El presidente de la Nación, uno de los padres de la patria e impulsor principal de la abolición de la esclavitud, es asesinado de un pistoletazo seco, en medio de una función teatral, por uno de los actores más famosos de su tiempo. ¿Qué llevó a John Wilkes Booth a ejecutar a Abraham Lincoln, al grito de Sic semper tiranis? ¿Quiénes y cuántos se complotaron junto a él? ¿Cómo reaccionó la opinión pública? ¿Qué consecuencias trajo el asesinato? ¿Qué sentidos pueden extraerse de esa fusión de crimen, puesta en escena y escena política? Antes que contestar esas preguntas, Robert Redford desplaza el foco de atención hacia una subtrama jurídica, llevando el primer magnicidio en la historia de los Estados Unidos al terreno del drama tribunalicio, el cine de denuncia y el mensaje aleccionador, reconvirtiendo en pedagogía lo que pudo haber sido un apasionante film de espionaje histórico y político.
El conspirador toma el atentado como punto de partida, haciendo foco rápidamente sobre un personaje colateral, acusado, sin pruebas suficientes, de participar de la conspiración y llevado a un juicio que pinta con final anunciado. Acusada y llevada a juicio, para ser exactos: Mary Surratt es madre de uno de los conjurados y dueña de la pensión en la que aquéllos celebraron sus reuniones. “¿Por qué quiere defender a una secesionista que participó de un atentado contra el presidente, cuando usted fue uno de los que cargaron su féretro?”, pregunta el joven abogado y ex soldado Frederick Aiken (James McAvoy) al experimentado jurista Reverdy Johnson (Tom Wilkinson). Johnson responde con la que puede ser considerada “la” frase por excelencia del cine jurídico: “Porque no está demostrado que ella haya participado del crimen y alguien tiene que defenderla”. Senador de la Nación, Johnson no cree ser, sin embargo, la persona más indicada para defender a la mujer (una morocha Robin Wright). Sucede que él es senador por el estado de Maryland y que un sureño defienda a otro sólo ayudaría a politizar el juicio. ¿Quién mejor para hacerlo que Aiken, que viene de combatir del lado de la Unión en la Guerra de Secesión? Claro que para ello Aiken deberá sobreponerse a la convicción de que su defendida es culpable.
Tras un comienzo inusualmente dinámico (los distintos focos del complot narrados por montaje paralelo, con una cámara móvil y planos cortos y cortantes) y la insinuación de que la cosa podría encaminarse al drama político (con el secretario de Guerra de Kevin Kline comportándose como hombre fuerte), cuando encuentra sus ejes dramáticos El conspirador define qué terreno va a pisar. El del alegato ético, jurídico y político, con todas sus consabidas constantes: las tensas relaciones entre el defensor y la defendida, las sospechas de parcialidad por parte del juez y el tribunal (militar, en este caso), el desigual combate entre el abogado inexperto y el fiscal-zorro viejo (Danny Huston), la aparición in extremis de un testigo clave, el suspenso final y, sobre todo, las invocaciones a la Constitución Nacional y el Código Civil. Cuestión de recordar al soberano que en una democracia todo ciudadano es inocente, hasta tanto no se demuestre su culpabilidad.
Fuente: http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/espectaculos/5-24802-2012-04-05.html