Hay una escena en la trama de «Guido Models» que es por lo menos ilustrativa. «Si no me baño en casa, me baño acá en la canchita», dice mientras se ríe y ve la lluvia una de las modelos, con los ruleros puestos en una suerte de carpa convertida en camarín, a metros de la cancha de fútbol de cemento cercana al playón de la Villa 31. Rodeado de sus chicas, Guido Fuentes -un inmigrante boliviano de 40 años, nacido en Tarica y criado en Cochabamba, vecino de la Villa desde hace dos décadas- les da indicaciones de cómo caminar, cómo detenerse en punta de pasarela. Fuentes mismo hizo los vestidos; compró la tela, cosió y cortó. Hay uno con la trama de colores de la bandera de Bolivia, un homenaje a su país con un mensaje de integración implícito. Es un desfile, en el marco de una festividad barrial. Fuentes lo vive como si fuese la ocasión más grande de su vida, lanza a sus chicas a que caminen. Hay poco más de cien vecinos curiosos mirando en la canchita, pero Fuentes, productor, diseñador de ropa, manager y tutor de modelos, no se acobarda. Su visión épica es una realidad.
En 2009, Guido Fuentes se convirtió en noticia en toda América Latina por la aparente paradoja de ser el fundador de una agencia de modelos en plena Villa 31, con cobertura de canales como CNN. El contraste era ineludible: ¿cómo una modelo iba a salir de un asentamiento, cómo iba a encajar en el mundo de la moda? Hoy, un documental sobre Fuentes y su agencia, el debut cinematográfico de la directora Julieta Sans, se convierte en una de las películas más significativas estrenadas en el último BAFICI. Sans se acercó primero como fotógrafa, para seguir a Fuentes y a sus chicas.
«Me pareció muy interesante no solo porque hacía algo muy llamativo, sino también por cómo hablaba de su proyecto. Había mucho orgullo, mucho empoderamiento. Estaba seguro de que tenía el derecho de mostrar su trabajo», asegura Sans. Guido agrega: «Le atrajo el contraste de un barrio humilde. Ese fue el contraste y el atractivo. Vino varias veces para seguir el trabajo que yo hacía, vino y me propuso hacer el documental». El vínculo entre ambos no fue fácil, por momentos: «Tomó un tiempo conocernos y encontrar la manera de trabajar juntos. Guido tenía que entender mi manera de hacer las cosas y ver si aceptaba eso o no. Queríamos hacer algo más profundo. Hubo mucho afecto y cercanía como también muchos encontronazos. Los dos queríamos que salga bien, pero no fue siempre sereno», admite Sans. Pero, en el proceso, la directora logró una comprensión singular del micromundo que representan la Villa 31 y la 31 bis, que tiene más de 70% de extranjeros, con sus reglas y su geografía cambiante, una zona altamente compleja y sensible que creció exponencialmente en los últimos cinco años con más de 50 mil habitantes según cálculos oficiales. En este micromundo, una agencia de modelos puede existir perfectamente. Hoy, Guido Models cuenta con 18 chicas y sus primeros modelos masculinos. Guido planea derribar algunas paredes de su casa en el barrio Güemes para ampliarla y así poder comenzar a dar clases de teatro. Rentar piezas es uno de sus principales ingresos. «No podría hacer la agencia de otra forma», apunta.
No hay voz en off en el documental, no hay un narrador. Esa decisión a simple vista estética es una suerte, en cierto punto; por consecuencia, no hay moralina, Sans no se compadece ni muestra a Fuentes y a sus chicas como víctimas. «Me salió naturalmente. Soy de no juzgar a nadie. Guido quiere algo, va y lo hace; no le importa nada. Despliega su deseo de ser algo en la vida. Eso me interesa. Ni lo pongo en un lugar de debilidad. No le hubiese sacado una sola foto si me hubiese parecido un pobrecito, no me acercaría si fuese así», afirma la directora. Así, «Guido Models», entre pasillos de villa y paredes sin revoque, ni siquiera denuncia una realidad social, sino que muestra una odisea.
