Horacio Román fue, por dos décadas, el más influyente lobbista entre el poder político y la Maldita Policía.
En su edición del 30 de agosto, el diario Clarín le dispensó a la inseguridad un impactante artículo a doble página firmado por Liliana Caruso. Su título: «Pesadilla en San Miguel: le robaron 10 veces en un año». Del protagonista sólo hay una escueta referencia: «Es dueño de dos comercios en el centro de la ciudad.» Y su nombre se pierde entre los pliegues del drama estadístico que lo perturba. «Estoy harto y tengo miedo», soltó de entrada. Era un anciano con mirada triste que posó en la foto junto a los retratos enmarcados de sus nietos. Costaba reconocer en ese rostro doliente al mismísimo Horacio Román, el ex senador provincial que por dos décadas fue el más influyente lobbista entre el poder político y la Maldita Policía. Su historia merece ser contada.
Hay un episodio que lo pinta por entero. A fines de 1999, durante la primera reunión de la Comisión Bicameral de Seguridad celebrada luego de asumir el entonces gobernador Ruckauf, sus integrantes aguardaban el inicio del acto alrededor de una mesa oval, rodeados de secretarios y asesores. Román –quien presidía la comisión desde 1985– llegó con media hora de retraso. Lucía una camisa hawaiana y ojotas. Y fue directamente al grano:
–Ahora que Arslanián no está más, hagamos rápido las diez modificaciones que pide el nuevo gobernador.
Un legislador le salió al cruce:
–Con todo respeto, creo que su método vulneraría el espíritu de las leyes, tal como lo entiende hasta el propio Montesquieu.
En ese instante, Román codeó a un colaborador para evacuar una duda:
–¿De qué partido es este Montesquieu?
Román, a quien los uniformados llamaban El Zorro y los jueces El Monje Negro, supo ejercer un férreo control sobre las estructuras policiales asentadas en Morón, su patria chica, y en otras regionales del Gran Buenos Aires. A la vez, manejaba a su antojo el Departamento Judicial de Morón, extendiendo su influencia a juzgados y fiscalías de la zona oeste. Incluso, en La Plata había magistrados que le reportaban. En resumidas cuentas, se lo consideraba el jefe en las sombras de la Bonaerense y también un poderoso «patrón» de la justicia provincial. Un liderazgo que –según se decía– alimentaba con la recaudación mensual de cuatro millones de pesos que él mismo distribuía entre comisarios y jueces. En el plano institucional, fue el encargado de negociar las posiciones policiales ante el Poder Ejecutivo de turno. Los Patas Negras confiaban en él.
En la segunda mitad de los ’80, durante la gestión de Antonio Cafiero, su figura ya había atravesado el acuartelamiento de la fuerza para desestabilizar al ministro Luis Brunatti. Tres lustros más tarde, Román mantenía intactos sus reflejos de conspirador: en la última etapa del mandato provincial de Duhalde, confabuló contra el ministro León Arslanian. A tal fin, solía tener cónclaves secretos con comisarios de renombre, como Mario «Chorizo» Rodríguez y Mario Naldi. En vísperas a las elecciones, Arslanian fue finalmente remplazado por Osvaldo Lorenzo, un ex juez de Morón y, luego, de Zárate-Campana, cuyos pliegos habían sido impulsados por el propio Román. Ya se sabe que su paso por el cargo se malogró con la llamada Masacre de Ramallo. Meses después, con el comisario Ramón Verón al frente del Ministerio de Seguridad, Román tomó otra vez en sus manos la política del área. Lo secundaban dos colegas suyos de la comisión: los justicialistas Andrés Bevilacqua y Juan Antonio Garivoto. Los tres habían militado 25 años antes en la Juventud Peronista de la República Argentina, más conocida por Jotaperra, que respondía a José López Rega.
