Renegó de la justicia para convertirla en un instrumento de persecución política.
Por Luis R. Carranza Torres
Desde Poncio Pilatos a nuestros días, jueces “flojos de papeles” han existido en todos los lugares y épocas. También, magistrados probos que han dado testimonio, hasta con la propia existencia, de lo que implica hacer justicia. Pero si en la historia debiéramos elegir a uno de los malos, el que a nuestro entender se lleva todas las preseas más terribles es, sin lugar a dudas, Roland Freisler.
Nacido en Celle, un distrito mayormente rural de la Baja Sajonia, Alemania, al combatir durante la Primera Guerra mundial en el frente del este fue capturado por los rusos y pasó dos años cautivo en un campo de prisioneros, de donde salió convertido en un ferviente comunista. Estudió derecho en la Universidad de Jena y trabajó en Kassel como abogado. Era de los mejores en la Alemania de su tiempo, lo cual no quería decir que fuese igual de bueno como persona. En realidad, era todo lo contrario.
A mitad de los años veinte pasó de la ultraizquierda a la ultraderecha, afiliándose al Partido Nazi. Al llegar Hitler al poder en 1933, fue designado segundo en importancia en el Ministerio de Justicia del nuevo reich alemán. Se destacaba por su inteligencia, conocimiento de las leyes y oratoria fervorosa, pero su pasado comunista lo inhabilitó para el cargo de ministro.
Una de las muchas “perlitas” en su cargo fue la ley de “criminales juveniles precoces”, aprobada en 1939 bajo su inspiración, que permitía por primera vez en Alemania desde la Edad Media, sentenciar a muerte a menores de edad por delitos comunes. Se aplicaría 72 veces hasta 1945, por ejemplo a Helmuth Hübener, un adolescente de 16 años, ejecutado en 1942 por repartir panfletos contra la guerra.
En agosto de ese año deja el ministerio para ser nombrado presidente del Tribunal Popular o Corte del Pueblo del Reich (Volksgerichtshof). Si dicho tribunal nunca se caracterizó por su apego al derecho o respeto por la dignidad humana, con Freisler a cargo directamente sus audiencias de juicio fueron reducidas a una farsa de tipo circense -con perdón de los circos-.
Quienes tenían la desdicha de ser pseudojuzgados allí no podían esperar otra cosa que una payasada judicial cuidadosamente orquestada hasta en sus más mínimos detalles, en la cual el presidente del tribunal interrogaba de la forma más grosera y humillante a los acusados, quienes debían permanecer todo el tiempo de pie ante el tribunal, y a quienes se les prohibía usar cinturón a fin de que debieran estar con las manos sosteniendo sus pantalones para que no se les cayesen.
Los gritos, insultos y obscenidades para con los acusados de parte de Freisler fueron una conducta constante, no importaba el juicio ni la persona. Su conducta claramente salía incluso de los cánones de la arbitrariedad judicial para adentrarse decididamente en un tema patológico, más propio de la psiquiatría que del derecho. Gritaba de tal forma que muchas veces los ingenieros de sonido tenían problemas para que los micrófonos reflejaran su voz, que luego era pasada por radio y en los cines, durante las noticias.
El 3 de febrero de 1945, Freisler presidía una audiencia de su tribunal en la que era juzgado un abogado y teniente del ejército alemán, Fabian von Schlabrendorff, por haber participado del atentado en contra de Hitler del 20 de julio del año anterior. En el curso de la audiencia, comportándose del modo que le era tristemente célebre, el juez le señaló a su acusado, gritos de por medio, que “lo mandaría directo al infierno”, a lo que von Schlabrendorff le respondió, sin amilanarse, que con gusto le permitía ir por delante suyo.
Fueron palabras anticipatorias. En medio de la audiencia, un repentino bombardeo aéreo de los aliados se abatió sobre la ciudad, tan rápidamente que nadie pudo ponerse a salvo. Algunas de las bombas cayeron en el edificio y la sala de audiencias. Tras el ataque y en medio de los escombros, Freisler fue encontrado muerto debajo de una columna con el expediente de Schlabrendorff en su mano.
En contraposición a ello, su último acusado no sólo salvó la vida de las bombas sino que fue absuelto en un nuevo proceso por faltas de pruebas, lo que no impidió que tuviera una macabra gira como prisionero por varios campos de concentración, hasta ser liberado por los estadounidenses el 5 de mayo de 1945.
Después de la guerra, von Schlabrendorff dejó el uniforme militar para vestir la toga judicial, llegando a ser uno de los jueces más respetados del Tribunal Supremo Constitucional Alemán (Bundesverfassungsgericht) entre 1967 y 1975. Falleció cinco años después, en 1980.
A veces, el curso de la historia hace justicia de extrañas maneras.
fuente http://www.comercioyjusticia.com.ar/2013/05/03/el-peor-juez-de-todos-los-tiempos/