En su fiscalía, el vicepresidente de la Nación es denunciante y denunciado. Razón más que suficiente para que, por estos días, en el despacho del 5° piso de Comodoro Py 2002 que ocupa Jorge Felipe Di Lello, se perciba cierto agite inusual. El nombre de Amado Boudou se repite en dos expedientes calientes que le tocaron gracias a la caprichosa suerte de los sorteos.

En la primera de las causas, el vicepresidente puso en blanco sobre negro lo que había verbalizado en una sorpresiva rueda de prensa en el Congreso: pide que se investigue al entorno del ex procurador Esteban Righi por posible tráfico de influencias a través del estudio jurídico que tiene al frente a su mujer y a su hijo. En la segunda, Boudou es el objeto de investigación en una denuncia por enriquecimiento ilícito que avanza en silencio. Opacada por el escándalo que provocó la causa Cicone, pocos saben que Di Lello investiga si el vicepresidente puede justificar su incremento patrimonial desde que llegó a la función pública. Esta misma semana, además, finalmente se pidieron las declaraciones indagatorias del caso Schoklender, que él había solicitado ya en el mes de diciembre.

Sin embargo, Di Lello parece caminar tranquilamente en esa zona minada en la que se convirtió su fiscalía. Su tono arrabalero acompaña una voz de fumador de más de cuarenta años imposible de disimular a pesar de que hace ya dos que prendió su último cigarrillo: «Empecé en Tribunales desde lo más bajo, como preso», suele repetir a modo de presentación. Y de explicación solapada también para esa aparente tranquilidad en medio de la tormenta.

Entre Freud y los golpes comando

Hijo de una ama de casa y un militar del Ejército que participó de la Revolución Libertadora y se suicidó cuando Di Lello apenas tenía trece años, creyó que su vida estaría entre uniformados, más como legado que por convicción. Pero el orden impuesto entre el hogar y el colegio inglés Southern District British School se hizo pedazos cuando empezó a cursar el secundario en el Nacional Buenos Aires, en 1963. Transitó los primeros años leyendo a Sartre y Camus mientras, en forma paralela, se preparaba en la Academia Marque para entrar en el Colegio Militar de la Nación. Pero en algún momento su acercamiento a los grupos católicos del colegio, el fervor por el peronismo y el trabajo junto con el padre Mujica se impusieron a la simpatía que todavía siente por el Ejército. «El de San Martín», aclara. Y así, el final de los años 60 lo encontró estudiando psicología y organizando grupos armados. El cómodo destino de la Dirección General de Tiro del Ejército, donde empezó el servicio militar, le daba tiempo para ambas cosas: leer a Freud e instruir a los compañeros acerca de cómo preparar golpes comando.

A los cuatro días de haber empezado el servicio militar, voló una casa en la calle White, en Floresta. Compañeros de grupos armados habían estado preparando explosivos de bajo poder para detonar ahí. Cuando lo hicieron, Di Lello no estaba en el lugar, pero si en la logística. No tardaron en descubrir su participación.

Estuvo preso un año. Desde el 4 de abril de 1970. El dice: «Un año, un mes, una semana y un día». Lo condenaron por asociación ilícita, tenencia de armas y explosivos e intimidación pública. Lo defendió el recientemente fallecido secretario de Derechos Humanos Eduardo Luis Duhalde. Y para cerrar sus historias inconclusas y honrar la memoria de su padre, cuando salió en libertad terminó el servicio militar un 14 de abril de 1972, con diploma de honor. «Soy congruente, Perón era un militar», se anticipa, ante los cuestionamientos que genera una vida plagada de contradicciones, en las que él parece manejarse cómodo y sin paciencia para los eufemismos. «No meo agua bendita», es una de sus frases de cabecera. Una aclaración innecesaria para un hombre que sobrevivió al fuero federal durante dos décadas y cinco presidentes, dos décadas durante las cuales tuvo bajo su mira como fiscal, además, la exclusiva competencia electoral. Desde ese lugar truncó la posibilidad de una re-reelección para Carlos Saúl Menem y, al habilitar que el Congreso estableciera que el peronismo se partiera en tres, dio la punta de lanza para que Néstor Kirchner llegara a las elecciones en las que se consagró ganador en 2003.

Después de la cárcel y el servicio militar, Di Lello fue fotógrafo de la revista de polo Centauros , mantenido por su mujer, chofer de remise y mecánico en un taller de autos donde despuntó un vicio, el de los autos, que se tradujo en haber tenido desde sus veinte más de ochenta modelos diferentes. Hoy, casado con Norma hace cuarenta años y padre de dos hijos ya abogados, su declaración jurada consigna dos Mercedes-Benz: un viejo Jeep que estuvo en las islas Malvinas y un Clase C año 2011 comprado con un crédito del Banco Ciudad.

