Agosto de 2012. No estaba en nuestros planes ir a visitar la tumba de Lucho, pero la insistencia con la que sus amigos y familiares más cercanos hablaban sobre los objetos y los recuerdos allí depositados nos persuadieron. Un sábado gris, con el cielo encapotado y con una persistente llovizna, nos subimos al colectivo 219 en el centro de una ciudad del sur del conurbano bonaerense e hicimos el recorrido hasta el cementerio de la calle Belgrano. En la oficina de información, cerca de la puerta principal, un policía retirado nos indicó dónde debíamos preguntar por la ubicación de la tumba. De curioso, y tal vez de aburrido, nos preguntó a quién buscábamos. Le dijimos que a Luis Alberto Orijuela, un chico que había sido alumno de Fernanda en una escuela de Arquitecto Tucci. Con su mirada puesta en la casi vacía sala de espera nos dijo algo que, en más de un sentido, condensa la preocupación que atraviesa las páginas de este libro:“Se mueren cada vez más jóvenes”.
“Sección 23, fila I, sepultura 71,” nos informó la empleada. El policía nos indicó el camino. No recordábamos la última vez que habíamos estado en el cementerio y nos llamaron la atención los fuertes colores de muchas de las tumbas más recientes (azul y amarillo, para quienes en vida habían sido hinchas de Boca Juniors; rojo y blanco para los de River; también había tumbas con los colores de San Lorenzo, Independiente, etc.). No nos fue fácil encontrar a Lucho. Su sepultura se encuentra en la parte más alejada de la entrada, donde la señalización es escasa. Luego de más de media hora de caminar intentando hallarla, tuvimos que pedir ayuda a un empleado que pasaba por allí en bicicleta. “Acá está, la próxima vez ya saben dónde está”, nos dijo con amabilidad.
Lucho tenía 17 años cuando fue asesinado. En su sepultura, pintada con los colores de River Plate, flores coloridas conviven con botellas de alcohol vacías, y mensajes de sus amigos y familiares: “Me has dado tanto afecto, y son tan buenos los recuerdos compartidos, que es realmente lindo acordarme de vos”; “Te extrañamos y cuánta falta nos hacés, eras el pie donde nos apoyamos, en las buenas y en las malas, en nuestras alegrías y tristezas”. Lejos de allí, en la pared frente a la casa donde Lucho vivió toda su corta vida, en Arquitecto Tucci, sus amigos pintaron: “Lucho, nunca te olvidaremos”.
Nos quedamos un largo rato frente a su tumba, en silencio. Había un entierro cerca de donde estábamos, y a juzgar por la edad de los que allí estaban, también lloraban una muerte joven. Uno de nosotros, Fernanda, había conocido a Lucho unos años atrás, cuando este fue su alumno en la escuela 98 de Tucci. Lo recordaba como un niño de cara preciosa, uno de esos morochos lindos que seducían a más de una adolescente en la escuela. Una sonrisa encantadora. No le gustaba asistir a clase y poco era lo que hacía en el aula, pero no era un chico travieso, al menos cuando estaba con Fernanda. Siempre con su gorrita puesta –gorra que sus familiares guardaron en una pequeña vitrina en su sepultura–, solía sentarse al fondo del aula y prestar escasa atención a la lección del día. Fernanda lo tuvo como alumno al año siguiente de que muriera su madre. Reina había padecido un largo y tortuoso cáncer de útero, y el personal de la escuela aún recuerda las colectas que hacía para ayudarla a costear el remís que la llevara hasta el hospital Penna, y las repetidas negativas de algunos choferes a trasladarla hasta allí por las hemorragias repentinas que Reina solía tener en el trayecto. Lucho le dijo varías veces a su maestra que extrañaba a su mamá.
Fernanda dejó de ver a Lucho cuando este terminó sexto grado. Sin embargo, supo de él por medio de dos de sus seis hermanos, Álvaro y Samuel, también alumnos de ella, y por otros alumnos que lo conocían. Los rumores sobre las actividades delictivas de Lucho quedaron documentados en el diario de campo en el que Fernanda, durante treinta meses, registró las historias de sus alumnos y alumnas: “Lucho está afanando”, “Está robando en la feria [La Salada], con otro pibe del barrio”, “Tiene tres motos, todas choreadas…”.
Con un tiro en el tobillo, voy corriendo hasta el pasillo…
Voy llegando a la casilla, rescato mis zapatillas. Rescato
mi guacho el 38, que martilla y brilla. *
La noche del 29 de febrero de 2012, Lucho recibió varios balazos en el tórax y extremidades. Murió a poco de llegar al Hospital Redael (un hospital local que queda a treinta minutos de distancia). Las versiones sobre su muerte son varias y nunca pudimos corroborarlas. Sabemos sí que, en el momento en que escribimos esto, hay un detenido en la causa; un hombre de 30 años, vecino de Tucci. Según su familia y algunos de sus amigos, a Lucho lo mató una banda de fuera del barrio que buscaba a otra persona. Si bien reconoce la corta trayectoria delictiva de Lucho, la nueva pareja de su padre, Luna, nos cuenta que “se estaba rescatando… estaba de novio, y esperaban un bebé… Por eso se quería rescatar”. En la versión familiar, Lucho estaba en el lugar equivocado en el momento equivocado. Según otros, algunos de ellos alumnos de Fernanda, “Lucho robaba en la feria, afanaba bolsones de ropa, robaba a las combis [que traen mercadería]. Con eso compraba droga… lo mataron unos que no lo dejaban robar ahí”.
