Para celebrar en paz su cumpleaños número veinte, la Cámara de Casación Penal acordó postergar para después de la fiesta cualquier decisión crucial sobre sus escándalos más recientes, relacionados con sobornos en la causa del asesinato de Mariano Ferreyra y con el papel de una secretaria como defensora de su padre represor ante el propio tribunal. Aun así, el presidente del cuerpo, Pedro David, intentó que el aniversario fuera una ocasión de “balance y perspectiva”, según el título de su discurso. La definición fue algo discutida en el backstage, ya que un balance implicaba alto riesgo de sincericidio en una cámara con mala reputación desde que Carlos Menem la hizo. Así, se habló poco del pasado, pero la camada más nueva de sus jueces y algún que otro veterano aceptaron estoicamente los debates en puerta. Mientras muestran su esfuerzo por revertir el lastre que dejó el bloqueo a las causas por crímenes de lesa humanidad, admiten el desafío de un dilema técnico no menor: Casación nunca cumplió la función para la que fue creada, ofrecer un modelo que avance hacia un sistema procesal acusatorio basado en la oralidad, transparente y expeditivo, que deje de dar garantías de impunidad para poderosos (tan sólo con el paso del tiempo) y de castigo seguro para los perejiles.
Entre los asuntos que los jueces de Casación decidieron posponer, deben decidir si cesantean o exoneran a Luis Ameghino Escobar, un prosecretario procesado por participar, en el verano de 2011, de una trama de presuntas coimas para beneficiar a José Pedraza y la patota que mató a Ferreyra, y de direccionar el expediente hacia la Sala III de la Cámara. También patearon todo debate sobre el pedido de juicio político al ex titular de esa sala Eduardo Riggi, escrachado en contactos telefónicos con un ex agente de la SIDE que oficiaba de intermediario del supuesto soborno. En otro rubro, pusieron en el freezer una definición sobre el futuro de una secretaria de Riggi, María Laura Olea, quien ofició de abogada defensora de su padre, el represor Braulio Olea, en la apelación de su condena ante la sala IV de la propia Casación y que habría participado en protestas de hijos de militares acusados de violaciones a los derechos humanos. Otro secretario de Riggi, Diego Amarante, también hijo de un acusado de crímenes de lesa humanidad en La Pampa, había conseguido permiso para defender a su padre.
Veinte años atrás, al recibir la lista de los trece jueces que conformarían la naciente Casación, el entonces ministro de Justicia León Arslanian reaccionó alarmado: “Si elegimos así a los jueces de Casación terminaremos nombrando a 237 esperpentos en la Justicia”. No pudo mover ni un nombre y renunció. La creación de más de doscientos cargos era producto del paso de los procedimientos escritos a los juicios orales, en tiempos en que a la toga no se accedía por concurso sino a dedo. A la vez, dos modelos pujaban por imponerse. Lo logró el más conservador, que dejó la investigación en manos de los jueces de instrucción y preveía una segunda etapa de juicio oral, un combo que hoy se traduce en causas que duran por lo menos once años, en especial si involucran a funcionarios. El modelo acusatorio que no fue, en cambio, daba poder de investigar a los fiscales y control a los jueces, en un proceso oral y aceitado. La Cámara de Casación era el vértice del nuevo sistema y debía consolidarlo, controlar la estructura, interpretar y revisar sentencias.
Vida y obra
En un tribunal tan grande era difícil pensar en unificar criterios, pero lo peor, vaticinaba Arslanian, era en manos de quién quedaba. Tres nombres lo decidieron a correrse: Ana María Capolupo de Durañona y Vedia, jueza civil; Eduardo Riggi, juez en lo penal económico desde la dictadura, antes funcionario en El Camarón, la cámara federal “antisubversiva” creada en 1971, y el fiscal Juan Martín Romero Victorica. Los impugnaron ante el Senado, pero fue como si nada. Sólo Romero Victorica, en vez de juez quedó como fiscal de Cámara.