Es que el peronismo ortodoxo había sido la cuna ideológica de Román en sus días como delegado por SMATA en la fábrica de tractores Deutz. Debutó en la función pública durante la presidencia de Isabel Perón con un cargo en el Ministerio de Trabajo encabezado por Ruckauf. Durante la última dictadura estuvo secuestrado 20 días en una mazmorra de la Fuerza Aérea. Ocupaba una banca en el Senado provincial desde 1985. Al tiempo, ya desde la presidencia de la Comisión, su facilidad para el tráfico de influencias creció al punto de que en su oficina se decidían ascensos y traslados en la Bonaerense, además de adjudicarse comisarías, brigadas y regionales.
En el otoño de 2004, pese a mantener intacto su predicamento en los campos policíaco y judicial, su luz comenzaría a declinar. Para su desgracia, Arslanian era otra vez ministro. Este había girado a la justicia platense una denuncia por «enriquecimiento ilícito» presentada por el abogado Pablo Cuomo a la Oficina Anticorrupción. El senador no tardó en acusar el golpe: renunció a sus fueros parlamentarios y presentó una autodenuncia en una fiscalía amiga de Morón.
El eje del asunto giraba en torno a una docena de propiedades, además de tres farmacias, otras tantas agencias de juego, un sanatorio, un laboratorio de medicamentos, una estación de servicio y seis vehículos de alta gama, junto a cuentas bancarias por 13 millones de dólares. Lo cierto es que Román salió bien parado de la cuestión: el juez de La Plata se declaró incompetente y el expediente fue girado a un tribunal ¡de Morón!
En medio de tales circunstancias, quien esto escribe lo entrevistó por cuenta de la revista TXT. El tipo tenía su encanto. Afable, risueño y, por momentos, emotivo, Román esgrimió su visión del mundo apoltronado en un sillón. Sus palabras parecían exentas de filtro, cuando en realidad eran cuidadosamente calculadas. En aquella ocasión, Román fue muy benigno con Brunatti («Es un hombre de bien. Yo creo que, pobrecito, está muerto de hambre. La verdad es que yo lo acompañé mucho. En el motín policial, él estaba enyesado por un accidente, y yo era el que le empujaba la sillita de ruedas»). En esa ocasión, Román fue crítico con el comisario Pedro Klodczik («Aparentemente, él no podía tener hijos biológicos: entonces apañaba a oficiales como si fueran sus hijos. Y algunos eran terribles hijos de puta»). En esa ocasión, Román puso todo su empeño en despegarse de Lorenzo («Es una patraña lo que se dice de mi vínculo con Lorenzo. ¿Cómo se puede decir que yo lo protegía? Ese tipo, perdóneme la expresión, era un verdadero pelotudo. Si no hubiera pasado lo de Ramallo, hubiera causado una calamidad peor»). La última pregunta estuvo referida a una estimación de su patrimonio. La respuesta: «No sé. Mi contador le está dando los últimos toques a ese cálculo. Te pido por favor que me dejes contestar eso en unos días.» Con el título: «El señor de los gatillos», la nota fue publicada el 30 de abril de 2004.
Su último mandato caducaría meses después. Desde entonces, poco es lo que se supo sobre su persona.
El último jueves de agosto, en su increíble entrevista con Clarín, Román hizo suya la proverbial indignación del ciudadano común, del vecino de a pie: «Estoy harto y tengo miedo», repitió. Suena muy curiosa esa frase salida de su boca. ¿Su extravagante reaparición mediática fue acaso fruto de una maniobra urdida en las entrañas de aquel diario? En los pasillos de Clarín lo desmienten. Allí se dice que todo se originó con un mail enviado por el ahora anciano comerciante a la redacción. Que el editor general del diario, Ricardo Roa, lo reenvió a la sección de Policiales. Y que allí le encargaron a la señorita Caruso un artículo al respecto. Nadie había chequeado debidamente la catadura del sujeto en cuestión. Gajes del periodismo. Y de la mala memoria.
fuente http://sur.infonews.com/blogs/ricardo-ragendorfer/esta-vez-el-zorro-se-disfrazo-de-cordero