En esta oportunidad, deseo comenzar esta columna sosteniendo que en el día a día pareciera ser que vivimos como en una película de guerra producida en Hollywood, donde al final de la producción cinematográfica, el triunfo de los “buenos” prevalece por sobre las perversidades de los “malos”.
Esto es lo que ocurre a diario en el debate que se plantea respecto de la juventud transgresora. Para los jóvenes o adolescentes infractores, el encierro se presenta como la alternativa ideal, pues la cárcel es a donde deben ir los “malos”, así ocurre en las películas, y así debe ser en la vida real.
Sobre este punto, los lectores podrán observar que a diario las reacciones emocionales de la sociedad frente a la delincuencia juvenil, van desde: a) la consideración de que tal delincuencia es una denuncia de la propia sociedad (al evidenciar sus fallas), y entender aquélla como fruto de ésta -y a los delincuentes como víctimas-, pues esos jóvenes delincuentes son quienes padecen, al estar marginados, las consecuencias de esas fallas sociales. La sociedad, generadora de desigualdades, los crea (fruto) y luego los persigue (victimas), lo que comporta para con ellos una “segunda injusticia”, hasta: b) entender esa misma delincuencia como un peligro para la sociedad que, por tanto, deberá defenderse del mismo, neutralizando los ataques de los jóvenes delincuentes, castigándoles, etc.
La primera opción efectúa un análisis crítico de la sociedad, en tanto que la segunda no cuestiona la estructura, que por el contrario conserva y preserva de esos ataques.
Bueno, la verdad es que al presente esa segunda opción es la que prevalece respecto de los jóvenes infractores, y no está mal para quienes piensan de esa manera, pero el problema es que el encierro sin derechos tampoco ha sido ninguna solución para nadie: ni víctimas, ni victimarios y, mucho menos, para la sociedad.
Reflexionemos por un instante y veremos que el encierro de los jóvenes y las políticas de mano dura no han disminuido el delito, por el contrario, han servido para estigmatizar y crear mayores resentimientos en quienes son etiquetados como “indeseables o inmorales” por pertenecer a un determinado grupo social.
Esas actitudes de rechazo, castigo o represión -que se fundamentan en una distinción entre “los buenos y los malos”-, se materializan en manifestaciones verbales de condena, belicosidad en el trato a los jóvenes, etc. causando una magnificación del problema, pues el represaliado aumenta su enemistad con el represor y el círculo vicioso se retroalimenta, generando mayor resentimiento cuanto más duro es el castigo.
En consecuencia, los estigmatizados se reagrupan al sufrir la misma persecución, llegando a asumir su rol gracias al etiquetamiento, aprendiendo aún más técnicas y orientaciones transgresoras, evidenciándose con ello que la retribución, en sí misma, no es la solución, sino todo lo contrario. Además, y en relación con ese grupo “de malos” (muchos de ellos, en realidad marginados), parece que únicamente nos preocupamos cuando su actividad nos molesta.
Evidentemente, en nuestro país siempre tenemos solución para los “efectos” del delito y no para sus “causas”. En otras palabras, para el delito y sus jóvenes autores la solución es la cárcel y no políticas públicas eficaces para erradicar la pobreza, la marginalidad, la exclusión de la que son víctimas y que hoy nadie discute que son las consecuencias originarias del delito.
El razonamiento es sencillo; veamos. Mientras nos centremos en los “efectos” del delito siempre tendremos víctimas (la persona muerta, la persona a quien le roban, etc.), el victimario (el joven delincuente enviado a un establecimiento que desocializa más que resocializa, y del que luego egresará con mayor resentimiento), y la sociedad, que puede llegar a sufrir nuevamente las consecuencias de aquella falta de reinserción o reeducación, que tan solo es una “ficción”, pues quien ingresa hoy a la cárcel tiene más posibilidades de salir como un gangster que como alguien “resocializado”.
Adviértase, entonces, que en este esquema de razonamiento todos resultan ser víctimas.
Por otro lado, si el enfoque se centrara preferentemente en las “causas” del delito (erradicar la pobreza, la exclusión, la marginalidad, el maltrato, etc., que afectan en el día a día a muchos niños del país y el mundo), seguramente disminuirían las conductas transgresoras, y con ello la posibilidad de victimización de todos.
Ahora bien, clarifiquemos un poco más esta cuestión con algunos interrogantes que me surgen. Cuando pretendemos trabajar en la reinserción social de un infractor, ¿qué nos mueve realmente a ello? ¿su bien y por ende el de la sociedad toda? ¿o solo el del resto de la sociedad, a la que pretendemos proteger de los sucesivos ataques de aquél?
Parece que nos hemos de inclinar por la primera opción, pero si tanto nos hubiese preocupado el bien de ese sujeto ¿por qué hemos aguardado a que “moleste” a alguien para actuar? la respuesta es obvia: porque cuando no nos “molestaba” no nos importaba en absoluto. De nuevo la hipocresía. Y ello, al margen de que además de no importarnos, convenía al actual estado de cosas, del que los no marginados resultamos favorecidos. En definitiva, actuamos sobre los “efectos” y no sobre las “causas”.
Entonces, concretando en el colectivo joven, cuando se habla de la violencia de los jóvenes, se olvida a menudo el tratamiento de la que ellos han sufrido y que casi siempre ha generado la suya, y en ese olvido se les “responsabiliza” y, a través de una medida, formalmente penal pero con aspiraciones a resultar materialmente educativa, se le intenta recuperar, olvidando la causa primera, en la que él ejerció el rol de víctima.
Todo el montaje se halla en falso. Convendrá dotar al joven (respetando sus derechos como persona) de todo lo que careció, de forma que adquiera un bagaje vital que le permita una mejor orientación de sus reacciones, pero alejado de jurisdicción sancionadora alguna en la medida de lo posible. Sin embargo, se persiste en lo contrario, se endurecen las medidas, se tiende hacia una equiparación con el adulto, y a una similar exigencia de responsabilidad y aplicación del reproche. Creo que el desafío actual en el caso de jóvenes infractores a la ley penal debe ser a través de un abordaje interdisciplinario y una perspectiva reintegradora de derechos; esto es, de aquellos derechos básicos insatisfechos que generaron su conducta transgresora frente a la sociedad, pues ya lo decía Pitágoras: “Educad a los niños y no será necesario castigar a los hombres”.