Lucho fue velado en su casa. En el ataúd abierto, no lucía la camiseta de su club favorito, River Plate, sino la de Estudiantes de la Plata. “Es que esa le gustaba, esa le gustaba porque era original, la única original que tenía”, nos contaron sus amigos, y luego nos insistieron en que teníamos que ir a visitarlo al cementerio. A los pocos días de esa visita, Luna nos mandó por celular fotos del hijo recién nacido de Lucho; en su mensaje de texto decía: “¡¿Viste qué lindo?!”
Nueve meses después de la muerte de Lucho, el 14 de noviembre del 2012, Samuel le cuenta a Fernanda que “ayer, dos transas [vendedores de drogas ilícitas] mataron a dos amigos de Lucho”, aparentemente después de robarles una moto. Tras el relato de la muerte de los amigos de su hermano, Samuel agrega, “en mi barrio no está quedando ni uno, ni uno… los están matando a todos”.
Septiembre de 2011. En el aula en la que enseña Fernanda, Chaco colorea una nueva versión de su dibujo favorito: un pibe chorro. La ilustración mezcla el cómic japonés con estética del conurbano bonaerense: el chico, de mirada desafiante, remera a rayas y pantalones rotos, porta un revólver en la mano izquierda.
“Esta es una 22”, le muestra Chaco a Fernanda. A los 13 años ya sabe distinguir entre una 9, una 22, una 3 y una 45. “Son muy distintas. Mi tío tiene una 22. Yo a veces voy con él, cuando sale a afanar. Voy de campana ¿Te conté que a mi otro tío lo mató la policía? Estaba robando un colectivo.”
A fin de año, Chaco recibirá el certificado de primaria completa a pesar de que su nivel de aprendizaje es el de un chico de cuarto grado. Pasa los días en la escuela escuchando música en el celular. McCaco es su grupo favorito.
Aunque digan que soy Negro cumbiero donde voy,
le doy gracias a Dios, por estar donde estoy. Y voy a seguir
bien fumanchao, y con mis ojos colorao, con los pibe
en todos lado, porque ellos a mí me han dado.
Chaco, sus cuatros hermanos y la mamá viven en una casa de ladrillos a la vista y techos de chapa. Allí comparte un pequeño cuarto con los hermanos. Tatiana, la mamá, trabaja de empleada doméstica en la Capital Federal. De lunes a sábado, sale muy temprano, antes de que Chaco se levante para ir a la escuela; regresa alrededor de las nueve de la noche, poco antes de que Chaco se acueste. Con el sueldo de empleada doméstica, complementado por un programa social del gobierno, llega con lo justo a fin de mes.
El de Chaco es un mundo de carencias materiales y afectivas, y también un universo en el que la violencia interpersonal se hace presente con intermitente, pero brutal, frecuencia. No solo en su barrio, Arquitecto Tucci, donde, según él, “son todos transas, se cagan a tiros todos los días”, sino también en su hogar. “Yo lo quiero ver muerto”, dice Chaco sobre su papá. “En casa falta todo, y él no hace nada. Duerme todo el día. Chupa un montón. Y encima se pelea con mi vieja”. Tatiana sufrió más de una vez la furia alcoholizada de su pareja. “La última vez casi la mata”, contó Chaco. Una vecina de la familia de Chaco describió una gresca doméstica: “El tipo la arrastró de los pelos por la calle, y la puteaba a los gritos. Por suerte la salvó un vecino. Ella tuvo mala suerte. Le cocina, le lava la ropa, y él es un vago. Dice que es remisero pero no hace nada”. Chaco recuerda a la perfección la última vez que vio a su padre: “Desde que lo corrió con la cuchilla, él no apareció más. Es mejor que no vuelva nunca más”.
El turbulento mundo en el que Chaco vive y crece quizás explique sus amenazas reiteradas a los compañeros de clase: “Te voy a cagar a tiros”, “Te voy a pegar un tiro en la cabeza”, les grita, simulando tener un revólver en sus manos. Y quizá también sirva para entender el destino que cree tener, un futuro similar al de los pibes chorros que él tan bien bosqueja: “Seño –le dice a su maestra– un día me vas a ver en la tele. Voy a robar un banco y me van a cagar a tiros. Me vas a ver, me va a matar la policía”.
La parca y la gorra me quieren llevar, la parca y la gorra me
quieren matar. Porque ahí vienen ellos son los policías en acción.
Hasta trajeron la televisión y si me agarran voy a la prisión.
* Se reproducen en esta sección fragmentos de canciones de Damas Gratis y de McCaco.
fuente http://www.revistaanfibia.com/feria-nota/en-mi-barrio-no-esta-quedando-ni-uno