Pocos días atrás, Shira A. Scheindlin, jueza del Distrito Sur de Nueva York, dictó sentencia en el caso Floyd v. City of New York. Su fallo tiene una importancia particular para el problema de la inseguridad en la Argentina. No es relevante, por supuesto, porque pueda aplicarse en nuestro país. Lo es, primero, porque los hechos que lo motivaron son una muestra clara de que la insensatez en la materia no tiene fronteras. Segundo, porque tal vez su decisión sea una que deba procurarse en los tribunales locales. Este no es un análisis del fallo. Ni siquiera, un comentario de sus lineamientos. Es, en cambio, un comienzo de reflexión a partir de él.

La jueza decidió un caso que versa sobre la tensión entre el derecho a la libertad y la seguridad pública. Los demandantes habían sido objeto de procedimientos de detención y cacheo como parte de un programa que estableció la policía de Nueva York con el pretendido objetivo de disminuir la criminalidad.

En siete años y medio de programa, se realizaron más de cuatro millones de procedimientos. Más del 80% de sus sujetos fueron ciudadanos negros o latinos y solo una cantidad ínfima arrojó algún resultado que pudo considerarse de manera objetiva como útil para evitar un delito. Pero en el caso no se discutió la efectividad del programa, sino su constitucionalidad. La jueza tuvo que decidir si la ciudad de Nueva York ejecutaba una política pública violatoria de la Constitución y, por ende, legalmente reprochable.

Los demandantes alegaron que en todos los casos en los que habían sido sometidos al procedimiento de detención y cacheo por parte de la policía, derechos que la Constitución les reconoce (libertad ambulatoria, privacidad, igualdad ante la ley, etc.) habían sido violados, al menos de dos maneras. La primera, porque fueron detenidos (y, en muchas ocasiones, cacheados) sin una justificación razonable. La segunda, porque fueron seleccionados para ser objeto de ese procedimiento a partir de su raza. El caso se planteó como una acción de clase, es decir, que su resolución no afecta solo a los diecinueve actores que la plantearon, sino a cualquiera que pudiera encontrarse en una situación equivalente.

El fallo merece una lectura detenida. En este espacio reducido quiero destacar solamente un aspecto que la jueza Scheindlin menciona casi al pasar. Los gobernantes y los jefes policiales argumentaron, como es habitual, que si las detenciones y eventuales cacheos se basan en una sospecha razonable, la existencia de un motivo racial es imposible. La jueza considera a esta afirmación como “insoportable”. Su conclusión es que la posición de los demandantes acerca de la discriminación racial que sufrieron no depende de la prueba de que cada detención de un negro o un latino no estuviera basada en sospecha alguna. Eso, porque un Departamento de Policía que tiene como práctica habitual el escoger a negros y latinos para detenerlos no podría justificar su proceder mostrando que todos los transeúntes detenidos tenían una “actitud sospechosa”. Ese no es un fundamento válido para violar la serie de derechos afectados. Para empezar, el de igualdad ante la ley.

Más aún: la jueza remarca (con razón) que legitimar esta práctica conduciría a un círculo vicioso, porque si se detiene a más personas de una raza, es muy probable que su presencia en las estadísticas de la criminalidad aumente. Así, este dato sesgado motivaría (de manera solo en apariencia legítima) más acciones policiales en su contra.

La jueza decidió a favor de los demandantes, considerando que la ciudad de Nueva York, a través de su Departamento de Policía, violaba los derechos de sus habitantes mediante la implementación del procedimiento de detención y cacheo. Además, ordenó una serie de medidaspara que el Departamento de Policía de Nueva York adopte en la materia. Ellas incluyen modificaciones sustanciales a los procedimientos, así como vías alternativas para prevenir el delito.

Ahora bien, en Argentina no contamos con estadísticas exhaustivas, ni mucho menos confiables, sobre las detenciones y cacheos que la policía hace diariamente en cualquier calle de todas las ciudades del país. No sabemos con precisión su cantidad, la motivación de los agentes para obrar ni el sector social o el color de piel de sus sujetos pasivos. Pero la situación relatada en el caso de Nueva York es perfectamente imaginable en un contexto local. Y muchos de los argumentos que fueron puestos en juego son equiparables a los esgrimidos por los distintos actores nacionales.

A lo anterior tiene que sumarse un agravante: el Departamento de Policía de Nueva York contaba con un cuerpo de instrucciones escritas y de prácticas más o menos sistemáticas que pudo contrastarse con la legislación vigente. Aquí todavía es común apoyarse en directivas imprecisas, las más de las veces orales, que apelan de manera expresa o tácita a una “intuición policial” para detectar “actitudes sospechosas”, parámetros inexistentes en el sentido de criterios contrastables y, paradójicamente por eso, peligrosos.

Tal vez ya vaya siendo hora para que la Corte Suprema amplíe su criterio con respecto a las acciones de clase, y limite de un modo general este tipo de actuaciones policiales infundadas. En ellas, el costo es mucho mayor que el beneficio perseguido. Esto, desde el punto de vista práctico pero también, y sobre todo, del de las reglas más elementales que permiten la vida en sociedad.

 

http://tschleider.wordpress.com/2013/08/20/inseguridad/