Se están repitiendo con alarmante frecuencia, y de manera creciente, aquellos casos en que los jueces sueltan de la prisión a criminales que, no bien se ven libres, vuelven a atacar y hasta a matar a víctimas inocentes. Podrían atribuirse estas aberraciones judiciales a diversas causas, entre ellas que los tribunales no dan abasto para procesar el aluvión de casos que los abruman, que los códigos de procedimientos son anticuados o, incluso, que el Estado no ha construido un número suficiente de cárceles. Todas estas causas, que existen, son en todo caso incidentales porque, por encima de la lenidad de la Justicia con los delincuentes peligrosos y reincidentes, que escandaliza a sus víctimas actuales o potenciales, sobrevuela una ideología que, habiéndose hecho carne en numerosos juzgados, recibe el nombre de abolicionismo .

Suele hablarse del debate entre dos escuelas del derecho penal: la «mano dura» y el «garantismo». Mientras los partidarios de la «mano dura» querrían asegurarse de que no queden delitos, sobre todo los graves, sin castigo, los «garantistas» hacen valer el principio de que todo sospechoso es considerado inocente hasta que se pruebe lo contrario y que debe gozar por ello de un pleno derecho de defensa. Digamos de entrada que este debate es legítimo. Es más: a veces los partidarios de la mano dura se han excedido en su celo por perseguir a los sospechosos, como en aquella ocasión en que el gobernador bonaerense Carlos Ruckauf habló de «meterles bala» a los delincuentes, por la sencilla razón de que nuestra Constitución es ella misma garantista, ya que obedece al espíritu liberal según el cual es preferible que un culpable salga libre a que un inocente quede preso.

Pese a que a veces la indignación colectiva por la difusión del delito puede llegar a albergar excesos próximos al linchamiento, la tradición liberal debería defenderse empeñosamente sobre todo en momentos como el actual, cuando la ofensiva autoritaria avanza en más de un área. Pero una cosa es el debate entre liberales y antiliberales frente al delito y otra muy distinta es la difusión de una tercera doctrina jurídica como el abolicionismo, que ha introducido una ideología radicalizada en las cuestiones penales. Es que la ideología abolicionista ya no es liberal ni antiliberal, aproximándose, en cambio, al anarquismo.

De Foucault a Zaffaroni

La doctrina abolicionista cuestiona radicalmente a la tradición clásica del derecho penal, cuyo máximo exponente fue el marqués de Beccaria con su célebre Tratado de los Delitos y las Penas , publicado en 1764. Aquella «radicalización» parte de una concepción revolucionaria sobre quién sea la víctima y quién el victimario de un delito. Según los abolicionistas, el delincuente, al que siempre se ha tenido por el «victimario», es en realidad una «víctima» de la injusticia social imperante porque las condiciones de pobreza extrema en las que creció desde niño lo han vuelto vulnerable y, en el límite, inimputable. Por eso, la sociedad, cuando castiga a un delincuente, según los abolicionistas vuelve a colocarlo en una situación de injusticia a la que no hace otra cosa que agravar, por su parte, las pésima condición de nuestras cárceles.

Podría decirse que, en sus versiones extremas, el abolicionismo supone que el delincuente, al obrar, no hace otra cosa que «devolverle» a la sociedad la injusticia que recibió de ella, de modo tal que hasta podría decirse que su víctima concreta, un miembro cualquiera de la sociedad, «representa» a sus victimarios. Cuando roba o mata a un transeúnte, entonces ¿viene el delincuente a retribuir la injusticia que él mismo padeció? Si aceptáramos esta premisa, ¿podríamos castigar a los delincuentes con buena conciencia?

La obra fundamental del abolicionismo es el libro del filósofo francés Michel Foucault Surveiller et punir. Naissance de la Prison. (Vigilar y castigar. El nacimiento de la prisión ), publicado en 1975. Y si llamamos a Foucault «anarquista» es porque aplicó a sus diversas obras sobre los hospitales, los manicomios, las escuelas o el sexo la idea de que todas estas instituciones despliegan un criterio abusivo de dominación. Entre nosotros, el principal abolicionista es el ministro de la Corte Suprema Eugenio Zaffaroni, quien, partiendo de las mismas premisas, apunta a la abolición o la reducción del derecho penal, al que juzga autoritario, aunque en sus numerosos escritos y sentencias modera este juicio para no romper del todo con el derecho vigente. Más allá de estos escritos y sentencias, el doctor Zaffaroni ha influido enormemente desde su cátedra universitaria, formando una legión de jueces que, en su condición de abolicionistas, tienden a despenalizar los castigos que corresponderían a los delincuentes. Esta es la causa «ideológica» de la inquietante difusión de la impunidad judicial que venimos de subrayar.

Fronteras de la impunidad

Hay algunas coincidencias, en sus zonas periféricas, entre el liberalismo de nuestra Constitución y el abolicionismo. ¿No establece acaso nuestra Carta Magna, en su artículo 18, que «las cárceles de la Nación serán sanas y limpias, para seguridad y no para castigo de los reos detenidos en ellas»? Pero el abolicionismo, en vez de promover la reforma de nuestras cárceles como cualquier ciudadano bien inspirado querría hacerlo, no utiliza el argumento de sus pésimas condiciones para mejorarlas sino para abolirlas o reducirlas.

La impunidad, por otra parte, ¿no es acaso una lacra general de nuestra vida en sociedad, como se comprueba cada día no sólo ante los casos de inseguridad sino también ante el espectáculo escandaloso de los funcionarios y empresarios corruptos que andan tranquilos por la calle sin que ningún juez se atreva a molestarlos? En esta materia, el principio que pretendió imponer desde el inicio de su presidencia Néstor Kirchner, según el cual «no hay que reprimir las protestas sociales», se ha visto distorsionado en varias direcciones. En primer lugar por el propio gobierno cuando hizo aprobar hace algunos días una equívoca «ley antiterrorista» que podría aplicarse a toda disidencia, a todo ejercicio de la libertad de expresión o a cualquier movimiento de capitales y divisas, pero cuya verdadera intención también resulta evidente apenas se advierte que las únicas protestas sociales que jamás se reprimen son aquellas cobijadas por el oficialismo.

La idea de que ninguna protesta social debería ser limitada por las autoridades parece además, aun cuando se cumple, poco democrática . Si la democracia consiste, como la definió Pericles cuando ella nacía en Atenas, en que «los más cuentan más que los menos», ¿cómo se compadece esta definición entre nosotros hoy, cuando vemos a diario que una veintena de manifestantes bloquea impunemente el paso a miles de automovilistas y transeúntes durante jornadas enteras, violándoles tanto el derecho de circular como el derecho de trabajar, que están garantizados por la Constitución, con la abierta complicidad de la policía? ¿Dónde queda aquí el «principio mayoritario» de la democracia?

A veces se cree, sin embargo, que la palabra «democracia» es sinónimo de «desorden». Pero un famoso autor que nada tiene de «derechista» y es más bien de izquierda, John Rawls, elogia pese a ello a las sociedades bien ordenadas . La democracia debe ser, entre otras cosas, una «sociedad bien ordenada». Con la impunidad que habilitan algunos jueces, con la inseguridad y la corrupción generalizadas, ¿cuán ordenada es nuestra sociedad.

Fuente: http://www.lanacion.com.ar/1457527-los-jueces-los-liberan-y-ellos-vuelven-a-matar