Por Lucas Crusafulli / Abogado y docente, miembro del Observatorio de Prácticas en Derechos Humanos (UNC) / Columna especial del Inecip
Cualquier imagen tiene siempre el valor espectacular. En momentos de reinado de la televisión, el video, el cine e Internet, la imagen-movimiento tiene un valor casi supremo, sublime. Cumple la misión de entronizar la verdad: lo que vemos es real porque lo vemos y parece que sólo la imagen tiene esa fuerza de transformar el relato en verídico. El cineasta Claude Lanzmann, como decisión ética, estética y política, resolvió no mostrar las imágenes del Holocausto ni ninguna otra de los campos de concentración nazis en el documental “Shoah”. La decisión fue para no espectacularizar la muerte o la situación tan dramática de las víctimas del genocidio.
A poco de divulgarse el video en el cual puede observarse a cinco policías salteños torturando, -la elección de la palabra no es inocente, como tampoco lo es cuando desde algunos medios y el propio gobernador salteño lo llamaron ‘apremios ilegales’– a dos detenidos en una comisaría, el debate sobre la publicación de las imágenes fuertes de por sí se hizo presente nuevamente: ¿era necesario pasar las imágenes de cómo se tortura?
La aplicación de torturas dentro comisarías, cárceles, institutos de menores, manicomios y cualquier otro lugar que cumpla la función de institución total es una práctica denunciada hace varios años por organismos de la sociedad civil, algunos periodistas e intelectuales del ámbito académico. Han existido sentencias de tribunales nacionales e internacionales sobre la aplicación de torturas. Sin embargo, parece que sólo las imágenes de las torturas publicadas en Youtube revelan su veracidad, su cruel aplicación, de su inmediatez y, quizás, su cotidianeidad en esos lugares oscuros donde los derechos humanos no permean.
Las imágenes de la tortura podrían ser entendidas como un capítulo en la ignominiosa historia de la policía, pero no un capítulo aislado sino como parte de un compendio en el cual la desaparición forzada de personas durante la dictadura, el gatillo fácil, los abusos policiales de todo tipo y la aplicación masiva del código de faltas son parte de una misma historia policial.
Algunos dirán que la policía salva vidas o que ha evitado tal o cual delito y eso también debe ser incorporado como otro capítulo de la misma historia. Ello tampoco es menos cierto y es parte del relato. Allí la complejidad de una institución que tortura y protege, apremia y cuida, abusa y socorre, corrompe y detiene corruptos. Sólo así es posible entender una institución tan cara a los derechos humanos pero, a su vez, tan imprescindible.
Sin embargo, la complejidad no debe funcionar como un obstáculo para formular críticas para hacer una policía más eficiente en la prevención del delito, menos corrupta y, sobre todo, que actúe dentro de los parámetros mínimos de civilización, lo cual implica eliminar el gatillo fácil, las torturas en lugares de encierro y las detenciones masivas por código de faltas.
Como sociedad hemos confiado en una institución para el gobierno de la seguridad pero ello no implica un cheque en blanco. Hay otros valores que la policía también debe custodiar y uno de ellos es la integridad física y la libertad de todos. También hemos depositado en la policía un permiso legal para portar armas y, a su vez, dar plena fe de sus actos –como de sus declaraciones o de las actas que labran ante una detención–. Una institución cuyos actos gozan de la fe pública, que tiene el poder de elegir sobre la vida y la libertad de las personas en pocos segundos, debería ser controlada de cerca por organismos gubernamentales y no gubernamentales.
El riesgo de las imágenes de la tortura es la construcción de aquel relato político que las cerca a una situación aislada: decir que los cinco o seis policías torturadores son “delincuentes uniformados” es evitar la responsabilidad política por la tortura, pues si ésta existe es porque el poder político y judicial, aunque más no sea, lo tolera. Quizás el mismo relato se intentó construir con los crímenes de lesa humanidad de la última dictadura. No fueron perpetrados por delincuentes vestidos de militares, policías u obispos sino como parte de un plan sistemático. Las torturas y abusos policiales también responden a una práctica extendida de la policía y de algunos policías que parece que no puede investigar un delito sin apelar a los interrogatorios ilegales y a la tortura como forma de confesión, u otorgar mayor seguridad sin recurrir a las detenciones masivas.
Las imágenes de la tortura no sólo deben espectacularizar la situación sino que, además, deben comprometernos a todos como ciudadanos, pues la construcción de una cultura basada en los derechos humanos es una responsabilidad de todos. Desde el momento en que observamos las imágenes ya nadie puede mirar para otro lado. Todo ciudadano ahora tiene la obligación de actuar para vivir en una sociedad más civilizada y ello implica una sociedad en la cual los organismos del Estado nos cuiden a todas y todos.
Una policía que actúe dentro de los parámetros de una seguridad democrática no es sólo un problema del Estado, pues es el propio Estado el problema. Una policía democrática es un problema de todos los sujetos de derecho o, por lo menos, de todas aquellas personas que quieren seguir siendo sujeto de derechos y no privadas de su condición de tal con una policía que las cosifica en la tortura.
fuente http://www.comercioyjusticia.com.ar/2012/09/03/el-discreto-encanto-de-la-policia/