«Yo fui un buen oficial de inteligencia, no un buen torturador», asegura el ex mayor del ejército argentino Ernesto Barreiro. «Me eligieron dos años seguidos como el mejor oficial de mi unidad. Es absurdo decir que tenía la picana eléctrica en la mano desde que me levantaba hasta que me acostaba. Además, el empleo de la picana tampoco garantiza obtener la verdad. Un torturado puede admitir cualquier cosa.»
– El hecho es que está usted siendo juzgado por más de 500 crímenes de lesa humanidad.
– Mire, ahora mismo ni siquiera sé cuantos hechos me imputan. Porque cada poco tiempo se añaden cosas nuevas a mi causa.
Ernesto Barreiro me recibe en un pequeño locutorio de la cárcel de Córdoba, en uno de cuyos módulos conviven cuatro decenas de significados ejecutores de la sangrienta represión desatada tras el golpe militar del 24 de marzo de 1976. Es la primera entrevista que mantiene con un periodista desde que fue extraditado y procesado. «Tiene usted un par de cojones, Romero», me dice con una sonrisa cínica. «Ha hecho usted reportajes de televisión y ha escrito artículos, incluso un libro, atacándonos a los militares argentinos. Y aún se atreve a venir a hablar conmigo».
«Somos dos hombres, Barreiro», le respondo. «Aunque no estemos de acuerdo en nada, podemos hablar». «Cierto. Ya lo hemos hecho antes».
Es la tercera vez que me entrevisto con Barreiro. La primera fue en su casa de Buenos Aires, a finales de 1988. La segunda, durante una visita que hizo a Madrid pocos años después. En ambas ocasiones admitió, «con orgullo castrense» y sin pudor ético alguno, que se había manchado las manos de sangre durante la llamada «guerra sucia contra la subversión». Ahora se muestra mucho más prudente. Y aquella descarada sinceridad suya, rayana en la insolencia, se ve condicionada por la celebración del juicio oral sobre sus responsabilidades en crímenes cometidos en el campo de detención de La Perla.
- Algunos testigos aseguran que usted se jactaba de emplear un ‘método criollo’ de tortura, unas ‘formas argentinas de tormento’ en contraposición a la ‘escuela francesa’ desarrollada por la contrainsurgencia en Argelia.
- Eso es una tontería. De esa ‘escuela francesa’ se nos habló en la Escuela de Guerra como de un hecho histórico, pero nunca conformó una doctrina. Lo que yo decía es que en Argentina, tras el golpe militar, los oficiales de inteligencia tuvimos que arreglárnoslas por nosotros mismos e hicimos las cosas ‘a la criolla’. Por ejemplo, con el uso de las picanas eléctricas que se empleaban en la ganadería.
- Ya fuera a la francesa o a la criolla, la tortura se practicó de modo sistemático…
- Hicimos todo lo que no está incluido en la Convención de Ginebra. Pero entienda que en este momento yo no pueda decirlo.
- ¿Espera usted ganar algo callando hechos probados?
- No. No me valdría de nada. La Perla no era precisamente un jardín de infantes. Y, por eso, nos están juzgando. Pero no me pida que yo, que era un oscuro teniente primero, diga lo que deberían decir mis superiores. Estoy entre dos fuegos. Me encantaría contar todo lo que sé, pero mis superiores no quieren hablar y la suerte de mis subalternos dependen de lo que yo diga. Si me condenan a cadena perpetua y ellos se libran me sentiré feliz.
- Nadie habla, Barreiro. El hecho es que se ha detenido, juzgado y condenado a numerosos responsables de la represión, y seguimos sin tener informaciones precisas sobre la suerte de cerca de 30.000 desaparecidos bajo la dictadura.
- Sí. Fíjese que ya han fallecido entre rejas 223 prisioneros por crímenes de lesa humanidad. Pero tampoco fueron 30.000 los desaparecidos, sino siete mil y pico. Aquí, en Córdoba, los archivos de la Memoria Histórica hablan de un millar de víctimas, entre muertos, presos y desaparecidos. Un día le pregunté a la secretaria del juzgado cuántas desapariciones estaban registradas desde un punto de vista judicial. Y me respondió que unas 400, incluyendo alguna de la época de Lanussse, desde 1971. Y eso que Córdoba era un foco revolucionario importante.
