La decisión de intervenir en un movimiento renovador, democrático, popular y participativo, como yo entiendo es el llamado “Justicia legítima”, implica también una militancia en los pensamientos y posturas que se tienen respecto de temas más o menos conflictivos, sin que sea una tibia manifestación políticamente correcta. Es hora de tomar partido públicamente y apoyar firmemente esta iniciativa, de cambiar las cosas o al menos de mostrar que no todos estamos de acuerdo con lo que se entiende por Justicia tradicional. Digo esto para insinuar de alguna forma el estilo tan “apolítico” de algunos sectores que conforman la Justicia tradicional, que como ya se sabe de apolítico sólo portan un cartel, ya que a la hora de fijar posiciones aparecen del lado más conservador, reaccionario y antipopular que pueda imaginarse. Nunca he visto militantes del campo popular, progresistas, o defensores de la justicia social, llamarse apolíticos. En términos más sencillos, todo autodenominado independiente, apolítico o apartidario encubre a un firme defensor de las derechas vernáculas, y del statu quo en el que aprovecha ciertos privilegios. ¿De qué se es independiente en verdad?
Nuestras democracias latinoamericanas, contemporáneas y posdictatoriales han tenido que padecer gobiernos de transición que permitieron el pasaje de los genocidas, asesinos, ladrones y cipayos económicos, a la alegría, la esperanza y el estado de derecho de unas democracias acosadas por los derrotados, aunque pese a ello hoy a la distancia merecen reconocimiento de lo que significó el primer juicio a los militares en un contexto tan difícil y precario. Luego, en nuestro país, volvieron los ladrones, los amantes del dorado, la pizza y el champán, el mal gusto y la entrega económica, privatizando todo a su paso, entre fiestas, y fábricas cerradas. Luego llegaron los inoperantes, con sus claudicaciones y su vuelta al neoliberalismo, hasta que en diciembre de 2001 se terminó el juego y las recetas impuestas partieron rumbo a nuevos horizontes que saquear, con la promesa de volver en cuanto pudiéramos alzar la cabeza. Luego otra transición difícil de explicar, con siete presidentes en brevísimos períodos. Finalmente, alguien desconocido que se ha transformado por sus actos concretos y acciones directas en un referente ineludible de la historia argentina. Alguien simplemente distinto y mejor.
Frente a este panorama y la actual lucha por una Argentina económicamente independiente, políticamente soberana, socialmente justa y popularmente movilizada, estamos nosotros, los que trabajamos en la Justicia. Pese a los cambios en estos últimos treinta años, siempre los medios de comunicación estuvieron del lado de sus intereses, creciendo, formando monopolios, dictando lo que había que hacer o no hacer desde sus titulares y el calificativo de cuarto poder pretendía colocarlo a la altura de las instituciones democráticas, sin que nadie haya votado sus propuestas y en algunos casos con el único objetivo de hacer sus negocios a costa de la verdad. Por cierto, hubo y hay excepciones y los trabajadores de prensa nada tienen que ver con sus empleadores e incluso algunos diarios, es justo mencionarlo, fueron verdaderos defensores de la prensa libre y democrática.
Comparto la posición de Luigi Ferrajoli, cuando nos dice que la crisis de las democracias, por acciones de las recetas neoliberales, puede encontrarse en unas sociedades fracturadas en grupos mezquinos y sectoriales, con ruptura de la solidaridad social, con una indiferencia por la militancia y la participación política. Una degradación de los derechos humanos y –agrego– del binomio Verdad y Justicia, degradando a la memoria a un concepto aliado a las revanchas y contra la pacificación (no puedo dejar de pensar en Instrucciones a los Fiscales, la obediencia debida, el punto final y los indultos). Siempre, históricamente acompañado por el discurso de la inseguridad, que se construye mediáticamente, contra las estadísticas oficiales, y respaldada por un movilero entrevistando a un familiar del reciente asesinado. La reiteración hasta el hartazgo de la misma noticia fatal y, si es acompañada de la queja vecinal, mucho mejor.
La falsa afirmación de que garantismo es igual a inseguridad, y nuevamente, como nos enseña Zaffaroni, la criminología mediática condicionando las decisiones del Poder Judicial. Por ejemplo pidiendo destituciones de jueces por aplicar la ley. En el medio, la ideología xenófoba, clasista y reaccionaria que se cuela por los intersticios de los titulares y los comentarios de los comunicadores televisivos.
