Del profundo debate sobre “Morales y sentimientos de la cuestión social” entre Robert Castel, Gabriel Kessler, Denis Merklen y Numa Murard, celebrado en la Casa Argentina de París en marzo de 2011, surgió la obra Individuación, precariedad, inseguridad. ¿Desinstitucionalización del presente? (Paidós). Allí se disparan problemáticas clave del mundo actual, en particular, cómo ha evolucionado el conflicto social en las últimas décadas.
Luego de la presentación del libro en las X Jornadas de Sociología, los investigadores Kessler y Merklen dialogaron con Página/12. En la charla, problematizaron la pesada carga de ser individuos hoy, advirtieron sobre la hiperinflación de la idea de riesgo como marco de legibilidad de la sociedad y pusieron en cuestión el rol del sociólogo, en particular, “qué hacer con nuestro propio discurso de la estructura social”, puntualiza Kessler.
–¿Cómo caracterizaría las actuales dinámicas de individuación?
Denis Merklen: Esta palabra es casi un neologismo, no es asimilable a individualización. No tratamos de entender qué es lo que hace que cada uno sea un sujeto singular, sino qué hace que podamos comportarnos como individuos en el mundo, conducir nuestras vidas como individuos y tener ciertos espacios de libertad, independencia social y autonomía. Retomamos algunas preguntas planteadas hace casi veinte años ya por Robert Castel: el modo en que hoy nos volvemos individuos no siempre tiene un valor positivo. Podemos volvernos individuos y que eso constituya una forma de desigualdad social, de carga social. Hasta hace un tiempo la sociología pensaba que algunos –los pobres, los trabajadores– no lograban ser individuos, que la condición de individuo era de las clases altas y medias. La novedad en nuestros trabajos de campo es que la individuación está distribuida en toda la estructura social. Pero eso no implica que todos necesariamente se desarrollen, liberen y expandan. A veces, el ser individuos en el mundo actual puede ser una carga extremadamente pesada.
–Respecto de esta pesada carga, ¿qué efectos genera en las subjetividades lo que usted define como “responsabilización” y “actuación”?
D. M.: En Europa hay muchos dispositivos sociales que apuntan a producir la subjetividad del otro, formas de actuar sobre el otro como sujeto. Algo que no es nuevo, pero que antes estaba reservado a sujetos percibidos como problemáticos y que ahora se dirige a todo el mundo, a gente que no tiene un problema en tanto tal, sino que simplemente fracasa en la vida. El otro punto es que para poder conducirte como un individuo responsable se necesitan ciertas condiciones, que a veces son del orden de los recursos que se posee y otras del orden contextual. Entonces, convertir la exigencia de conducirse como un individuo responsable y autónomo en universal supone desconocer los recursos de los que cada quien dispone para poder hacerlo, por un lado, y las abismales diferencias de situación en las que uno se encuentra, por otro.
–¿Asociado al contexto, también en el caso de los riesgos habría diferencias?
Gabriel Kessler: La pregunta es hasta dónde extendemos la idea de riesgo. En el artículo de Castel se expresa una posición que también compartimos los otros autores: se alerta sobre la hiperinflación de la idea de riesgo como marco de legibilidad de la sociedad actual. Por un lado, hay una expansión del riesgo como grilla de legibilidad, lo que conlleva nuevas y constantes demandas a los gobiernos. Ellos son interpelados para asegurarnos contra nuevos tipos de riesgos, impensados tiempo atrás. Cada vez más se instala la idea de una democracia técnica que pueda gestionar estos riesgos. Esta es la discusión entre los teóricos de la sociedad de riesgo (Beck, Giddens) y la postura de otros como Castel, que propone la necesidad de limitar y diferenciar la utilización de la idea de riesgo.
–¿En qué sentido cree que se debe diferenciar?