- ¿No llevaban ustedes un registro de los detenidos?
- Sí, naturalmente. Teníamos todo perfectamente detallado, con datos de cuantos prisioneros pasaron por La Perla. Pero esos archivos ya no existen. Y nosotros somos quienes más lamentamos su pérdida. Porque si hubiera documentos oficiales, servirían para establecer la verdad histórica de lo que ocurrió.
- ¿Qué pasó con toda la documentación militar?
- Que el general Nicolaides ordenó destruirla, incinerándola. Yo maldigo esa orden, que bajó desde el alto mando hasta los últimos destacamentos.
- Además de los datos personales de los detenidos, ¿figuraba en los registros el destino final de cada uno de ellos?
- Sí. Se consignaba cuando eran ‘trasladados’.
- Querrá usted decir asesinados, Barreiro. ‘Trasladados’ es el más siniestro de los eufemismos militares.
- La palabra ‘trasladados’ tenía un significado amplio. Puede ser que fuesen ejecutados. Los ‘traslados’ los ordenaba el mando supremo, que se llevaba a los prisioneros vivos en camiones. Pero de eso tampoco quiero hablar hasta que acabe el juicio.
- ¿Cómo se decidía la muerte y la desaparición de un detenido?
- Eso pregúnteselo usted a mi comandante en jefe, el general Menéndez.
- Usted siempre estuvo de acuerdo con él. Ha dicho que lo admira.
- Militarmente lo respeto. Pero en lo político, yo era peronista y él era antiperonista.
- Hay numerosos testimonios de su actividad como torturador, Barreiro.
- Insisto en que no quiero entrar en detalles sobre lo que ocurrió. Pero me responsabilizo de cuanto hicieron o dejaron de hacer mis subalternos, incluyendo los interrogatorios con métodos no ortodoxos.
- Eso es otro eufemismo para no hablar de torturas.
- Es el nombre que le corresponde. Los métodos de interrogatorio abarcan un arco infinito de acciones.
- ¿Incluyendo violaciones de detenidas?’
- No. Eso no. Se lo aseguro desde el fondo de mi alma. Al menos, que yo lo supiera. Pero hay que poner las cosas en su lugar. Sí que hubo algunas relaciones sexuales, incluso una prisionera llamada Dora Zárate acabó casándose con un agente y la pareja duró 24 años. Otra, que ha declarado en el juicio como testigo, Cecilia Suzara, convivió con un agente civil llamado Héctor Romero. Tampoco nos quedábamos con las detenidas que estuvieran embarazadas, porque así lo ordenó el general Menéndez. En La Perla no hubo prisioneras que dieran a luz. Recuerdo que un tipo al que detuvimos junto a su mujer embarazada aceptó informarnos si liberábamos a su esposa; habló, y la soltamos dos días después.
- Los interrogadores de la Perla, ¿podían hacer lo que quisieran con los detenidos?
- Nuestras órdenes eran obtener información como fuera.
- ¿No les pedían cuentas de los daños que causaran?
- No hacía falta. Los altos mandos concurrían constantemente a la Perla y sabían perfectamente lo que pasaba allí. Tampoco podíamos pedir por favor a los prisioneros que hablaran.
- ¿Se considera usted un mero instrumento de represión?
- Lo fui, desde un punto de vista militar. Yo era un hombre de ejército, preparado para cualquier eventualidad. He explicado al Tribunal cómo piensa y siente una persona formada con el objetivo fundamental de cumplir órdenes. Nos preparan para matar y para morir. Y nos sacan a la calle para eso, no para otra cosa. Nuestra conducta está condicionada para eso. Mire, al piloto que arrojó la bomba atómica lo recibieron como un héroe, conscientes de las miles de personas que había matado. Y nosotros somos considerados unos asesinos.
- ¿No se arrepiente de nada de lo que hizo?
