En la mañana del 24 de abril, los vecinos de Villa Allende contemplaron, atónitos, una imagen que desde entonces se repite casi a diario en Córdoba y parece salida de las películas del Medioevo: una treintena de hombres jóvenes esposados, sentados y expuestos al escarnio público en una plaza, dentro de un corralito hecho de vallados metálicos, a la vista de sus vecinos, amigos y conocidos. El gobierno de José Manuel De la Sota los ha bautizado “operativos saturación”. Son allanamientos masivos en barrios humildes en los cuales se detiene a una gran cantidad de personas y se las mantiene ante la vista de todos aunque no esté probada su culpabilidad en delito alguno.
Rápidos para los apodos, los cordobeses les llaman operativos “humillación”. La gente los denuncia por las redes sociales y saca fotos de esta nueva modalidad en la que “cualquiera puede caer, más si se es morocho”, apuntan. Lo paradójico es que, en su gran mayoría, los detenidos luego deben ser liberados por falta de antecedentes o pruebas.
Una periodista de La Voz del Interior, Laura Leonelli Morey, se tomó el trabajo de calcular cuánta gente era inocente en cada procedimiento, y ese cálculo le dio un 82 por ciento por operativo. ¿De dónde sacó las cifras? De los mismísimos partes policiales que envían a ese diario desde la Central de Policía. Según el informe, fueron detenidos “no por comisión de delitos, sino por presuntas contravenciones al Código de Faltas”.
Nada menos que el polémico Código de Faltas local que autoriza a detener a cientos de jóvenes aplicándoles la (difusa) figura de “merodeo”. Se la conoce también como “portación de rostro”: ser morocho, vestir humildemente, llevar gorra, pinta de baile de La Mona y ya se es un firme candidato al calabozo. Y si a eso se le suma una moto –desde la crisis de los saqueos–, el cuadro de situación empeora. Así que es toda una bendición genética tener el pelo y la piel claros. Al menos en la Córdoba “cordobesista”.
“Te paran o te detienen porque sí –le contó a este diario Gladis P., un ama de casa de 52 años–. Hace un par de semanas yo volvía de un larguísimo día de trabajo –es empleada en un taller de autopartes– en un remís por la avenida Colón. Eran como las diez y media de la noche. La policía nos paró en el cruce con Sagrada Familia. Hizo que el remisero, que era un señor grande, se bajara y pusiera las manos contra el techo como si fuera un delincuente. Lo palparon de armas, le pidieron los papeles, lo trataron mal. Yo no lo podía creer… Pero encima, un policía jovencito me golpeó la ventana de la puerta donde yo iba con el caño de la escopeta, y me dijo que bajara el vidrio. Yo veía la punta del arma a la altura de mi nariz y no lo podía creer… Abrí el vidrio y me dijo que me bajara apuntándome a la cabeza. Me asusté mucho, pero estaba tan cansada, tan enojada por lo que estaba pasando, que no sé de dónde saqué coraje y le dije: ‘¡Che, mocoso de mierda, yo podría ser tu madre! ¡A mí no me vengás a dar órdenes que yo no hice nada!’. El chico me miró feo y me dijo que le diera mis documentos. Yo me negué. Me dijo que me iba a llevar presa. Le dije que se animara nomás. Ahí no supo más qué hacer y se fue a hablar con su jefe. El jefe estaba a unos veinte metros controlando a otra gente que iba en moto y le dijo que me dejara, que ya estaba… Pero con el señor del remís nos fuimos amargadísimos, nos temblaban las patas… Estos tipos te tratan como delincuentes ¡y encima que uno es un pobre que vuelve muerto de trabajar, se tiene que aguantar esto! ¡Se vienen a hacer los machos cuando antes nos dejaron que nos robaran, que nos saquearan, son unos caraduras!” Gladis se vuelve a indignar cuando recuerda esa noche. No tiene reparos en hablar, pero no quiere dar su apellido. Dice que tiene miedo. Y que no es la única. “Acá ahora, si te ven con ropa gastada, si tenés piel oscura, sos delincuente para ellos.”
Lo de esta mujer es sólo una voz más en la multitud de quienes se quejan de esta “policialización” que intenta mostrar fuerza, presencia y autoridad luego de “liberar la zona” durante los saqueos de diciembre.
El sol del 25 no asomó para todos
Paulo Hugo Graglia, titular de una asociación de motociclistas, fue detenido durante el desfile del 25 de mayo que presidieron el gobernador José Manuel de la Sota y el intendente Ramón Javier Mestre, quienes se mostraron tan marciales como unidos, marchando sobre un jeep del Ejército.
“Nosotros queríamos ingresar con nuestras motos, pero la policía nos detuvo cuando íbamos camino al Centro Cívico, en el barrio San Vicente. Nos revisaron y nos mantuvieron en una playa de estacionamiento de un shopping –contó el hombre a Radio Universidad–. Era una situación inexplicable. Dijeron que porque una de nuestras compañeras tenía volantes en su bolso. Habrán sido unos 500 y en el acto había unas 14 mil personas. No sé qué tan peligroso podía ser eso para el acto. Nosotros reclamamos contra la ley que obliga a los motociclistas cordobeses a circular con el número de patente impreso en su casco, porque consideramos que tanto los seres humanos como los cascos no son bienes registrables.”
Graglia, que preside la Cámara de Motociclistas de Córdoba, detalló que en un momento “era todo tan absurdo, tan surrealista, que le pregunté al policía que me custodiaba qué pasaba si dehecho me iba. Me dijo que no le complicara la vida, que necesitaba el trabajo. Que le habían dado órdenes de retenerme. Me contó que había entrado a la fuerza hacía unos veinte años… Parecía buena persona”. Pero el colmo de la situación llegó cuando quiso ir al baño: “Me dijo que me tenía que acompañar. ¡Al baño! Ahí me di cuenta de que estaba detenido en serio. ¡No se podía creer! En el baño se me pasó por la cabeza eso que cuentan los que estaban en la ESMA durante el Mundial ’78: a pocas cuadras todos festejaban y ellos estaban prisioneros. Salvando las distancias, yo podía escuchar el desfile por el 25 ¡y estaba detenido!”.
Paulo Graglia no se quedó con la bronca y la impotencia: el martes pasado presentó una denuncia ante la fiscalía de Carlos Matheu “por el presunto delito de privación ilegítima de la libertad y abuso de autoridad”.
Patricio M., de 24 años, se quejó ayer ante este diario “del abuso de la cana. Vos ya no sabés qué hacer para que no te jodan. Tenés que andar con los documentos como si estuvieras en estado de sitio… Te paran cada dos cuadras ¡Porque cada dos cuadras hay controles! Si tenés moto, ya salís con miedo. No sabés si llegás al laburo a tiempo o si te agarran éstos. Te demoran y perdés el presentismo. Y eso es guita. Si vas a la facu (él es estudiante en la UTN), andás pensando que vas a mostrar los apuntes para que no te consideren un negro de mierda. Porque eso hacen: te ven un poco negrito y para ellos ya sos un negro de mierda”. Según Patricio, “hasta si vas en bici te paran: si te ven pinta de pobre, te paran y te piden los papeles de la bici, los documentos… ¡Pero mirá si alguien va a tener los papeles de la bici! Yo no sé qué quieren. Esto se parece a esas pelis de los yanquis cuando trataban mal a los negros. Así te hacen sentir”, describe con una rabia que no pretende disimular.
Una especie de apartheid vernáculo que recrudeció en la noche de los saqueos, y en el cual la mayoría de la población es culpable hasta que no demuestre lo contrario. La policía delasotista al palo.
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