G. K.: Por un lado, su extensión limitada diluye la idea de responsabilidad sobre ciertos colectivos y ciertas clases. Por otro lado, impone una demanda necesariamente insatisfecha, tanto en relación con la inseguridad como con respecto a otros temas, la llamada “frustración securitaria”. En relación con la inseguridad, hay un cuestionamiento a la idea de grupos de riesgo, porque se puede demostrar correlación pero no causalidad entre ciertos atributos y el delito. A lo que se agrega la idea de indicadores “pre-delictivos” que conllevaría el riesgo futuro de que cometan tales hechos, con el potencial estigmatizador que implica. También se cuestiona la idea clásica de la criminología de que los delitos en la juventud son indicadores de una carrera delictiva adulta, cuando se ha demostrado lo contrario: sólo una ínfima parte de quienes cometen un delito en la juventud tiene el riesgo de entablar más tarde una “carrera”. Allí hay un cuestionamiento tanto a las políticas más autoritarias como a las más progresistas, bajo la idea de “jóvenes en riesgo”, cuya extensión ilimitada impondría un tipo de política preventiva con tintes autoritarios.
–¿En qué medida la propuesta de limitar la idea de riesgo se asocia a la premisa de que “no sorprende que la inseguridad se haya ubicado en el primer lugar de preocupación en la Argentina y a nivel regional”, que usted plantea en el libro Ilegalismos, cidade e política?
G. K.: No sorprende porque aparece, sobre todo en América latina, un cambio en la experiencia social y cultural del delito ligado al aumento de las tasas históricas de cada país; un cambio importante que se dio dentro de una misma generación o con una generación de diferencia. Por ejemplo, el caso de Uruguay es paradigmático, donde en términos relativos sus tasas son bajas, pero han aumentado en función de lo que era habitual. Allí hay una sociedad envejecida para la cual el pasado está siempre muy presente; ha experimentado un cambio en la relación con el delito. Ello hace que aparezca, casi por antonomasia, como el riesgo primero.
–¿Por qué?
G. K.: Porque los riesgos no se expresan en tanto cálculos de probabilidades –no alcanza con decirle a una persona: “Mire que las probabilidades de sufrir un homicidio son bajas”–, sino que se expresan en términos de experiencia de incertidumbre: la percepción dicotómica de que algo me puede pasar o no. A esto se agrega que uno, de algún modo, elige entre los riesgos que más le preocupan y más lo rebelan o le parecen intolerables. Unos son más insoportables que otros porque media una condena moral. Mientras algunos se inscriben dentro de lo aceptable, otros se vuelven moralmente insoportables. Y esto explica por qué reaccionamos más, a menudo con más bronca que miedo frente al delito que a otros riesgos con mayores probabilidades pero sin la misma indignación moral. Un tema adicional es la “configuración Cono Sur”, entre las que se encuentran Buenos Aires junto a otras ciudades argentinas, Montevideo y algunas ciudades chilenas. Tienen un rasgo común: los homicidios son relativamente bajos pero las tasas de victimización son altas.
–¿A qué se debe esa disociación?
G. K.: En parte, al tipo de vida urbana: donde hay más circulación urbana de individuos suele haber más delitos ocasionales. Ellos resuenan en forma constante en las conversaciones; ese telón de fondo diario se articula con las noticias de los hechos más violentos, menos habituales pero que, por esa misma razón, son los que más presencia tienen en los medios. Así, la incertidumbre de que acaso uno de estos innumerables hechos cotidianos tenga un desenlace fatal es una clave explicativa de la alta preocupación actual. Esto se retroalimenta con la imagen de un “delito aleatorio”, es decir, poco profesional y con escaso control de la violencia, lo que contribuye al temor de ese desenlace. Cuando la inseguridad se vincula al “crimen organizado”, como sucede en otros países de la región, los temores se configuran de manera diferente de lo que sucede en el Cono Sur.
–En sus escritos, usted plantea que hay una autonomía relativa entre delito e inseguridad. Otros autores, en cambio, afirman que la sensación de inseguridad no está asociada con la tasa de delitos. Más aún, en algunos países las estadísticas muestran una baja en el nivel de delitos cometidos y, en cambio, un aumento del temor al delito.