- Hice lo que tenía que hacer. No estoy arrepentido. Pero hoy no volvería a hacerlo. Porque yo era un hombre de paz, estaba en contra del golpe de Estado y tuve que violentar mi posición política. En el 77 ya decíamos, en panfletos militares de circulación interna, que corríamos el riesgo de que un día hubiera juicios como el de Nuremberg. Pero ahora no se puede entender lo que entonces vivimos, con el idealismo de los veinte años y la adrenalina cotidiana, cuando uno salía de casa cada día esperando que la guerrilla lo matara. Yo tuve que pelear. Y lo hice convencido, para impedir que Argentina se convirtiera en otra Cuba.
- ¿Nunca se planteó que los métodos criminales del terrorismo de Estado no eran válidos?
- La incompetencia de nuestros mandos militares, de quienes tomaron las decisiones, era muy grande. Algunos comprendimos que era una barbaridad hacer todo de forma irregular. No tendría que haber desaparecidos, sino fusilados después de haber sido juzgados en consejos de guerra y condenados a muerte. No todos, sino quienes lo merecieran. Eso es lo que habría querido hacer el general Menéndez.
Lágrimas por una detenida desaparecida
Con un constante gesto irónico, que recuerda la sonrisa cínica de Jack Nicholson, Barreiro se muestra siempre seguro y frío. Hasta que un recuerdo parece a punto de quebrar su ánimo: el de Graciela Doldan, una joven guerrillera que había sido compañera de Sabino Navarro, uno de los fundadores de Montoneros. ‘El Nabo’ la interrogó repetidas veces, y ambos desarrollaron una extraña relación en el infierno de La Perla.
Durante una de las sesiones del juicio, admitió que solía tumbarse al lado de la detenida para mantener largas conversaciones. Varios testigos contaron que ella no quería morir con los ojos tapados, y que usted no sólo le había prometido quitarle la venda cuando la fusilaran sino que intentaría ser quien la matara. Pero el día que ‘trasladaron’ a Graciela, el ex teniente se ausentó. Y ella le dejó un recado a gritos: «Díganle a Barreiro que es un cagón».
- ¿Es verdad eso, Barreiro?
- No. Sólo es folclore político, una leyenda. Nunca le prometí nada. Y tampoco habría podido hacer eso que dicen, porque excedía mi poder.
- Pero, ¿es cierto que hablaban a solas durante horas?
- Sí. Yo hablaba mucho con todos los prisioneros, buscando ‘atajos políticos’. Pero sobre todo hablé con ella. El mismo día que cayó presa tuvimos una conversación profunda. Yo le expliqué que era enemigo de la tortura como método de trabajo, desde un punto de vista profesional y dejando aparte lo moral. Y ella comprendió que podía colaborar para que no cayera gente inocente, evitando errores que causaran sufrimientos inútiles.
- ¿Qué clase de relación desarrolló usted con ella?
- Yo sentía y aún siento por ella un gran respeto personal y político. Me parecía una gran mujer… Perdone, Romero, pero tengo que callarme un rato.
Me sorprendió que Ernesto Barreiro –definido por varios sobrevivientes de La Perla como un torturador despiadado– bajase la cabeza, visiblemente emocionado por el recuerdo de aquella prisionera desaparecida. Pero enseguida volvió a mirarme de frente, acaso para mostrarme que no se avergonzaba de tener los ojos húmedos. Y me vinieron a la memoria las turbias historias sentimentales, surgidas entre víctimas del terror y sus verdugos en los calabozos de la Escuela de Mecánica de la Armada que, años atrás, me contaron algunas de las prisioneras que las vivieron.
- ¿Hubo algo más que respeto, Barreiro?
- Nada. Ni siquiera le concedí privilegio alguno. El hecho es que la ‘trasladaron’, a diferencia de una docena y media de excombatientes guerrilleros que permanecieron colaborando con nosotros hasta ser liberados entre 1978 y 1979. Esos sí tuvieron privilegios: cobraban un sueldo, podían ir a visitar a sus familias, estudiar. Algunos se fueron a Europa y volvieron presentándose como víctimas de la represión.