Se agrega a ello, como segunda razón a considerar, la necesidad de una despolitización masiva, con la construcción de una opinión pública direccionada. Una realidad construida desde los medios, casi virtual e imaginaria. El debilitamiento del pensamiento individual, del tiempo del pensamiento. Los medios de comunicaciones monopólicos repudian el pensamiento crítico y le oponen al llamado hombre común, la peor expresión de la clase media temerosa, el fiel reflejo del burgués asustado, el más peligroso sujeto antidemocrático. Esto se construye con la desinformación y con el control en pocas manos de los medios de comunicación y a través de opiniones interesadas, omisiones, medias verdades y ya incluso con mentiras, apoyadas en “fuentes confiables”.
Un tercer punto a considerar es la crisis de la participación política. La idea proyectada de que los jóvenes no participen en política impide la regeneración de capas dirigenciales, la renovación y modernización de los conceptos adaptándolos a los nuevos desafíos, y lo más importante, la imposibilidad de una ideología con otros matices (más latinoamericanista, inclusivo, regional y con una mejor distribución de los bienes y las riquezas). Ante ello, los medios masivos aducen militancias juveniles animadas por recompensas en puestos jerárquicos (como si todos los miles y miles de jóvenes fueran a formar parte de un directorio). Jóvenes dirigentes enriquecidos son razones de algunos medios para desacreditar la militancia, restándoles toda marca de esperanza romántica y luchadora. Sin olvidar el mítico argumento del traslado forzado por embutidos, chacinados y bebidas en cajitas. La llamada política clientelar y la compra de voluntades con planes sociales o asignaciones familiares y el insoportable argumento del corte de calles en confronte con el libre derecho del automovilista que vuelve de trabajar. Una vez más se banaliza el nervio mismo del núcleo democrático, el derecho a protestar.
El último factor preponderante que pone en crisis el sistema democrático y participativo es la manipulación de la información y la decadencia moral de algunos comunicadores. Se ha creado el concepto de que todo juez que investiga a un funcionario lo hace para consagrar la impunidad. Es decir, frente a la denuncia periodística, nadie es inocente. Si el hecho es complejo, la Justicia es criticada por lenta; si se resuelve rápidamente, no se hizo nada (por cierto en que épocas de la dictadura nadie efectuaba este tipo de comentarios y menos de los medios aliados y cómplices). Si se aplica una condena, nunca es ejemplar, como si la ejemplaridad estuviera ligada a la sensación de saciedad que una supuesta opinión pública encuentra en el escarnio y encierro de por vida de un semejante (sin atisbo alguno de conmiseración, sin saber quién es ese sujeto, identificándolo con las clases marginales acreedoras de todo maltrato expiatorio). Tampoco se pregunta, ante una absolución, qué responsabilidad tenemos los fiscales y los policías en la investigación. Si un hecho se instala, con igual contundencia y reiteración se emiten juicios de culpabilidad y reproche, se piden penas eternas, con el aditamento de pudrición de la carne y sufrimiento sin límite. La pobreza moral de aquellos que requieren definiciones telegráficas ante problemas existenciales no hace más que contribuir a la apatía del razonamiento y a la demonización del Estado de derecho.
En realidad la verdad no importa. La información que transmiten es lo menos trascendental.
Frente a este panorama, ¿qué puedo proponer desde mi apoyo a la Justicia legítima? Afirmo que: no existe un derecho a la información “verdadera”, ya que la misma estaría en pugna con la libertad de información; sólo podemos hablar de libertad de recibir información, Sin embargo, como dice Ferrajoli, existe un derecho a la no desinformación consistente en la libertad negativa, es decir, en la inmunidad frente a las desinformaciones y la manipulación de las noticias. Esta libertad negativa es el corolario de la libertad de conciencia y de pensamiento, esto es la de la primera libertad fundamental que se afirma en la historia del liberalismo y que implica el derecho a la no manipulación de la propia conciencia provocada por desinformación en torno de los hechos y a las cuestiones de interés público.
Si nos imaginamos al lector y telespectador de noticias como a un verdadero consumidor, su derecho a no ser desinformado y a la no manipulación de las noticias equivale al de no recibir mercancía en mal estado. Al menos debemos tener el derecho de que se nos advierta con información veraz y adecuada qué nos están diciendo y por qué, dado que esto tiene a mi criterio protección constitucional por imperio del art.42. Si voy a formar criterio, quiero saber desde dónde me dicen las cosas.