G. K.: Yo sostengo que (la autonomía) es relativa. Cuando uno toma una evolución temporal de una década o década y media en determinados países, ve un reacomodamiento de las percepciones. Cuando los delitos empiezan a aumentar, en general un tiempo después el temor aumenta. Cuando el delito baja –pero ya la preocupación está instalada: los medios han tematizado el tema, los mercados de seguridad están prósperos, las prácticas sociales han cambiado–, allí podemos decir que el sentimiento de inseguridad, pensado como sentimientos, prácticas y representaciones, se autonomiza y perdura. Pero una vez que el delito baja y se mantiene así durante un tiempo considerable, como en varios países de Europa, el temor al delito disminuye. En lugares como Chile, donde el delito empezó a bajar, también el temor bajó. En Bogotá, más allá de que las tasas siguen siendo muy altas, el delito efectivamente bajó y la percepción también. Hay una maleabilidad de las percepciones.
–¿Cómo analiza las mediciones en este campo?
G. K.: Si yo busco temor, encuentro temor, por lo cual las mediciones más sofisticadas empiezan a diferenciar entre lo que llaman un “miedo experiencial”, más ligado a las experiencias personales o a la lectura del contexto barrial, de lo que se denomina un “miedo expresivo”, asociado a una crítica social, en muchos casos expresiones autoritarias sobre inmigrantes, inquietud por cambios en los sectores populares, crítica generacional contra los jóvenes. Los indicadores actuales –por ejemplo, la encuesta británica de victimización que diferencia entre indicadores para miedo experiencial y miedo más expresivo– muestran que cuando diferenciamos entre indicadores para uno y otro temor –los de percepción de probabilidad de un delito, por caso– no sólo las cifras del temor cambian, sino que además los grupos que aparecían como menos temerosos, por ejemplo los jóvenes varones, empiezan a mostrar guarismos más elevados. Depende de lo que pregunte, encontraré cosas distintas.
–¿Cómo se vincula esta noción de riesgo con la creciente individuación y la precariedad de la que hablan en el libro Individuación, precariedad, inseguridad?
D. M.: No hay actualmente mayor individuación porque haya mayor precariedad o exposición al riesgo. Incluso si se revisa la literatura sociológica del siglo XX, es indudable que la individuación fue un efecto inmediato y exponencial de una mayor estabilización de las condiciones de vida, de mayor seguridad social. Comparado con lo que había ocurrido durante el siglo XIX, al lograr estabilizar los modos de vida de la mayoría, hacerlos previsibles y generando que el horizonte temporal se extendiera, hubo una explosión del individualismo, observado muy claramente ya en los años ‘50. Lo que ocurre luego de ese proceso, con las formas de precariedad que conocimos en los últimos 30 años, es que se produce un modo de individuación diferente.
–¿Con qué rasgos?
D. M.: Ya no está relacionada con la capacidad que un individuo tiene de poder anticipar y proyectarse hacia el futuro de manera independiente, sino con la dificultad que los sujetos tienen de apoyarse en estructuras sociales sólidas, lo que los obliga a repensarse como los únicos actores de sus propias vidas. Como no puedo contar con ninguna protección social, no puedo más que arreglármelas solo. Pero entre ser socialmente independiente y tener que arreglárselas solo hay una valencia del tipo de individuo que es muy distinta.
–¿En qué se diferencia?
D. M.: En el primer caso hay una cierta homogenización con las condiciones sociales, lo que no quiere decir igualdad, sino que algunos riesgos se controlan mejor. En el otro caso hay una profunda desigualdad social porque no se es igualmente individuo en distintos contextos. Supongamos que decimos: “las sociedades contemporáneas son sociedades del riesgo”. Al decir eso nos perdemos de observar una situación muy evidente.
–¿Cuál?