Finalmente, Ernesto Barreiro pasa al ataque. Insiste en decir que los juicios contra los grandes criminales de la dictadura son una forma de «venganza jurídica». Que los Derechos Humanos se han convertido en el negocio de muchos. Y que queda pendiente un balance histórico justo. «Tal vez se pueda hacer dentro de unos años, cuando anulen el perdón a los guerrilleros y se juzgue y encarcele a terroristas como Firmenich, que hoy viven en libertad», sostiene.
- Oficialmente usted es católico. ¿Cree en Dios?
- Soy creyente pero no practicante.
- ¿Duerme usted bien?
- Como los dioses. Porque a mis 66 años, ya veo la vida de otra manera. Y me queda poco por hacer.
- Tiene cinco hijos…
- Sí. El mayor, de 42 años; y el menor, de 34.
- ¿Sus hijos le han juzgado?
- Creo que no. Yo no pretendí formarlos ideológicamente y siempre fui muy liberal con ellos. Pienso que fui un buen padre. Y mantenemos una buena relación. Hay uno que no convalida mi pasado, pero tampoco puede ir en contra de su propia sangre. También tengo una esposa excepcional, comprensiva y luchadora.
- ¿Es usted consciente de que no volverá a pisar la calle en libertad?
- Sí. Lo pienso constantemente. Pero Dios proveerá. Mi ánimo no cambia.
Ernesto Barreiro, torturador y carapintada
Procesado por 518 crímenes de Lesa Humanidad, a Barreiro se le imputan 228 privaciones ilegitimas de libertad agravadas, 211 casos de tormentos agravados y 13 de tormentos seguidos de muerte, 65 homicidios calificados, y el secuestro de un menor de 10 años. Gravísimos delitos que habría cometido en Córdoba, la segunda ciudad de Argentina, sede de la III Región Militar bajo el mando del general Luciano Benjamín Menéndez, considerado como el más duro de los centuriones golpistas. De ello está rindiendo cuentas ante el Tribunal Federal Oral nº 1. A fines de 1975 el teniente primero Ernesto Barreiro, apodado ‘el nabo’ y ‘el gringo’, se incorporó al Destacamento de Inteligencia 141 en Córdoba. Durante dos años formó parte del siniestro Comando Libertadores de América, antes de ser el jefe de los interrogadores del campo de detención de La Perla. En 1987 fue acusado de seis casos de tortura y uno de homicidio. Pero se negó a comparecer ante la Justicia Federal y encabezó el alzamiento militar de ‘los carapintadas’, siendo su portavoz. Dado de baja en el ejército, se benefició de la Ley de Obediencia Debida. Tras anularse las leyes de impunidad, se fugó a los Estados Unidos, de donde fue extraditado en 2007.
La Perla, centro de torturas
La Perla fue uno de los mayores y más siniestros entre el medio millar de centros clandestinos de detención, tortura y desaparición establecidos por la dictadura militar argentina. Situado una docena de kilómetros fuera de la ciudad de Córdoba, sobre la carretera nacional 20, de sus instalaciones desaparecieron unos 2.000 detenidos. La Justicia busca el esclarecimiento de los crímenes allí cometidos mediante la denominada ‘Megacausa de La Perla’, que agrupa casos con 45 procesados (militares, personal civil de inteligencia y policías), 416 víctimas y cerca de 900 testigos. El juicio oral, que se celebra en el Tribunal Federal nº 1, puede prolongarse todavía durante un año. En un edificio de ladrillo denominado ‘la cuadra’ –donde hoy se encuentra un Museo de la Memoria– había una sala de torturas, a la que los militares denominaban ‘la margarita’ por la forma del modelo de picana eléctrica que allí utilizaban. En ella se torturaba, siempre bajo control médico. En su puerta habían colocado un rótulo de macabro humor: ‘Sala de terapia intensiva. No se admiten enfermos.’ De la brutalidad y amplitud de la represión en Córdoba da idea el testimonio de un campesino, que contó haber presenciado el fusilamiento con ametralladoras de unos 120 detenidos.
http://www.elmundo.es/internacional/2013/11/30/529874cf684341b02f8b456a.html