La crónica habla de la decisión asumida por la Corte Suprema de Santa Fe de apartar en sus funciones a un juez con competencia civil y comercial de Rosario por presunta vinculación subjetiva con un fraude.

La noticia me recuerda que en esta provincia existe un código de ética para quienes se desempeñen en la magistratura que se presume conocido y vigente. Desde ese cuerpo legal se instala como imperativo categórico que todo juez debe ser consciente de que ejerce el Poder Judicial; que la Constitución de la provincia establece a los fines de resolver con imperium y prudencia desde el derecho vigente lo justo

para cada uno de los casos que la sociedad pone bajo su competencia y que en correlación con la trascendencia de la función judicial debe procurar, tanto en su vida privada como profesional, la coherencia necesaria. Así como evitar comportamientos o actitudes que afecten o comprometan su autoridad, más allá de tener prohibido recibir beneficios al margen de los que por derecho le correspondan, y apropiarse o utilizar abusivamente aquello que se le afecta para cumplir su función.

Recuerdo la vigencia de ese cuerpo normativo para resaltar un aspecto de la cuestión que seguramente merece ser observado más allá del clamor mediático por la noticia. Es que, de una vez y para siempre, habrá que introducir en el debate la pregunta sobre la utilidad de estas pautas, por las que juran y se comprometen todos quienes acceden a la función de decir el derecho, en el marco de la competencia que le es acordada.

En la existencia de los códigos éticos resulta reveladora una noción idealista sobre el espacio de la moral, que sin duda no puede ser reducida a norma positiva alguna, ni tampoco estar reducida a una serie de principios rectores que habitan en un mundo distinto de la contingente realidad, fuera de sus condicionantes materiales y de las relaciones sociales que las determinan.

En ese sentido, esta experiencia conmocionante de oír que existe sospecha sobre un magistrado, por comportamientos antagónicos a su función, nos obliga a admitir, sobre la base de datos objetivos extraídos de la realidad, que la pretensión intelectual de colocar en el mundo de las ideas, principios rectores y pautas de conductas, a los cuales los hombres de carne y hueso han de acercarse, orientarse y corporizar, deviene absolutamente falsa y descartable.

Esta ampulosa pretensión de positivizar la moral en preceptos carentes de realidad y respaldo en las relaciones sociales concretas se muestra hoy, frente a la evidencia, impotente y desvirtuada por la contundencia de los hechos. Frente a ello, la sola idea del apartamiento del sujeto trasgresor no supone otra cosa que un vano intento de tapar el sol con la mano.

Situada por encima de las clases, la moral conduce inevitablemente a la aceptación de una «conciencia» como un absoluto especial. La moral independiente de las relaciones sociales que la contienen, es decir de la sociedad, sólo es una forma de racionalidad carente de todo sustento. No se entiende el fraude sin la mercancía; no se aceptan comportamientos neutrales sin juegos de intereses y la subyacencia permanente de la ley del valor.

Nacido para reproducir las normas del capital y defender los intereses de las clases dominantes aplicando su derecho, en una simulación irreverente del valor justicia, el sujeto en funciones de juez, de las que hoy ha sido apartado, se involucra en el pecado mayor: haber traicionado en lo inmediato a su corporación y a la clase dominante que lo seleccionó para la gestión en lo mediato. Poco interesa si, por su hacer, hubo afectación patrimonial o algo parecido. Lo relevante es haber puesto al desnudo la hipocresía de sostener, con respaldo en juramentos ampulosos, el mito del honorable magistrado, imparcial, independiente y soldado del valor justicia.

En el mismo plano y con similares consecuencias, habrá que recordar y tener presente que llegamos al hoy escandaloso suceso no desde la nada, sino a través de un camino que supone lo contrario a lo sucedido, esto es, un sujeto concreto que accede a su función jurisdiccional, tras el paso por el tamiz corporativo, que importa el Consejo de la Magistratura, con su sesudo estudio de aquel postulante, luego ternado, luego propiciado y luego investido, con sentido positivo por todos los pasillos políticos y parroquias de la comarca judicial, que se le insufló de cuanta promesa de adhesión democrática y constitucional fuera necesaria para darle una formal legitimidad.

Hoy esto se desmorona y, al igual que el código ético, cae ante lo concreto y contingente, por aquello de que nunca es triste la verdad, lo que no tiene es remedio. Es que pensar en que un grupo de señores que se autoadjudican corporativamente la capacidad de medir la idoneidad e integridad de quien luego va a intervenir en los destinos de todo aquel que acuda ante su presencia peticionando justicia es una falacia, tanto igual o mayor que la del digesto moral.

Un último párrafo para el valor «seguridad» para, desde allí, meditar sobre la entidad del daño social y afectación de propiedad, que habría producido el proceder de este magistrado y sus allegados imputados, comparada con la sobrecarga mediática de noticias policiales.

Cuantos robos de menudeo, tan censurados y denostados, que han incluso motivado marchas y discursos de todo tenor alarmista en la convivencia social supone patrimonialmente hablando el presunto fraude del oportunamente investido como juez por el poder político. La afectación de bienes jurídicos que produce este presunto proceder del «magistrado rosarino», ¿no tiene ninguna incidencia en el cuerpo social? ¿De estos monstruos paridos por el Estado, quién nos protege? ¿Una política de tolerancia cero? ¿La mano dura?

En definitiva, estamos ante la constatación objetiva de una situación que ubica a una persona adecuada a un estereotipo positivo, no expuesta en forma regular a la selectividad punitiva,

incluso cuando realiza conductas de contenido injusto relevante, y que por tal recibe del sistema una respuesta diferente del sujeto pobre y vulnerable por el que a diario se pide castigo, en homenaje a una seguridad puesta en crisis.

Estamos frente a un juez. Bendecido para ser tal por el gobierno de turno y los integrantes del Colegio de la Magistratura. Por ese acto fundacional de colocar a este hombre hoy apartado de sus funciones en ese rol de decir el derecho. El código ético tendrá una evidencia más de su inutilidad sin trascendencia al terreno de la responsabilidad social por esos actos.

(*) Defensor general subrogante de los Tribunales de Melincué

fuenet http://www.lacapital.com.ar/ed_impresa/opinion/La-seguridad-201211-1485-5060.html