el año 1893.[4]
El proceso de Las Heras
Este proceso judicial guarda muchas similitudes con los casos mencionados. Durante su transcurso no se ha podido demostrar fehacientemente que los condenados hubieran disparado o matado a golpes a Sayago; ni siquiera se pudo determinar con qué objeto contundente le fueron provocadas las lesiones craneanas que provocaron su muerte. Pero el Poder Judicial santacruceño necesitaba perentoriamente condenar a alguien, para dejar bien asentada su autoridad, la de la policía y la de las empresas petroleras.
Igual que en el Proceso de Bragado, se apeló a la tortura para conseguir declaraciones autoincriminantes; el hecho alcanzó tal notoriedad que el propio fiscal de la causa, Andrés Candia, reconoció delante de los jueces que hubo testigos que declararon tras recibir “dos o tres cachetadas”; pero lo que resultó más escandaloso, es que en su alegato afirmara –sin ruborizarse en lo más mínimo– que “darle un cachetazo o ponerle una bolsa en la cabeza (a un testigo) no implica decirle lo que debe declarar”.
Esta aberración fue aceptada como válida por los jueces Humberto Monelos, Cristina Lembeye y Pablo Olivera, quienes así dictaron condena.[5]
Ya se han formado las primeras comisiones por la absolución de los petroleros de Las Heras. En una carta de la Comisión de Familiares de los procesados, escrita en una simple hoja de cuaderno, se apela a la solidaridad internacional y se plantea la necesidad de efectuar un congreso para definir un plan de lucha y una huelga general de solidaridad, cuyo objeto sea el desprocesamiento y la libertad de todos los trabajadores judicializados en el país por causas sociales.
Sería esperable que, en favor de la Justicia –que poco o nada suele tener que ver con el Poder Judicial– surgieran más campañas, pronunciamientos y manifestaciones, en Argentina y en otras partes del mundo, en apoyo de este pedido.
Y más aún, que las centrales sindicales declararan esa huelga general de solidaridad, como se solía hacer en los inicios del movimiento obrero, antes de que el lujo y la corrupción se instalaran en las organizaciones de los trabajadores. El ejercicio de la ética, la verdad y la dignidad humana, así lo exigen.
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