D. M.: Vamos por una calle cualquiera de la ciudad en una hora vespertina aquí y en alguna periferia poco transitada y protegida, es indudable que la exposición al riesgo no es la misma. Del mismo modo que no está expuesto al mismo riesgo un habitante de clase media en Berlín que uno de clase popular en el Congo… Entonces, si todos están igualmente expuestos al riesgo estamos perdiendo una capacidad descriptiva formidable, porque es indudable que las situaciones son diametralmente diferentes, dependiendo de la exposición. Hay una obligación del sociólogo de restituir un elemento que no es perceptible necesariamente para los sujetos. Que tanto el ciudadano berlinés como el otro pueden sentirse muy amenazados, pero no podemos decir que las dos situaciones sean iguales pese a que los sujetos se expresen de la misma manera.
G. K.: Querría llamar la atención sobre las maneras paradójicas en que se pueden expresar subjetivamente esos mayores riesgos y esa mayor incertidumbre, ligada a la criminalidad que recién mencionaba. En mi artículo yo comparo a los jóvenes que cometieron delitos en los ’70-’80, de los ’90 a 2002 y después de 2006. En la segunda etapa aparecía algo que en ese momento no vi tan claramente; quizá creí que era un aspecto de la adolescencia. Era esa incertidumbre y, sobre todo, esa gran precariedad, que podía ser leída a primera vista como una idea de actor hiperestratégico, cuando lo que había era una situación de necesidad que se expresaba como una suerte de lógica instrumental según la cual parecía no haber opción más allá de la elegida.
–¿En qué se expresaba esa falta de opción?
G. K.: Yo uso una frase de una entrevista que lo resume: “Necesitaba dinero. No tenía trabajo. Salí a robar”. Allí aparece reducido al máximo el campo de acciones posibles, lo cual puede ser leído como una especie de actor hiperestratégico que está solamente pensando en una lógica de los fines sin importar los medios. Pero cuando lo comparo con algunos jóvenes diez años después, en una sociedad donde se abren más oportunidades laborales, donde hay una idea de menor precariedad más allá de que realmente los pueda o no incluir, aparecen más opciones y capacidad de agencia.
–¿Diez años después pudieron optar?
G. K.: El delito aparece como una posibilidad por la que se puede optar o no. Lo paradojal es que la idea de incertidumbre, que uno tendería a pensar que se vivencia como un estado de duda, desde el punto de vista de los actores, a veces es expresado como que el camino que se elige es lo único posible. Entonces esto nos enfrenta a una cuestión bastante debatida en el libro: esa relación entre lo que uno (como investigador) explica y lo que los actores dicen de sí mismos.
–¿Puede el investigador evitar decir más de lo que los actores dicen? ¿Cómo hacer para no sesgar desde su interpretación el relato de los actores?
D. M.: Cuando Kessler construye su narración de tres momentos de un personaje social equivalente y los compara, produce un modo de comprensión del mundo que no es accesible a ninguno de esos actores; como sociólogo, él está en condiciones de crear un dispositivo de observación que es propio de su trabajo. Allí hay un momento de “creatividad” en la construcción del dispositivo de investigación. Entonces, sin la necesidad de decir: “Esa persona está equivocada al pensar lo que piensa sobre su propia vida, su propia historia y sobre el mundo”, los sociólogos tienen la obligación de construir un mecanismo de acceso a la realidad, de conocimiento, que permita observar algo que no era observable antes. Y que no es directamente accesible para los propios actores. Creo que allí hay una respuesta posible a este dilema moral del sociólogo, en tanto no resuelve todas las preguntas posibles.
G. K.: Dos observaciones. Por un lado, en las ciencias sociales, en particular desde la sociología pragmática, hay un movimiento desde hace ya varios años de cuestionar lo que han llamado la reducción a lo social, en el sentido de imponer una serie de argumentos y de claves explicativas relativamente limitadas –la crítica es sobre todo a Bourdieu– para explicar distintas cuestiones. Como dice Latour, imponer una meta-narrativa que sustituye la propia narrativa de los actores. En estos temas, me parece que esa pregunta tiene también una relevancia política particular. Me refiero a que las explicaciones sociales, a las que adhiero y sobre las que he trabajado, han permitido contrarrestar los discursos más punitivos cuando se produjo el gran aumento del delito en los ’90. Hemos demostrado, en Argentina como en el resto de la región, la relación entre aumento de la desigualdad, desempleo y delito. Pero es necesario incorporar otras variables a la experiencia urbana de un delito, a las emociones ligadas a los actos y a los actores mismos. Poder diferenciar entre nuestras interpretaciones y las de los actores, que en muchos casos, como dice Boltanski, reniegan a subsumir su historia en un relato de dominación.