Fuentes relata cómo comenzó: «Llegué hace 25 años a la Argentina. Viví en Once un tiempo. Después, mi situación comenzó a hacerse difícil. Trabajé de todo: de empleado en limpieza en la terminal de Retiro, en costura, trabajé en la Villa, hacía anticuchos de corazón en una parrillita. Moldería aprendí con la revista Burda. Sacaba las hojas y empecé a copiar los moldes, las medidas de cada vestido. Así aprendí a sacar moldes. Yo vendía ropa en La Salada, eran camperas, no vestidos de alta costura ni nada. Shorts, remeras, cosas así». Algo sabía del mundo de las modelos: en Cochabamba, había participado en un concurso de belleza para elegir a Miss Boutique. Uno de sus primos tenía una importante casa de ropa, La Maison. «Yo quería hacer un desfile. Desde los edificios de avenida Libertador se ve el barrio y la terminal de Retiro. Era ese contraste de dos mundos distintos. Y me imaginé una pasarela de chicas modelando con los colectivos que pasaban. Decía: ‘¿Por qué no lo hago?’ Mis vecinos me decían que estaba re loco, que qué quiere hacer con las chicas. En 2008, cuando empecé, las mamás me decían que estaba loco. Mi primera alumna fue una chica boliviana que estuvo apenas una semana conmigo. Empecé yendo de casa en casa, diciéndole a mis amigas que anoten a sus hijas, que el 5 de diciembre del 2009 iba a hacer un desfile. Empecé a pegar volantes por toda la 31», continúa.
Fuentes volvió a Cochabamba, con el tiempo: lo hizo con sus modelos y con el equipo de filmación del documental, lo que se volvió el corazón de la película. Había viajado dos veces para convencer a las autoridades culturales de que lo dejen hacer un desfile en la plaza central. Lo consiguió: subió a varias de sus chicas en micro para una travesía agotadora de cuatro días. Sans recuerda: «La convivencia en Bolivia fue muy intensa. Rodando en la Villa 31, eran jornadas muy largas, pero después cada uno al final del día se iba a su casa. En el viaje, fuimos 8 personas juntos las 24 horas del día casi dos semanas. No podíamos hacer una superproducción con transportes, hotel y comida ideales. En Cochabamba, la mamá de Guido, Gregoria, fue muy generosa y nos recibió en la casa con mucho amor. Sin Gregoria no hubiese sido posible». Guido logró su desfile, finalmente: «En cierta forma me sentí reivindicado», admite. Esa tarde en la plaza, hubo poco menos de cincuenta personas. Guido le dio vestidos cosidos por él mismo a sus chicas para que se los tiren al público.
Así, en el entramado que es la Villa 31, las chicas de Guido se convirtieron en virtuales celebridades, con sus propios fans. Delia Cáceres, con 18 años, es su pupila estrella. «La más mimada», dice él, y una de las dos figuras en el afiche del documental. Llegó a Fuentes con apenas doce años: «Mis amigas me decían que estaba re loca. ‘Modelo en la Villa, cualquiera’, me repetían. Después me vieron en la tele», dice. Hoy la felicitan. Ahora, ¿cómo coexisten Guido Fuentes y su agencia de modelos con todo lo que la problemática de la Villa 31 implica? «Siempre lucho para que la gente no nos señale, no nos generalice, no nos estigmatice. Hay muchísima gente de trabajo. A mí nunca me amenazaron. El respeto existe. La gente del barrio sabe el sacrificio que hago. Al principio había cierto recelo, envidia. Pero nunca tuve ningún problema. No sé si fui respetado, pero pude y puedo trabajar tranquilo. Las chicas vuelven a sus casas en la Villa de desfilar en un boliche a las 4 de la mañana y no las tocan, no las molestan», dice él.
Con los años, sus chicas llegaron a vestir diseños de Roberto Piazza, a posar para algunas revistas de moda. Eso es lo que busca, precisamente: legitimidad. Guido afirma: «He llevado a chicas a castings como el desfile de Silkey Mundial en La Rural. Había más de 300 chicas. Pensaba que no iba a quedar ninguna, no es que menosprecie a las mías pero había modelos de tres metros de altura. Fui con tres y quedaron dos. Ya estaba feliz. Cada vez que son elegidas, veo que lo que hago está bien, que voy por buen camino. Mi trabajo es para que ellas puedan mostrarse y salir divinas».