La información es objeto de un interés público autónomo y colectivo que está ínsito en todos los principios de la democracia participativa, y es imprescindible que sea transparente, tanto como los ejecutores de los poderes públicos. Es decir, si requiero transparencia de acción, también la requiero de la información que me habla de esa acción.
Ya Umberto Eco nos dice que desde hace cuatro décadas la discusión de la naturaleza de los medios se desarrolla sobre dos temas: la diferencia entre noticia y opinión o comentario y, por lo tanto, el problema de la objetividad por un lado; y la afirmación de que los periódicos son instrumentos de poder controlados por grupos económicos, que usan un lenguaje encriptado deliberadamente, en cuanto que su verdadera función no es dar noticias a los ciudadanos, sino enviar mensajes cifrados a los otros grupos de poder pasando por encima de las cabezas de sus lectores, por el otro.
Si éstos son algunos de los problemas debemos proponer, dado que no sólo son locales sino evidentemente regionales (también existen en Ecuador, Venezuela, Bolivia y en Europa, España, Alemania e Italia, y por cierto hasta Obama ha tenido algún enfrentamiento con la Fox) alguna idea que mitigue tanta iniquidad.
Los poderes del Estado deben a todas luces afirmar su razón de ser en la propia democracia y es menester que las acciones y funciones de cada poder sean, no obstante el sistema de control republicano de frenos y contrapesos, manifestación de la voluntad popular. Si se sanciona una ley como la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual, no puede ser el único tema el art. 161 (desinversión). ¿Qué rol juega el Poder Judicial frente a la presunción de legitimidad de los actos de los otros poderes, en cumplimiento de sus funciones propias? ¿Qué acto de extrema gravedad institucional es superador de la declaración de inconstitucionalidad? ¿Qué razón permite a un poder del Estado no definir el fondo de una contienda que es justamente su rol principal? ¿Qué papel está desempeñando, si no es desde lo ideológico, aquel que paraliza la vigencia de una ley? ¿Qué apolíticos son los que no acatan la voluntad mayoritaria del Poder Legislativo, máximo exponente de la representatividad popular? ¿No es acaso un verdadero pronunciamiento ideológico el que se muestra? Y ante ello, ¿por qué tanta oposición a democratizar la Justicia?
Es necesario ser independiente no sólo de los otros poderes del Estado, sino también de los poderes fácticos, económicos y de los poderes que bajo el ropaje de la imparcialidad, en cada acto, muestran su cara.
La primera separación debe ser de los administrados más poderosos, dado que, por su poder, son ellos los que quieren administrar ilegalmente a través de las tapas de sus diarios y nunca se plantea allí un conflicto de poderes de manera manifiesta y a plena luz para que la sociedad vea cómo se dirimen los conflictos y de qué lado está la Justicia.
Democratizar la Justicia es reconocer el problema de la concentración de los medios en pocas manos, del papel en pocas manos, del dinero en pocas manos y de los privilegios que ello implica. Los jueces y fiscales no podemos ignorar esa realidad tan expuesta con su ropaje más ofensivo, el de la subestimación.
Dice Ferrajoli, que nada debe saber de la ley de medios y de las medidas cautelares en Argentina: “Hasta ahora se han incorporado y confundido en único derecho dos derechos estructuralmente distintos y entre ellos virtualmente en conflicto: la libertad de información y de manifestación del pensamiento, que es un derecho fundamentalmente de libertad de quien hace información y manifiesta el propio pensamiento y la propiedad privada de los medios de comunicación, que es un derecho patrimonial singular de la empresa periodística o televisiva. El resultado es una inversión de la jerarquía constitucional de los derechos: la libertad de información y de expresión del pensamiento, que es la más clásica de las libertades fundamentales, resulta de hecho sometida a un derecho poder, como es el de la propiedad de los medios, que tiende a autoidentificarse con la primera”.
La idea de Justicia popular se ha identificado siempre en estas geografías como acción ilegal y revanchista de grupos insurrectos, nulas de todo ritual garantizador. En realidad, a ciertos sectores conservadores de la derecha neoliberal argentina lo que les molesta son las palabras sueltas, “Justicia” y “popular”; lo justo les resta privilegios y lo popular, les quita riqueza. Las dos juntas les son intolerables. Prefiero identificar la Justicia legítima con la Justicia popular, entendida como defensa de los más débiles para darle a cada uno lo que le corresponde, no solo por mérito, sino por derechos humanos básicos y elementales.
* Fiscal general ante los Tribunales Orales en lo Criminal. Docente de la UBA.
fuente http://www.pagina12.com.ar/diario/elpais/1-217231-2013-04-04.html