D. M.: Al comienzo de su carrera, Bourdieu había dicho que el principal problema del sociólogo es que su objeto habla. El era perfectamente consciente de eso y tomó una decisión radical. Sabía que se exponía a que le dijeran: “Usted no tiene razón”. En una de las últimas escenas de la película La sociología es un deporte de combate, Bourdieu se expone frente a los jóvenes de la periferia de París. Uno de los chicos le dice: “Tenés a Dios en tu apellido, pero vos no sos Dios” (N. de la R.: Dieu, Dios en francés). Como si le cuestionara: “No sos quién para venir a explicarnos a nosotros los que nos pasa”. En ese entonces, Bourdieu era un profesor del Collège de France, una persona conocida en Francia para todo el mundo. Cuando Bourdieu sale de la sala, dice: “Pobres muchachos; se creen que entienden lo que les está pasando pero no entienden nada”.
–Con respecto a esta discusión sobre la “mirada” del sociólogo, ¿cómo no caer en el miserabilismo?
D. M.: El reproche de miserabilismo es a la sociología de Bourdieu. Se trata de la toma de conciencia que tienen los mecanismos de dominación en una sociedad, que hacen del dominado un sujeto que, incluso, no puede hablar en nombre propio. Bourdieu decía que las clases populares no pueden hablar en nombre propio, sólo pueden ser habladas por otros. El acento puesto en la observación puede invalidar completamente el hecho de que esos dominados tienen una voz, una iniciativa, una visión del mundo, se equivocan, hacen cosas bien y otras mal. Hay una especie de condescendencia que descalifica porque no es más que la producción de un dominado.
–¿Cómo escapar a eso?
D. M.: Es algo muy difícil para nosotros, que hemos prestado una atención muy especial a la condición del pobre. Pienso que el principal resguardo que tenemos es el de pensar que todos los otros miembros de la sociedad son nuestros conciudadanos. Los pobres, la clase media y los ricos. Y que del mismo modo que criticamos sin tapujos y con entusiasmo las conductas y los modos de ver de los poderosos, los políticos, los periodistas, también debemos tener una actitud crítica –lo cual no quiere decir desconocer la racionalidad del otro– con quienes están en una posición de desventaja: pobres, sometidos, explotados y demás. El reconocimiento de la situación y de la condición no obliga a tener un punto de vista condescendiente ni descalificador con el otro.
G. K.: Una de las formas de evitar el riesgo del miserabilismo es no pensar determinados fenómenos como exclusivos de los sectores populares, sino tener una mirada que considere los diferentes grupos y las relaciones entre los grupos o clases sociales. Los ilegalismos que estudiamos en el libro, por ejemplo: se podría decir que a cada clase y franja etaria le corresponden distintos tipos de ilegalismos. Cuando uno va al conurbano se encuentra con un terreno heterogéneo de sectores medios, medios bajos, medios altos. Sin embargo, se suele visualizar como un territorio polarizado entre clases altas en urbanizaciones privadas y sectores marginalizados; nada más lejano de la realidad. El efecto de una construcción de conocimiento, con una preocupación legítima por la urgencia social en años pasados, tendió a tener una mirada sesgada sobre ciertos territorios y franjas de la población. Allí hay un problema. De hecho, hoy nos preguntamos de qué hablamos cuando hablamos de sectores populares y también cómo definirlos. Por último, creo que hay un cuestionamiento más macro sobre qué hacer con nuestro propio discurso de la estructura social. La “sociología de los problemas públicos” nos dice: “Ustedes –en tanto expertos– son parte de la conformación de los problemas públicos. No son la voz que dice, desde afuera, “esto es así o asá”. Somos parte de esos dispositivos de enunciación y de prácticas que contribuyen a configurar ese problema.
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