La tradición teórica del periodismo norteamericano que construye a los medios de comunicación social como el cuarto poder, es decir, como contralor de la gestión gubernamental en una democracia equilibrada, ha sido la visión que han intentado imponer los medios argentinos a su labor como comunicadores. Sin embargo, desde la sanción de la nueva Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual, esta visión ha estallado por los aires. Sin necesidad de ser un especialista, con el solo ojo atento del observador, los intereses corporativos de los medios de comunicación salen por doquier. Más que un cuarto poder, muchos medios hegemónicos han actuado como un portavoz privilegiado de intereses ideológicos, políticos y económicos.
Lo que el periodismo dice sobre la cuestión criminal no es simplemente una forma de informar, sino que los medios adquieren un lugar privilegiado para dar cuenta de los procesos de generación, circulación y legitimación de capital simbólico, tal como lo ha mencionado Bourdieu en el siglo pasado. Legitiman, satanizan, naturalizan o invisibilizan determinadas situaciones. Tienen el poder de estigmatizar a jóvenes que no han cumplido 18 años como peligrosos, rotular a barrios como “tierra de nadie”, y el magnífico poder de construir una definición hegemónica de la “inseguridad”. A veces se erigen como representantes de la sociedad (“la gente en la calle dice tal o cual cosa”, o “a la gente le interesa este o aquel tema”). Sin embargo, una cosa es tener audiencia, y otra muy distinta es representar al pueblo, como nos enseña la profesora Mata. En los últimos días hemos sido espectadores de la transmisión en tiempo real –el “vivo” tiene la particularidad de construir una falsa idea de realidad– de cada paso de la investigación criminal por la muerte de una jovencita. Primicias apresuradas que rápidamente son desmentidas, datos biográficos de la una familia sobreexpuesta mediáticamente, pronóstico de culpabilidad del entrevistado según su rostro, tal como lo hacía Lombroso en el siglo XIX.
¿Qué hace que a algunos periodistas y editores les resulte tan atractiva la muerte espantosa de una jovencita? ¿Será la identificación de clase social de víctima-comunicador? ¿Por qué algunas muertes son televisadas y otras ni siquiera nombradas? ¿Será la falta de noticias y, como dicen algunos, la noticia criminal ocupa un lugar residual para poder llenar noticieros que cada vez más ocupan una centralidad en la vida de los argentinos? ¿Será la fascinación por lo morboso, por querer jugar a Sherlock Holmes y tirar hipótesis sobre las llaves, las zapatillas o la mochila, para decir luego ante la cámara “elemental, mi querido televidente”? ¿Será la necesidad de un crimen que los arengadores de la mano dura y la pena de muerte necesitan para enunciar sus diatribas? La sobreexposición mediática de un crimen actúa como un complejo artefacto de censura invisible de todos aquellos muertos que el periodismo naturaliza, cuando invisibiliza o muchas veces legitima. Narrar que el muerto tenía “frondosos antecedentes” o que murió en “enfrentamiento con la policía” son formas sutiles de naturalizar y legitimar.
El tratamiento mediático que le damos a una muerte se relaciona con el tratamiento social que les damos a las vidas. Que haya muertos de primera y muertos de segunda da cuenta de que existen vivos de primera y vivos de segunda, que hay muertes que merecen ser lloradas, y otras olvidadas sin siquiera ser nombradas.
Si no es la ética periodística, será entonces la ciudadanía que actúe como un cuarto poder del periodismo, y ejerza, no sólo a través del control remoto, el tan necesario control de los medios de comunicación.
* Abogado y docente. Miembro del Observatorio de Prácticas en Derechos Humanos, UNCórdoba.
http://www.pagina12.com.ar/diario/sociedad/3-222439-2013-06-17.html