A Capolupo le criticaban falta de antecedentes. “No sé derecho penal, pero voy a aprender”, asumió. Romero Victorica fue objetado por sus “convicciones autoritarias”, que dejó a la vista en múltiples ocasiones: al aludir como “subversivo” al abogado Guillermo Díaz Lestrem, asesinado tras su cautiverio en la ESMA, al negociar que los hermanos Born cobraran casi la mitad de la indemnización que el Estado había pagado a la familia de David Graiver (que insistía en ligar con Montoneros), al sostener la prescripción de los crímenes de la dictadura y hasta defender al ex ministro bonaerense de facto Jaime Smart en 2009 en una audiencia en Casación por sesenta secuestros y torturas: “No puedo creer que a Jimmy le imputen esos hechos, no sé qué hace esta causa acá, si yo estoy de acuerdo con la excarcelación”, se mofó. Recién el año pasado renunció Romero Victorica, cercado por el juicio político que se le inició después de que la nieta recuperada Victoria Montenegro denunciara que le adelantaba a su apropiador información de las causas en su contra.
Otro casador de la primera hora, Alfredo Bisordi, había sido secretario del juzgado federal de Norberto Giletta durante la última dictadura. En la secretaría penal de la Corte asumió la polémica investigación del atentado a la Embajada de Israel, donde introdujo teoría de la “implosión”, que responsabilizaba a los israelíes. En Casación concentró poder y dejó su impronta en un fallo que anuló la condena y liberó a tres skinheads que le habían dado una paliza a un joven al grito de “heil Hitler” y “mueran los judíos”. Según Bisordi y otros dos de sus colegas históricos, Juan Carlos Rodríguez Basavilbaso y Liliana Catucci, era “un grito de guerra, común a los que comulgan con la ideología skinhead”.
Bisordi llamó “delincuente terrorista” a la ex detenida desaparecida Graciela Daleo y fue icono de las trabas de Casación al avance de las causas por los crímenes del terrorismo de Estado. Hacia 2007 había más de cien recursos en expedientes sobre violaciones a los derechos humanos sin resolver en el tribunal, que tardó cuatro años reabrir la causa ESMA, a pesar de la anulación en la Corte de las leyes de impunidad. Varios organismos de derechos humanos pidieron el juicio político de Bisordi, de Capolupo, Riggi y Gustavo Hornos. El entonces presidente Néstor Kirchner se subió al reclamo y Bisordi lo llamó “enemigo número uno”. En marzo de 2008 renunció, para reaparecer en tribunales como abogado defensor de represores.
Capolupo se fue un mes después. Guillermo Tragant en 2009, salpicado por las mismas cuestiones, igual que Rodríguez Basavilbaso, de salida en 2011, que había desembarcado en Casación con el antecedente de haber sobreseído al jefe de policía Ramón Camps y a Miguel Etchecolatz. Juan Fégoli se jubiló el año pasado como tenía previsto. También se fue Gustavo Mitchell –conocido por su asiduidad a nombrar familiares cerca suyo– salpicado por los presuntos sobornos ligados a Pedraza y complicado en una la investigación por su papel, como juez de menores en los setenta, en la entrega de hijos de desaparecidos.
Los noventa
El penalista Alberto Binder, autor de importantes proyectos de reforma procesal sostiene que la Casación “tenía grandes tareas y fue infiel; quedó enredada en la burocracia, con una visión extremadamente formalista, y en los compromisos con lo peor del sistema”. En el propio tribunal hay quienes asumen los noventa como una etapa regresiva en cuanto a libertades y garantías. Se restringieron derechos en lugar de ampliarlos. El abogado Alberto Bovino recuerda el fallo “Kosuta”, de fines de esa década, donde la Casación se atribuyó facultades legislativas y limitó la “probation” (una pena alternativa) a delitos menores. La intención, dice Bovino, era que “se aplicara de manera amplia” y “no que, por ejemplo, los delitos contra la propiedad sin violencia atoraran el sistema penal”.
