En la reunión con los juristas, el Papa señaló que «la condena perpetua es una pena de muerte escondida» y criticó las «llamadas ejecuciones extrajudiciales o extralegales«, en referencia a los homicidios deliberados cometidos por algunos Estados o sus agentes «presentados como consecuencia indeseada del uso razonable, necesario y proporcional de la fuerza«.
Sobre los argumentos en contra de la pena de muerte destacó, en el encuentro que contó con la presencia de Eugenio Zaffaroni, juez de la Corte Suprema, que «son muchos y bien conocidos. La Iglesia ha oportunamente enfatizado algunos de ellos, como la posibilidad de existencia de error judicial, y el uso que hacen de ella los regímenes totalitarios y dictatoriales, que la utilizan como herramienta de exterminio de toda disidencia política o de persecución de las minorías religiosas y culturales, todas ellas víctimas que para sus respectivas legislaciones sondelincuentes«.
Señaló también que «la pena de muerte implica la negación del amor a los enemigos predicada en el Evangelio. Todos los cristianos y los hombres de buena voluntad, estamos obligados no solo a luchar por la abolición de la pena de muerte, legal o ilegal, y en todas sus formas, sino también para que las condiciones carcelarias sean mejores, en respeto de la dignidad humana de las personas privadas de la libertad.
Dijo en una parte de su discurso que la prisión preventiva, «es otra forma contemporánea de penas ilícitas, ocultas tras un halo de legalidad» y destacó que «en forma abusiva opera como adelantamiento de la pena, previa a la condena, o como una medida que se aplica ante la sospecha más o menos fundada de que se ha cometido un delito».
Subrayó sobre ello que «esta situación es particularmente grave en América Latina, donde el número de presos sin condena oscila entre el cincuenta y el setenta por ciento del total de las personas privadas de la libertad».
Como solución al problema planteó que «debe hacerse con la debida cautela, pues se corre el riesgo de crear otro, tanto o más grave: el de los presos sin juicio, condenados sin que se respete el debido proceso».
En otro tramo del encuentro, el Sumo Pontífice remarcó que «la vida en común, estructurada en torno de comunidades organizadas, requiere de reglas de convivencia cuya libre violación merece una respuesta adecuada».
Sostuvo que «no solo se buscan chivos expiatorios, como era tradición en las sociedades primitivas, sino que, además, se construyen deliberadamente enemigos, que concentran en sí todos los caracteres que la sociedad puede percibir o interpretar como amenazantes«.
Ante Zaffaroni y Roberto Carlés señaló que «la misión de los juristas no puede ser otra que la de limitar y contener esta irracionalidad» y agregó que «es una tarea difícil, en tiempos en que muchos jueces y operadores del sistema penal deben cumplir con su tarea coaccionados por algunos políticos inescrupulosos. Quienes tienen tan altas responsabilidades están llamados a cumplir con su deber, puesto que no hacerlo pone en riesgo vidas humanas, que deben ser cuidadas con mayor compromiso que con el que a veces cuidan sus cargos».
Además enfatizó que «los Estados también matan por omisión, no solo cuando no controlan debidamente a sus agentes, sino también cuando no satisfacen las necesidades básicas de las personas».
En cuanto a la trata de personas, Francisco resaltó que «no es posible cometer un delito tan complejo sin la complicidad, por acción o por omisión, de los Estados, es evidente que, cuando los esfuerzos por prevenirlo y combatirlo no son suficientes, también estamos frente a un crimen contra la humanidad. Más aún cuando quienes deben proteger a las personas y garantizar su libertad, colaboran, protegen o encubren a quienes comercian con seres humanos; en esos casos, los Estados son responsables frente a sus ciudadanos y frente a la comunidad internacional».
También sostuvo que «la cautela en la aplicación de la pena pública debe ser el principio rector de los sistemas penales, y la plena vigencia y operatividad del principio pro homine debe garantizar que los Estados no estén habilitados, jurídica o fácticamente, a subordinar el respeto de la dignidad de la persona humana a cualquier otra finalidad, aun cuando se procure alcanzar algún tipo de utilidad social».
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