Cuando tras el golpe de Estado del 76 llegó un Falcon verde a la puerta de la familia Di Lello, su madre, orgullosa mujer de un militar, los guió hasta la casa de su hijo sin siquiera sospechar que lo buscaban y no para condecorarlo. A él le avisó una tía que alcanzó a ver la escena. Esta vez, la casa que volaron fue la suya, y Di Lello enfiló para el domicilio de quien luego sería titular de la Oficina Anticorrupción del gobierno de Néstor Kirchner, Abel Fleitas Ortiz de Rosas. Por subversivo lo echaron del trabajo que había conseguido en la municipalidad. Y entonces puso una inmobiliaria en Junín, entre Tucumán y Viamonte, frente al estudio de un hombre que sería clave en su vida aunque en ese momento no lo sabía: uno de los ideólogos del menemismo, Carlos Vladimiro Corach. Junto con su hermano, Gregorio «Goyo» Corach, paraban en el mismo bar de la esquina. La empatía surgió casi de inmediato, llegaron a publicar artículos en la revista de militantes peronistas Vísperas . Cuando después de algunas truncas iniciativas de estudio finalmente Di Lello se decidió por derecho -cuentan amigos de entonces que ingeniería naval era lo suyo, pero que la idea de cursar de lunes a sábado le resultaba ofensiva-, volvió a cruzarse en la facultad con Carlos Corach.

Con el título de abogado bajo el brazo, en 1984 abrió su propio estudio jurídico, especializándose en derecho laboral, donde se hizo fuerte. Julio Guillán, cabeza de los telefónicos, lo convoca para ser abogado del sindicato. Y así llegó a tener más de 400 juicios laborales contra la ex Entel.

Y en la extraña concatenación de hechos en la que se resume su vida, lo que pudo ser la peor de las noticias se convirtió en el trampolín para llegar a Tribunales. El gobierno menemista tomó una medida que golpeaba la razón de ser de los laboralistas: suspendió los juicios laborales contra el Estado nacional. En ese momento, además, la reforma judicial de León Arslanian generaba nuevos cargos que no alcanzaban a cubrir con gente de confianza. En ese escenario, los Corach se acordaron del amigo de vasta trayectoria peronista. Fue «Goyo», hoy camarista del fuero laboral, el que levantó el teléfono: «Dice mi hermano si querés ser fiscal». Di Lello pidió tiempo para ordenar sus cosas, entre ellas, desprenderse de la empresa en la que era apoderado de más de tres mil hectáreas con cría de terneros Aberdeen Angus en la pampa húmeda.

Con el sí, lo nombraron fiscal adjunto en 1992 y, finalmente, de la fiscalía 1, en 1994, que además de venir con la preciada titularidad, tenía el bonus track de la competencia electoral que lo obliga desde entonces a mantener una relación particularmente fluida con la polémica jueza electoral María Romilda Servini de Cubría. Cómo se llevan lo saben las paredes de ambos despachos. Porque Di Lello dice llevarse bien con todos. Y en el todos incluye a Norberto Oyarbide, otro de los jueces que frecuenta con la agenda obligada que impone la causa Schoklender por el desvío de fondos de la Fundación Sueños Compartidos. O la causa por las escuchas ilegales en las que está procesado, entre otros, el jefe de gobierno porteño, Mauricio Macri.

Eterno conciliador

A sus amigos les asegura que la única vez en su vida que trató de comunicarse con Cristina Fernández de Kirchner fracasó. Ella era senadora, él quería interiorizarse sobre una reforma electoral en la provincia y nunca le devolvió la llamada. Di Lello admite respeto político e intelectual por Esteban Righi, quien hasta hace pocas semanas fue su jefe y a quien ahora tiene que investigar. Pero a su manera, sin dejar que le impongan cómo. Por eso salió a desmentir con vehemencia haberle pedido al actual procurador interino, González Warcalde, una comisión especial de fiscales que lo ayuden con la investigación. Tuvo que salir el ministro de Justicia, Julio Alak, a condenar la decisión de Warcalde y a negar una persecución contra el ex procurador.

Di Lello ha sido recusado en varias causas de derechos humanos por su pasado. Y se excusó en otras para evitar suspicacias de los imputados por su militancia durante los años setenta.Pocos de los que realmente conocen los pasillos de Tribunales se atreverían a poner en duda el rol de Di Lello como el eterno conciliador del fuero. Y cómo no serlo, si pudo conciliar las mañanas en la academia militar y las tardes leyendo a Proust en el Nacional Buenos Aires.

QUIEN ES

Nombre y apellido: Jorge Felipe Di Lello

Edad: 62

Vida personal:

Hijo de una ama de casa y de un militar que se suicidó cuando él tenía 13 años, se recibió de abogado en 1984. Está casado y tiene dos hijos.

Sus inicios como fiscal:

En 1992, de la mano de los hermanos Corach, comenzó como fiscal adjunto. Dos años después quedó a cargo de la fiscalía 1, con competencia electoral..