Los hechos son de público conocimiento. De pronto parecería que un importante número de arrebatadores, carteristas y ladrones en general, han comenzado a actuar torpemente y a ser atrapados por sus víctimas y por vecinos indignados, y éstos, a su vez, han enloquecido y –ante la ausencia del Estado, la impunidad y el hartazgo de la sociedad– han decidido dar rienda suelta a sus más bajos instintos de venganza, haciendo “justicia por mano propia”. Si nadie nos defiende, tenemos que defendernos nosotros. ¿Cómo es esto posible?
Es cierto que han sucedido hechos lamentables, repudiables, horribles, como la muerte de David Moreira, un chico de dieciocho años que fue brutalmente asesinado a golpes en el barrio Azcuénaga de Rosario. Lo que esos incivilizados hicieron con David no es otra cosa que un homicidio calificado, como se ha dicho, es decir, un hecho delictivo. No existe algo así como una “justicia por mano propia”. Estos no son actos de justicia, mucho menos “popular”, como se ha dicho en algún lado. Se trata lisa y llanamente de ejecuciones extrajudiciales, ilegales, de homicidios agravados, consumados o en grado de tentativa, de autores de delitos o sospechosos de haberlos cometido. O de jóvenes que tengan cara de poder llegar a cometerlos algún día.
Pero en estas últimas horas se ha dado enorme trascendencia mediática a otros hechos que, aunque igualmente brutales y repudiables, no son tan infrecuentes como parecen serlo, según se los ha presentado en estos días. En forma apresurada se aventuran diagnósticos y etiologías de una supuesta violencia colectiva que no es tal. Son hechos concretos de violencia tumultuaria, mucho menos frecuentes que los hechos de violencia institucional y de tortura que ocurren a diario en las calles, en las comisarías y en las cárceles.
De pronto, entonces, irrumpe en la escena pública el “fenómeno social”, la “ola” y el consiguiente “efecto contagio”. Sin embargo, los hechos y procesos sociales tienen otros tiempos. No nos confundamos, estamos, una vez más, frente a una construcción mediática. Nuevamente nos llevan a debatir, a repudiar, a pronunciarnos –y éste es el primer paso hacia la naturalización– cuestiones que deberían estar fuera de toda discusión, pues son tan elementales que se trata precisamente de aquellas cosas que nos diferencian como animales sociales del resto de los animales. Hace no tantos años se debatía en los Estados Unidos si los negros merecían derechos civiles (el fallo de la Corte Suprema Brown vs. Board of Education cumple en mayo sus primeros sesenta años). En la Argentina, las mujeres no pudieron ejercer sus derechos políticos sino hasta 1951, y recién en julio de 2010 fue reconocido el derecho al matrimonio entre personas del mismo sexo, siendo nuestro país el primero en América latina en admitirlo. Parecería, entonces, que desde algunos sectores se quiere poner en discusión algunos derechos que datan de mucho antes: quieren que discutamos si los autores de delitos o sospechosos de serlo son personas, si merecen gozar de los mismos derechos que los demás ciudadanos. Esta es una trampa en la que no podemos caer.
Por último, así como los procesos sociales tienen otros tiempos, distintos de los de la supuesta irrupción de una ola de linchamientos, la construcción de liderazgos políticos también es un largo proceso. Por cuanto puedan hoy los medios masivos de comunicación acelerar estos tiempos, gracias a las estrategias del marketing y de la propaganda política, un referente, un líder político no se construye de la noche a la mañana. Podrá hacérsele ganar elecciones, pero le resultará difícil mantener en el tiempo el efímero consenso de las urnas en torno de su figura. Deberá rendir examen en forma permanente, frente a una sociedad que ya no concede cheques en blanco por ningún motivo, mucho menos en función de las identidades políticas tradicionales. Sería auspicioso, entonces, para la salud de nuestra democracia, que los líderes políticos –incluso aquellos que gozan de una popularidad meramente mediática– asumieran un rumbo propio, una dirección que los distinga de los demás, dejando de orientar la nave para donde sopla el viento. Esto no soló es necesario para nuestra democracia, sino también, y especialmente, para bajar los niveles de violencia discursiva y de la otra, así como la confusión de ideas, tan frecuentes en estos tiempos.
* Doctor en Derecho. Coordinador de la Comisión para la Elaboración del Proyecto de Ley de Reforma del Código Penal.
http://www.pagina12.com.ar/diario/elpais/1-243391-2014-04-04.html