La detención de 59 uniformados cariocas dejó al descubierto un peligroso paradigma de corrupción policial.

A fines de 2010, la imagen de soldados del Ejército de Brasil izando la bandera verde-amarela en la cima del Complexo do Alemâo, en Río de Janeiro, dio la vuelta al mundo como un ícono de soberanía estatal sobre un territorio gobernado hasta entonces por el Comando Vermelho, el cartel narco más importante de aquella urbe.
El hecho en sí trajo cierta reminiscencia de lo adelantado por la Escuela de Guerra de los Estados Unidos en cuanto a cómo se desarrollarán los conflictos bélicos del siglo XXI: “La guerra estará en las calles, en las alcantarillas, en los rascacielos y en las casas expandidas que forman las ciudades arruinadas del mundo”.
Claro que, en el caso brasileño, un leve desajuste enrarecería la reciprocidad entre semejante teoría y la práctica: la Justicia acaba de ordenar la detención de 59 efectivos de la Policía Militar de Río de Janeiro por sus vínculos con el Comando Vermelho. Una relación que se extiende hasta el presente. Y con características significativas. Al respecto, habría que considerar la argentinización de dicho escenario.

Los ejes del mal. El origen en Occidente del crimen organizado tuvo una relación directa con la revolución industrial, científica y tecnológica. Su desarrollo concuerda con la del capitalismo. La mafia nació en la Sicilia de 1860, en coincidencia con el desembarco de Giussepe Garibaldi en la isla, como efecto socioeconómico de la unidad italiana. La gestación de una sociedad secreta volcada al delito y la ilegalidad fue la respuesta a la prodigiosa industrialización del norte peninsular, de la que no participaron y los afectaba. Desde entonces, las organizaciones mafiosas han atravesado el mundo –y a sus sistemas económicos– como un fantasma apenas disimulado.
América latina no ha sido una excepción. El surgimiento –a mediados de los años ’70– de los cárteles colombianos, el increíble volumen de su facturación y, con posterioridad, la debacle provocada por enfrentamientos armados entre estructuras rivales, no acabó con el negocio; simplemente, lo condujo hacia una nueva tierra de promisión: México. Las consecuencias están a la vista. Desde el 1º de diciembre de 2006, cuando presionado por Washington, el recién elegido presidente Felipe Calderón lanzó su gran ofensiva contra el narcotráfico, la ola de violencia ha causado en ese país más de 60 mil muertos.
Por su lado, la incursión militarizada de 2010 en los arrabales cariocas no justificó el triunfalismo inicial, ya que lo obtenido en realidad fue bastante pobre: unas 40 toneladas de droga y numerosas armas de todo calibre. Pero ningún cabecilla importante cayó en manos de las autoridades. Ya entonces se tuvo la certeza de que los narcos más buscados en Río de Janeiro apelaron al infalible recurso del soborno para escapar del cerco represivo. Todo apuntaba a la corrupción policial, desde siempre señalada en esa ciudad por su ligazón con el tráfico de drogas.
Esta constelación de hechos y circunstancias tiene un denominador evolutivo común: la conformación de organizaciones autárquicas enfrentadas en mayor o menor medida al Estado.
En países como Italia, México, Colombia o Brasil, cuando los policías pasan a formar parte de las redes del delito es porque fueron comprados por la mafia. En la Argentina, en cambio, es exactamente al revés: la policía compra delincuentes.

La Carioca. En este país, la agencia policial más emblemática en lo que a corrupción se refiere es La Bonaerense. Sus 52 mil efectivos la convierten en la más numerosa, y su jurisdicción abarca el territorio más vasto y complejo de la república. Pero su estigma es compartido por el resto de las fuerzas de seguridad, tanto federales como provinciales. Tal vez la única diferencia entre ellas sea su naturaleza territorial. Las más activas en los quehaceres ilícitos suelen ser las que operan en las grandes urbes, por su densidad de habitantes y la creciente desigualdad social. Pero no le van a la zaga las instituciones policiales de las provincias más atrasadas, cuyas estructuras de gobierno casi feudales les otorgan atribuciones que parecen salidas de una ficción. Históricamente, todas ellas hicieron de algunas contravenciones tradicionales parte de su sistema de sobrevivencia: capitalistas de juego, proxenetas y comerciantes trabajan desde siempre en sociedad forzada con las comisarías, pagando un cánon para seguir existiendo.
En las últimas décadas, sin embargo, a este estilo de trabajo se agregaron otros pactos con hacedores de una gran cantidad de delitos contemplados por el Código Penal. Mediante “arreglos”, extorsiones, impuestos, peajes y tarifas o, lisa y llanamente, a través de la complicidad directa, los uniformados participan en un diversificado mercado de asuntos, desde los más lucrativos –tráfico de drogas, desarmaderos, piratería del asfalto– hasta establecer “zonas liberadas” para cometer asaltos y secuestros extorsivos.
Da la impresión de que la Policía Militar de Río avanza sobre idéntico derrotero.Una investigación judicial que se extendió por más de un año permitió identificar un grupo de policías que secuestraba narcotraficantes y a sus familiares para exigir el pago de elevados rescates. Los efectivos –según la acusación del Ministerio Público– también retenían vehículos de los narcotraficantes para exigir pagos ilegales por su liberación, negociaban armas y realizaban operaciones de “maquillaje” para reprimir la venta de drogas cuando dejaban de recibir los sobornos acordados. En resumidas cuentas, los uniformados reemplazaron los favores clásicos que le dispensaban al crimen organizado –hacer la vista gorda a cambio de dádivas y sobornos– por medidas de presión con fines recaudatorios, propias de una estructura criminal enraizada en el corazón misma del Estado. Un verdadero salto cualitativo.
Los 59 policías ahora desplazados y detenidos tenían la responsabilidad de patrullar diferentes favelas de Duque de Caxias, una de las mayores ciudades de la región metropolitana de Río de Janeiro y donde está la comunidad Beira-Mar, de la que procede Fernandinho Beira-Mar, preso desde hace algunos años y señalado como el mayor capo narco de Brasil.
El escándalo produjo el descabezamiento de parte de la cúpula de la Policía Militar regional: el comandante Claudio de Lucas Lima, del batallón 15 de esa localidad, fue reemplazado por el teniente coronel Mauricio Faria Da Silva.
La denominada Operación Purificación, fue realizada por la Secretaría de Seguridad Pública de Río de Janeiro, en asociación con el Ministerio Público y la Policía Federal. Los uniformados presos serán acusados formalmente por los delitos de asociación para delinquir, tráfico de drogas, asociación con el narcotráfico, corrupción activa, corrupción pasiva y extorsión mediante secuestro.
En relación a la expulsión del comandante Lima, el coronel Erir Ribeiro, numero uno de la Policia Militar de Río de Janeiro, explicó que fue retirado del cargo por no haber registrado la corrupción dentro del batallón. Afirmó que “por la cantidad de policías envueltos, no estaba ocurriendo la fiscalización necesaria para que eso no suceda. Si él no quiso saber, fue un error”, y aseguró que “no vamos a aceptar más policías corruptos en nuestra corporación”.
Ver para creer.

 

 

fuente http://sur.infonews.com/notas/el-estilo-de-la-bonaerense-en-rio