Unir la imagen pública del kirchnerismo con los barrabravas, los delincuentes, los femicidas, los violadores reincidentes y los responsables de la tragedia de Cromagnon, que le costó el gobierno a Aníbal Ibarra, no parece una buena estrategia política. Mucho menos cuando la inseguridad es reconocida en las encuestas como una de las principales preocupaciones del electorado.

Por otra parte, si en nueve años de crecimiento a tasas chinas y con poder absoluto el movimiento nacional y popular no logró transformar las cárceles en lugares humanizados y resocializadores, es obvio que no tuvo la suficiente voluntad política para hacerlo. El CELS acaba de reportar que los crímenes y las torturas siguen siendo moneda corriente en el Servicio Penitenciario Federal. Los militantes deberían mover cielo y tierra para que el presupuesto carcelario se ejecute con inteligencia y las prisiones del kirchnerismo dejen de ser una fábrica constante de violentos. Renunciar a esa presión sobre su propio Gobierno mientras hacen política partidista en la población carcelaria, medrando con la desesperación del encierro, suena a hipócrita y peligroso. Defender esa actitud desde el garantismo es banalizar el garantismo.

Los episodios de esta semana y los relatos que intentaron imponerse ameritarían un estudio profundo acerca de la relación entre política y delito. Es tétricamente gracioso cómo los delincuentes hacen, rejas adentro, todo lo posible por llamarse «ladrones», y por portar cartel de ferocidad, mientras las buenas almas de la pequeña burguesía de izquierda trata de mencionarlos con el eufemismo «personas privadas de la libertad». Esa contradicción es ideológica.

Cierto es que la mayoría de la delincuencia proviene de la pobreza, pero asimilar directamente una cosa con la otra denota un gran desconocimiento social, histórico y político. Algo parecido a lo que hacen algunos sectores de la derecha, cuando estigmatizan a los villeros creyendo que son todos chorros o narcos. El 95% de ellos son albañiles, empleadas domésticas y vendedores ambulantes; también hay policías y mozos y artesanos en la villa. Sólo un cinco por ciento cruza la línea delictual. Aunque hay tanta población villera que ese cinco por ciento es un ejército. Y un ejército descontrolado. Sólo el peronismo y las iglesias cristianas hacen trabajo social en esos segmentos de pobreza extrema. El resto de la oposición, salvo honrosas excepciones, milita sin riesgo en los barrios de las clases medias argentinas.

El fanatismo ama el lumpenaje. Alguien que estuvo involucrado en el incendio de Cromagnon y que quemó a su mujer sale y actúa en un acto kirchnerista. La actitud relativista del Estado frente a esa secuencia es grave desde el punto de vista simbólico. Puede que el hecho no haya sido ilegal, pero abre grandes dudas acerca de la ética pública. Es como si James Holmes, el pelirrojo de Denver que mató a 12 personas e hirió a 58, fuera descubierto actuando del Guasón en un mitin de Barack Obama.

Confieso que de joven yo tenía simpatías literarias por los delincuentes y sus códigos. Borges tuvo la misma clase de simpatía por los cuchilleros. Lo que me seducía no eran sus aberraciones sino el culto del coraje, tan emparentado con la épica y la novela de aventuras. Esa idea del bandido romántico es ficcional. Y completamente falsa en la cruel realidad de todos los días. No se trata de héroes sociales, o rebeldes frente al sistema o hidalgos libertarios. La actual cultura del hampa es profundamente fascista: allí el más fuerte mata, viola, corrompe o reduce a servidumbre al más débil. Admirar desde el progresismo a ese retazo social mancha al progresismo. Solo estos chicos bien, con alto grado de analfabetismo político y una gran dosis de frivolidad, pueden querer convertir al delincuente en un sujeto de la historia.

Para los antiguos anarquistas toda propiedad era un robo. Por lo tanto, quienes robaban la propiedad de otros no hacían más que llevar a cabo un acto de justicia. El marxismo leninismo y el comunismo maoísta, sin embargo, siempre han sido severos con quienes transgreden la ley a punta de pistola. El peronismo y la socialdemocracia de todas las latitudes, también lo han sido. En la Argentina, sin embargo, a los estudiantes de derecho muchos profesores de la UBA les aclaran ahora que sus carreras se basarán en la idea de reducir el derecho penal a su mínima expresión. Es una teoría genial, salvo que sucede en un país arrasado por la inseguridad y con posibilidades inminentes de convertirse en un reinado del narcotráfico. Los alemanes no tienen límite de velocidad máxima en muchas autopistas. No la tienen, claro está, porque no la necesitan. Aquí, ¿se podría quitar también ese límite en nombre de una conducta ideal? Es evidente que no. Pero tenemos fascinación por ser permisivos, especialmente con los verdugos de los pobres. Qué contradicción fundamental, qué gran equívoco.

La mejor política garantista consiste en practicar una estrategia de desarrollo y una educación inclusiva, en hacer cárceles reeducadoras, en castigar con la ley a quienes asesinan y en capacitar a quienes no tuvieron oportunidades. La década kirchnerista no consiguió esos objetivos. Practicar, además, política con los lúmpenes, cooptar en las cárceles como se coopta en los sindicatos o en los municipios, es jugar con fuego. Y este fuego, compañeros, quema de verdad.

 

fuente http://www.lanacion.com.ar/1496460-el-kirchnerismo-juega-con-fuego-en-las-carceles