«Nunca he cobrado plata. El la cobraba». «No fui su mujer (en referencia a Angel Ale). El me hacía trabajar». «Cuando mi hermano mayor me fue a sacar de la prostitución le pusieron una pistola en la cabeza». Esos testimonios de Daniela Milhein contrastan con los de algunas testigos de la causa por la desaparición de Marita Verón, que afirman que la mujer «traficaba chicas». De comprobarse, suena a síndrome de Estocolmo, la instancia en la que el esclavo termina mimetizado con el amo. En la vereda de las víctimas indiscutibles, testimonios desgarradores como los de las jóvenes Anahí M. Andrea D. y Fátima M. (entre otras) que pudieron zafar de los prostíbulos riojanos gracias a las redadas que impulsaba Susana Trimarco buscando a su hija Marita le aportan verosimilitud a un fenómeno que a la opinión pública le parece no creíble: que en pleno siglo XXI haya personas que viven años entrampadas en la telaraña de las redes de trata. Creer o reventar. Pero sucede.
Por cierto, como señaló el colega Miguel Velárdez en su columna de ayer, en Tucumán (y no sólo) «todo el mundo sabe dónde funcionan los prostíbulos». En otras palabras, hay una tolerancia abrumadora hacia la explotación sexual, vista como oficio desde el origen de los tiempos. Y ese es un punto: si hasta ahora había una naturalización del sometimiento del cuerpo de una persona por dinero, esto ha empezado -lentamente- a cambiar. Aquello que hasta hace un tiempo era visto como una transacción del orden de lo privado – alguien vende sexo y alguien paga por ello – ha saltado – y cómo – al terreno de lo público.
En ese sentido, esa transición nos retrotrae a debates como el de la «violencia doméstica», que recién en las últimas décadas ha dejado de ser «un problema de alcoba» y ha sido asumido como una epidemia que ocupa un lugar en la agenda de las políticas públicas, porque ese flagelo se lleva vidas. Para que esto haya sido posible, ¿qué ha cambiado en la sociedad?. Han cambiado muchas normas (nacionales e internacionales). Pero, fundamentalmente, están cambiando los parámetros de aplicación de las normas, observan académicos y magistrados de ambos sexos.
De todos modos, se sospecha que ese giro no será fácil en el caso de la prostitución: no sólo es uno de los «negocios» más lucrativos del mundo sino que, además, es visto por una gran parte de la opinión pública como un «oficio» que alguien ejerce por voluntad propia. «Que haya o no una sentencia condenatoria dependerá de los parámetros que los magistrados (todos varones) estén dispuestos a adoptar», reflexiona una magistrada, en diálogo con esta columnista. Sabe que se está juzgando un caso en el que «no hay un cuerpo» como evidencia. Pero recuerda que la ausencia de un cuerpo no ha sido traba en juicios por desaparición forzada de personas, en los que los testimonios toman particular relevancia.
En una dirección parecida, se recuerda que el juez federal N° 1, Daniel Bejas, adoptó la perspectiva de género cuando, amparado en un fallo de la Corte Interamericana de Derechos Humanos sobre el caso Gelman vs. Uruguay, ordenó en 2011 el procesamiento de Antonio Domingo Bussi y del ex jefe del Tercer Cuerpo del Ejército, Luciano Benjamín Menéndez -entre otros-, por considerarlos «supuestos partícipes necesarios en la comisión del delito de violación sexual agravada en grado reiterado» en el penal de Villa Urquiza, entre 1975 y 1978. El gran paraguas, recuerda la magistrada, es el de los derechos humanos.
Al margen de lo que resulte la sentencia, en épocas en las que las tragedias colectivas asumen un rostro singular (el de Lucas Menghini, por ejemplo, en la tragedia de Once), el rostro y el nombre de Marita Verón ya son la bandera de quienes se resisten a considerar natural la esclavización de los cuerpos, en pleno siglo XXI.
Fuente: http://beta.lagaceta.com.ar/nota/479171/Opinion/El-oficio-ser-esclavas.html