Los recientes cambios en 
el Ministerio de Segu­ridad de la Provincia como así también en la plana mayor de la Jefatura de Policía nos obligan a repensar algunas cuestiones sobre el gobierno de la seguridad en Córdoba.

Quienes tienen a su cargo la conducción de tan importante tarea se encuentran en un momento histórico clave para detener la pelota y cuestionar algunos de los supuestos de la gestión anterior; ello, claro está, si el objetivo es restablecer el vínculo de confianza roto entre la ciudadanía y la Policía luego de que esta fuera alcan­zada por un escándalo sin ­precedentes.

El flamante jefe de Policía, Cesar Almada, manifestó que sólo con transparencia “el barco se acomodaría”, en alusión a la necesaria depuración de la fuerza.

Sin embargo, la transparencia es una condición necesaria pero no suficiente para evitar el hundimiento. Todas las instituciones del Estado debieran ser honestas. Quedan en agenda cuestiones pendientes que son fundamentales y hacen al sentido mismo de la democracia: los derechos humanos.

A partir de algunas denuncias judiciales que se hicieron públicas, se mostró la forma en que la gestión anterior “medía” la seguridad. Esto se vincula con la cantidad de detenidos, haya o no motivos de la detención. Se entendió que eficiencia policial es lo mismo que detenciones masivas.

Tolerancia cero

Las estadísticas sobre aplicación del Código de Faltas en Córdoba dan cuenta de que la política de seguridad en los últimos nueve años giró en torno de los designios de la tolerancia cero propugnada por el Manhattan Institute.

Así, pasamos de casi cinco mil detenidos en 2004 por infracción al Código de Faltas a 72 mil en 2011. Un aumento exagerado, que significó dos cosas: la vulneración de derechos a un amplio sector cordobés que se enfrentó a un sistema contravencional sin garantías, sin abogado, sin juez y sin un mínimo de racionalidad. Pero también implicó un dispendio de recursos totalmente inútiles.

A pesar de haber aumentado en 1.500 por ciento la cantidad de detenidos, Córdoba hoy no 
es un lugar más seguro que 
en 2004.

Si la seguridad se enfoca en quien pasea con portación de rostro bajo el cargo de merodeo o si se concentra en quien, al no tener dinero para beber en un bar, lo hace en la vía pública, o en las trabajadoras sexuales, 
es evidente que los delitos más complejos, que más daño causan, quedan impunes.

El encogimiento del sentido de la seguridad como sinónimo de protección de la propiedad debe ser ampliado y rediscu­tido. Para ello, es claro que la Policía no puede ser la única institución que gobierne la seguridad. Es necesaria la participación de la sociedad civil, no sólo legitimando lo decidido por la policía en los comités de seguridad vecinal, sino proponiendo de manera activa y controlando a la propia institución en su accionar.

Para ello, es ineludible la creación de mecanismos institucionales que permitan la participación de la sociedad civil en la discusión de qué seguridad queremos.

Violencia institucional

Los recientes casos de gatillo fácil no hacen sino confirmar que la violencia institucional parece ser parte de una política de Estado.

La creación de protocolos de actuación policial en manifestaciones, persecuciones, detenciones y resguardo de detenidos es un instrumento necesario que deberá ser discutido en conjunto con la sociedad civil.

El vínculo que la Policía 
ha entablado con la ciudadanía no puede ser a partir de la sospecha, de la desconfianza. Si 
un caminante se transforma para la Policía en un merodeador, si un joven perteneciente 
a los sectores populares es un sujeto peligroso, no hay democracia posible.

Un tema pendiente no menor son las condiciones laborales 
de los empleados policiales. La construcción del policía como un héroe, que entrega su vida al servicio, que hace su trabajo sólo por vocación y no por necesidad como cualquier otro trabajador, no ha servido más que para escamotearle derechos laborales.

Guardias interminables de 24 horas, recargos sin pago 
de horas extras, sanciones de arres­to absurdas por no llevar gorro, entre otras, son parte de la cotidianeidad del policía de calle. Para ello, se hace imprescindible desmilitarizar a la fuerza policial, recordando que según la ley es una fuerza civil, aunque en la práctica se asemeje bastante a las militares.

El estado policial permanente que obliga a los policías a portar su arma reglamentaria las 24 horas no ha servido más que para sumarle otra causa de estrés. Que usen el arma sólo en horario de trabajo no sólo mejoraría la calidad de vida del policía (que debe salir a pasear con sus familias con el arma), sino también haría disminuir los casos de uso de la violencia letal fuera del horario de servicios, lo que no es poca cosa.

Todos estos cambios implican una urgente reforma policial acorde al Estado de derecho. Saldar las deudas para vivir en democracia es el desafío de la nueva gestión, lo que no es poca cosa. Atenta, la ciudadanía estará vigilando de forma expectante.

*Abogado, docente y miembro del Observatorio  de Prácticas en Derechos Humanos (UNC).

 

http://www.lavoz.com.ar/opinion/las-deudas-de-la-seguridad