En relación con las requisas policiales, que exigen orden judicial, menciona que “Casación generó tantas excepciones que la policía podía requisar cuando quisiera”. Recordó que los informes negativos de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos sobre el abuso de la prisión preventiva y desborde carcelario en el país estuvieron relacionados, en parte, a la política de excarcelación emanada en parte de este tribunal.
Cierta tendencia a justificar los abusos de todo tipo de la policía se continuó en el tiempo. Se vio en el caso de la masacre de Pompeya, cuando en junio de 2008, la Sala III (con firmas de Riggi, Tragant y Rodríguez Basabilvaso) confirmó la condena a 30 años de prisión contra Fernando Carrera, quien denunció que la causa en su contra había sido armada por policías federales que lo habían confundido con un ladrón y lo tirotearon desde un auto (que no era patrullero), lo que provocó que intentara eludir los disparos y en la huida matara con su auto a tres personas. La Corte revocó este año el fallo de Casación porque no se había investigado suficiente esa línea. Carrera pasó siete años preso. Su caso motivó la película The Rati Horror Show.
Las “perspectivas”
En 2003 hubo un atisbo de cambio cuando la jueza Angela Ledesma –la primera en llegar por concurso a Casación– reemplazó a Jorge Casanovas, hombre de hábiles manejos políticos, viejo defensor de la pena de muerte, que se fue como ministro bonaerense. La Corte empezó a bajar líneas de cambio, pero por mucho tiempo en Casación se hicieron los distraídos. Se tomaron su tiempo en aplicar la inconstitucionalidad de las leyes de punto final y obediencia debida, algo que algunos aún hacen a regañadientes. En el festejo del viernes último, Pedro David –quien retornó el año pasado del tribunal de La Haya– enfatizó la voluntad de avanzar en las causas de derechos humanos e informó que sólo en lo que va de este año se resolvieron once causas con más de sesenta imputados.
La incorporación de nuevos jueces desde la segunda mitad de 2011 (Alejandro Slokar, Mariano Borinsky, Juan Gemignani y Ana María Figueroa) trajo un evidente cambio de aire. La redacción de reglas para acelerar todos los juicios complejos es síntoma de la renovación, igual que ciertos fallos novedosos, como el que declaró la inconstitucionalidad de la prisión perpetua para los menores de edad. También hay resistencias a la vista: como en los dos años que se tomó la Cámara para resolver si revisaba el procesamiento de Mauricio Macri por el espionaje, algo que todo el mundo sabe que no le compete salvo una equiparación ostensible con una sentencia definitiva.
Otro asunto que la Casación tardó en digerir fue un fallo de la Corte conocido como “Casal”, que definió que al revisar una sentencia el tribunal debe analizar todo, los hechos y las pruebas, y afirma que el único sistema compatible con la Constitución es el acusatorio, con fiscales que investigan y jurados. La ampliación del campo de acción por ése y otros fallos genera quejas: la Cámara pasó de tramitar 600 causas por año en sus orígenes a 6500 hoy, por lo que David dijo que espera que se cree de una vez la Cámara de Casación ordinaria adonde se iría el 42 por ciento de los expedientes.
La invitación a figuras como Binder y José Cafferata Nores –fuertes impulsores de una reforma– para que hablaran en el evento de los veinte años fue leída en tribunales como un gesto de apertura. Binder asoció a la Casación con un aspecto positivo: el sistema de juicio oral expuso a los jueces, acercó la reconstrucción de los hechos, reforzó el control de la pruebas y multiplicó garantías. Sin embargo, el modelo sigue siendo de duración excesiva y no confía en los fiscales (muchos de los actuales, sobre todo federales, nombrados en los noventa). El jurista reclamó que Casación, con su jurisprudencia, “empuje a la Justicia federal a la reforma del sistema”. “Que declaren la inconstitucionalidad del los jueces de instrucción y abandonen la política endogámica”, proclamó en diálogo con Página/12. Ahora que terminó la fiesta, vienen las decisiones. La de una reforma procesal –más allá de las del código penal– es esencialmente política.
fuente http://www.pagina12.com.ar/diario/elpais/1-204604-2012-10-01.html